«Búscalo mil veces, date la vuelta, está de pie,
solo, bajo la luz brumosa.»
Xi Qi Yi, siglo ix
Inmediatamente después de la muerte de Mao tuvieron lugar unos cambios dramáticos. Deng Xiaoping volvió al poder a principios de 1977. Hua Guofeng, el sucesor elegido por Mao, pronto fue relegado a una posición más baja en la jerarquía del Partido. Resurgió la vieja guardia, que había sufrido enormemente durante la Revolución Cultural. Volvieron a establecerse los sistemas educativos tradicionales y se reabrieron las universidades. Millones de jóvenes expulsados, que ahora eran adultos, estaban casados y tenían hijos, con los sueños hechos trizas y la espalda doblada, regresaron a casa buscando desesperadamente un trabajo.
Parte del esfuerzo para restablecer la normalidad en el país incluyó la reapertura, en 1978, de cuatro internados de élite en Pekín. Estas cuatro escuelas alojaban a los 800 mejores alumnos de entre los 300.000 que habían terminado la escuela primaria. Saqué una de las puntuaciones más altas en el examen de ingreso y me convertí en una de las primeras internas de la Escuela Media Número 174 (que más adelante recibió el nombre de Escuela de la Universidad Popular). Aquel mismo año, Estados Unidos y China establecieron relaciones diplomáticas. China se abrió al resto del mundo tras treinta años de aislamiento.
Al igual que al resto del país, se me ofreció una nueva actitud hacia la vida. Mientras que la generación anterior pasó la mayor parte de sus años escolares haciendo la revolución y los mejores años de su edad adulta en las Comunas Populares, a mí en la escuela se me permitió estudiar y aprender lenguas extranjeras y, cuando me gradué en el instituto, ir a la universidad.
Tras el fin de la Revolución Cultural, pasaron diez años rápidamente. Cuando estaba a punto de cumplir los veinte era delgada, de ojos brillantes, con un largo cabello negro y unas cuantas pecas en la cara. Y era mi segundo año en la Universidad de Pekín, donde estudiaba psicología. Corría el año 1986, Top Gun era la película de más éxito en Estados Unidos, el reactor nuclear de Chernobyl se accidentó en Ucrania y conocí a Dong Yi.
Había roto con mi novio de primer año, Yang Tao. Yang Tao era políticamente ambicioso, una persona que iba por el camino rápido y que, antes de pasar un año en el extranjero, había ascendido hasta convertirse en presidente de la Asociación de Estudiantes Universitarios de Pekín, patrocinada por el gobierno. Por aquel entonces su temperamento dominante me acobardaba, y me alegré mucho de que se fuera al extranjero para cursar su último año en la universidad. Puse fin a nuestra relación poco después de que abandonara China.
Estaba libre de preocupaciones, inmersa en mis estudios y sin expectativas de conocer a nadie más en aquella época. Pasaba mucho tiempo libre sola, leyendo y escribiendo en el lago Weiming -el Lago sin nombre- en el centro del campus de la Universidad de Pekín. El nombre del lago está sacado de un poema anónimo:
«Aunque aún no tiene nombre
porque el mañana es eterno
porque ya llegará el día».
El lago estaba rodeado de verdes colinas, edificios con el característico tejado en voladizo, sauces llorones y una tradicional torre china de cuarenta metros de altura: la pagoda. Era particularmente hermoso por la noche, cuando la luz de la luna se mecía en el agua, los enamorados paseaban por los senderos de piedra alrededor del lago y los ruiseñores cantaban en los fragantes bosques. Muchos poetas habían declarado que era uno de los lugares más románticos de la ciudad.
Me enamoré del lago cuando fui a visitar el campus a los diecisiete años. La Universidad de Pekín era la mejor de China (como Harvard o Yale en Estados Unidos, o como Oxford o Cambridge en el Reino Unido) y, naturalmente, la primera elección de todos los bachilleres seguros de sí mismos. Por desgracia, en aquella época yo no tenía confianza. Pero en cuanto vi el lago supe dónde se hallaba mi destino. Durante los cuatro años que pasé en la Universidad de Pekín fui allí a menudo con mis libros. Sentada junto al lago, siempre fui la persona que quería ser: una escritora y una amante.
La tarde en que iba a cambiar mi vida yo volvía del lago en bicicleta y me dirigía a la residencia de estudiantes. El fragante aroma de las flores de primavera inundaba el aire. Una suave brisa me levantaba el largo cabello suelto. Al pasar junto a la biblioteca vi que se había reunido una multitud frente a la entrada este, al pie de la estatua de Mao Zedong de dos pisos de altura. La biblioteca se había terminado hacía poco, pero la estatua de Mao había estado allí desde antes de que yo naciera. En aquella imagen, nuestro desmesurado líder era de mediana edad, vestía su distintiva chaqueta y se tocaba con una gorra del Ejército de Liberación Popular. Tenía el brazo alzado como para saludar a todo el que pasara. Nos miraba con su sonrisa paternal, que era suficiente para dar escalofríos a cualquiera. Era muy real, pero Mao había muerto a los ochenta y tres años, diez años antes.
