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Cuando disminuyó el ritmo de las réplicas, la gente volvió a entrar y sacó sillas y mantas. El 18 de julio de 1976, la reunión de mi familia empezó mientras estábamos sentados en nuestras sillas y acurrucados bajo las mantas. Juntos, dimos la bienvenida al amanecer del nuevo día.

El terremoto, que alcanzó los 7,8 grados en la escala de Richter, tuvo lugar a las 3.42 de la madrugada. Sacudió Pekín y sumió en el caos a la capital, pero se centró en Tangshan, una ciudad situada a 200 kilómetros al este de Pekín, famosa por su porcelana y su carbón. Arrasó por entero Tangshan y en cuestión de minutos dejó enterrados bajo los escombros a un cuarto de millón de sus residentes.

En cuanto despuntó el día, el cielo se cubrió de nubes y empezó a llover. La lluvia cayó torrencial e interminablemente. El miedo a las réplicas hizo que todo el mundo se quedara fuera. Al igual que los demás, mis padres ataron un gran trozo de plástico encima de cuatro cañas de bambú e hicieron un tejado. También armaron nuestra cama plegable de viaje bajo el plástico para que mi hermana y yo pudiéramos dormir un poco. Pero, a medida que la lluvia caía con más fuerza, nuestra pequeña tienda se fue haciendo bastante inestable. El agua no tardó en empezar a entrar por las grietas de los bordes, el suelo se embarró más y las sábanas se fueron empapando.

Vivimos fuera durante un mes. En ese tiempo mis padres sacaron dinero de sus ahorros para comprar un plástico más grande y duro, y nuestra tienda creció de tamaño. En cuanto cesó la lluvia, el sol salió y no dejó de brillar en dos semanas. Durante el día, la temperatura en el interior de nuestra tienda de plástico podía llegar a los cuarenta grados centígrados. Luego, por la noche, los mosquitos entraban a centenares hasta por el agujero más pequeño.

En medio de toda aquella locura y caos, me enteré de que una buena amiga, Dong Nian, había perdido a sus progenitores en el terremoto. Sus padres eran colegas de mi madre, que había estado trabajando en Tangshan el año anterior. Iban a marcharse a casa y ya estaban alojados en un hotel cuando ocurrió el terremoto. Días después del sismo, a Dong Nian, de once años, y a su hermana, de quince, les dijeron que el hotel donde se alojaban sus padres había quedado arrasado y no había ninguna posibilidad de que hubieran sobrevivido. Dong Nian y su hermana se quedaron huérfanas de la noche a la mañana. Nunca se recuperaron los cuerpos de sus padres. Durante años, cada vez que la veía no podía evitar pensar en el día en que me enteré de la noticia, y a menudo pensaba en cómo debió de cambiar su vida en aquel momento. Pero nunca me atreví a mencionarle a sus padres. Veinte años después la vi jugando al sol con su hijo. Parecía feliz y contenta y aun así, en su sonrisa, creí notar la misma sombra que había estado allí durante los últimos veinte años.

Se reanudaron las clases, pero nada volvió a ser normal. Como la estructura de la vieja escuela había sufrido daños durante el terremoto, estuvimos más de dos semanas dando clase fuera. Al final, en septiembre, llegó el momento de volver al reforzado edificio de la escuela y al acontecimiento que cambió China, y nuestras vidas, para siempre.

La mañana del 9 de septiembre de 1976, las tres emisoras de radio (Central Uno, Central Dos y Pekín) no dejaron de difundir que habría un comunicado importante a las 4 de la tarde. Todo el mundo se preguntaba qué podría ser. Nos reunieron en el aula para escuchar la transmisión.

Primero, una música fúnebre sonó una y otra vez en las tres emisoras de radio. Después, a la hora en punto, las noticias anunciaron: «El presidente del Comité Central del Partido Comunista Chino, fundador y líder de la República Popular de China, Mao Zedong, falleció a las doce y diez de la madrugada del 9 de septiembre de 1976».

Hacía algún tiempo que Mao no estaba bien y aquel año ya había sufrido un par de ataques al corazón. Al final, el 2 de septiembre, otro infarto masivo resultó insuperable para aquel hombre de ochenta y tres años. El gobernante de una cuarta parte de la población mundial y de un país más vasto que Europa entera murió al cabo de siete días.

De camino a casa pensé en lo que había dicho nuestra profesora. Nos contó que el presidente Mao nos había amado y que debíamos estar tristes y llorar su muerte. Me dije a mí misma que tenía que llorar por tan gran hombre, el líder que había rescatado a China de la humillación por parte de las potencias extranjeras. Una música triste resonaba por todos los rincones, y a pesar del amor que nos enseñaron a tenerle al gran presidente Mao, no lloré.

Mis padres y sus colegas estaban de un humor sombrío. Las cuadrillas habían organizado ceremonias masivas para llorar la muerte de Mao. Pero el nivel de emoción no era el que se tiene por la defunción de un ser querido. Con la muerte de Mao, la gente se sintió como si le hubieran quitado un apoyo, habían perdido a una persona de la que habían dependido durante los últimos veintisiete años y, con ella, la seguridad. Durante todas sus vidas, Mao había dictado su suerte y el destino de China. Entonces, con su desaparición, la gente tenía dudas y se preocupaba por el futuro de China y por cómo podrían verse afectados personalmente.

Durante las dos semanas siguientes, todo el país estuvo de luto. Las visitas organizadas para dar el último adiós provocaron interminables colas de gente en la Gran Sala del Pueblo, donde yacía el cuerpo de Mao debajo de una bandera del Partido Comunista. Se celebraron ceremonias funerarias en todas las cuadrillas del país para conmemorar las grandes acciones de un gran hombre y dar gracias por ellas. Los artículos de los periódicos enumeraban una y otra vez los grandes logros de Mao, tales como que China se convirtiera en miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y en una potencia nuclear.

Para entonces se me consideraba una alumna modelo en la escuela, de modo que me nombraron locutora para el sistema de megafonía. Así pues, mi trabajo consistía en releer el discurso conmemorativo de las exequias del 18 de septiembre. Antes de salir por antena había practicado con mi madre y un gran número de veces yo sola, para poder leerlo de un modo lo más adecuado y profesional posible. Segura de mí misma y con un talante tranquilo, aquel día empecé mi emisión.

En cierto momento de la transmisión empecé a reírme. Tal vez fuera el contraste entre mi seriedad y la despreocupación de las demás personas que había en la habitación o que la constante práctica me hubiera hartado de mi propia voz, el caso es que no podía parar de reír. El supervisor quedó aterrado y me sacó de la sala de emisiones inmediatamente.

– ¿Qué te pasa? -bramó.

Seguí riéndome, me caían lágrimas de los ojos y apenas podía mantener la espalda erguida.

– ¡Vuelve a clase! -gritó, y de un empujón me echó de la estancia.

Hasta la fecha no he podido explicar por qué hice aquello. Fue una de esas cosas raras. Por fortuna, no me castigaron por tener tendencias contrarrevolucionarias. Sencillamente me echaron.

Apenas un mes después de la muerte de Mao llegaron noticias del arresto de la «Banda de los Cuatro». Se le dijo al país que después de que Mao Zedong muriera, la señora Mao y tres de sus aliados habían estado conspirando para derrocar al Comité Central del Partido y a Hua Guofeng, primer ministro de China y el heredero elegido por Mao. Primero, tres de los aliados de la señora Mao -Wang Hongwen, Zhang Chunqiao y Yao Wenyuan- fueron arrestados en la Gran Sala del Pueblo. Al cabo de una hora, la viuda de Mao fue arrestada en su residencia de Zhongnanhai.

Inmediatamente tuvieron lugar manifestaciones masivas en la plaza de Tiananmen para celebrar las noticias. El resto del país siguió el ejemplo. Mis padres participaron en las celebraciones con alegría. «A partir de ahora todo irá bien. ¡Vienen tiempos mejores!», decían. La Banda de los Cuatro, que había sido la responsable de muchas atrocidades durante la Revolución Cultural, fue juzgada más adelante y condenada a quince años de prisión. En 1995, la señora Mao se suicidó en su celda.

La Revolución Cultural, que había arruinado la vida de millones de chinos durante los últimos diez años, finalmente había terminado.

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