Cada miércoles por la tarde se convocaba un Rincón Inglés al pie de la estatua. Estudiantes chinos y occidentales acudían allí para hablar entre ellos en inglés. El Rincón Inglés era un fenómeno que había comenzado un par de años atrás, en una esquina del Jardín del Bambú Púrpura, uno de los parques de Pekín, cuando algunos estudiantes chinos empezaron a encontrarse con occidentales cada domingo para practicar el inglés. Por aquel entonces, China tenía una semana laboral de seis días y el domingo era el único día de fin de semana. Las reuniones informales fueron creciendo gradualmente. Cientos de personas acudían al Rincón Inglés, muchas de ellas desde kilómetros de distancia. Cuando el Rincón se convirtió en un lugar demasiado concurrido, la gente inició sus propios Rincones Ingleses en otras partes de la ciudad, en cualquier espacio que podían encontrar, en parques comunitarios o bajo las antiguas murallas de la ciudad. Pronto todas las universidades de Pekín tuvieron su propio Rincón Inglés.
Había pasado por delante del Rincón del campus muchas veces, sin participar porque mi inglés no era bueno. Pero aquella tarde me sentía más valiente de lo habitual e impulsivamente decidí detenerme. Apoyé la bicicleta en la verja del césped y entré sin querer en algunas conversaciones en curso. Durante media hora fui pasando de una conversación a otra sin entender de qué se hablaba y preguntándome si no debería irme. Entonces, un joven de hombros fornidos y un par de grandes ojos muy hundidos en el rostro me pidió, en un inglés fluido, que me uniera a su grupo. Cuando se dio cuenta de que mi inglés no era del nivel necesario, se esforzó por hablar más despacio, repitiendo una y otra vez sus palabras y aguardando pacientemente mi respuesta. Los demás se impacientaron y se marcharon.
– ¿Te sentirías más cómoda hablando en chino? -preguntó amablemente cuando ya sólo quedábamos nosotros dos. Asentí con la cabeza. Nos alejamos de la multitud.
– Es la primera vez que vienes a un Rincón Inglés, ¿no?
– ¿Tan evidente es? -dije.
– No. -Sonrió-. Yo vengo cada semana. No te había visto nunca. No, tu inglés no es espantoso. Sólo te hace falta un poco más de práctica. Entonces te sentirás más cómoda.
Su inglés era muy bueno y así se lo dije, y le pregunté cómo se las había arreglado para tener un nivel tan avanzado.
– Más que nada es cuestión de práctica. Además, necesito mejorar mi inglés si quiero obtener una buena puntuación en el TOFFLE y el GRE.
Sabía que el TOFFLE era un examen de inglés como segundo idioma que todas las universidades de Estados Unidos exigían a los aspirantes de habla no inglesa. Pero nunca había oído hablar del GRE, que, según me explicó, era un examen de ingreso para unos cursos de posgrado en Estados Unidos.
– Me presento para los programas de doctorado en física cuántica, mi especialidad.
Así fue como conocí a Ning, un licenciado en física y uno de los primeros que me encontré del cada vez mayor número de estudiantes que se estaban preparando para abandonar China para ir a estudiar y hacer su vida en el extranjero. Ning era inteligente (registró una patente mundial a los veintitrés años) y una buena persona. Un día su generosidad me ayudaría en el momento en que más lo necesitaba. Después de conocernos venía a visitarme casi cada día. Leía los libros que yo estaba leyendo y me traía poesía. Cuando nos fuimos viendo más a menudo, percibí en él una especie de inquietud, siempre agitaba la mano o daba golpecitos con el pie al hablar. Parecía incapaz de tolerar el silencio y siempre necesitaba estar de un lado para otro. Ning no tardó en decirme que estaba enamorado de mí. Yo podría haberme enamorado de él, pero el amor es una cosa rara. Aveces interviene el destino y dicta a quién amamos y cuándo.
Al cabo de unas tres semanas de conocer a Ning, fui a visitarle a su residencia de estudiantes. Me abrió la puerta un compañero de habitación y dijo que Ning no estaba, pero que no podía tardar en volver y que si quería, podía esperarlo allí.
– A propósito -dijo sonriéndome-, soy uno de los compañeros de habitación de Ning, todo el mundo me llama Dong Yi.
En la Universidad de Pekín (en realidad, en casi todas las universidades chinas), las habitaciones de las residencias eran demasiado pequeñas para que tuvieran cabida las sillas. Yo vivía con otras siete chicas en una habitación; teníamos cuatro literas y una mesa en medio. El nivel de vida en los alojamientos de los licenciados era mucho mejor. Había tres camas individuales en la habitación de Ning, pero seguía sin haber sillas. De modo que Dong Yi y yo nos sentamos, como era habitual, en las dos camas a cada lado de la mesa.
– Éste de aquí se irá pronto a Estados Unidos, ahora ya rara vez está aquí. -Dong Yi señaló la tercera cama. Parecía dulce y tímido-. Tú eres la chica de psicología. Ning nos ha hablado mucho de ti.
– Espero que todo, fueran cosas buenas -dije.
– Oh, sí. Cosas absolutamente fantásticas.
Su voz era suave pero segura. Tenía el mismo efecto que una sonrisa, comprendiéndote tal como tú quieres que te comprendan, halagándote en la medida en que crees merecértelo y expresando una opinión siempre favorable sobre tu persona.
– Pues él nunca te mencionó. Yo creía que, a estas alturas, conocía a todo aquel que significaba algo en su vida.