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Capítulo 10: Paz Eterna

«Las flores caen en el agua, la primavera desaparece, los espíritus se elevan hacia el cielo.»

Li Yin, siglo ix

Pasé el día siguiente debatiéndome entre la determinación de olvidar todo lo que tuviera que ver con Dong Yi y una ardiente necesidad de verlo y saber qué estaba pasando entre él y Lan. Mientras tanto, la vida pasaba por mi lado en el Triángulo y en la plaza de Tiananmen. Estaban sucediendo grandes cosas en China. Los estudiantes permanecían unidos como nunca lo habían hecho, para que las cosas fueran distintas y para cambiar el curso de la historia. ¿Por qué seguía viviendo en el pasado, esperando pasivamente a que alguien me dijera cómo podría resultar mi vida?

«¡Haz algo! Construye tu propia vida, Wei», dije para mis adentros.

Esos pensamientos me levantaron el ánimo y estuve realmente contenta durante un rato. Pero mi fortaleza se agotó en seguida y, a la hora de comer, mis deseos de ver a Dong Yi habían alcanzado un nivel insoportable. Por lo común, Eimin y yo comíamos en el comedor número tres, a la vuelta de la esquina. En los últimos días dicho comedor se había hecho muy popular entre los estudiantes debido a su proximidad con el Triángulo. Como consecuencia de ello, las colas que se formaban dentro eran enormes y prácticamente continuas. Aun así, seguíamos yendo porque seguro que allí te encontrabas con tus amigos y podías hablar con ellos de los últimos acontecimientos.

Dong Yi había estado en el comedor número tres sólo de vez en cuando, y en la mayoría de ocasiones conmigo. Pensé que en otro comedor más cercano a su residencia tendría más posibilidades de toparme con él. De modo que convencí a Eimin para ir allí, y así lo hicimos en cuanto abrieron para comer. A sabiendas de que tardarían un poco, le pedí a Eimin que me trajera un par de platos del wok pequeño, donde servían viandas recién salteadas. Durante la hora y media que estuvimos allí, no aparté los ojos de la puerta, con la esperanza de que aparecieran Dong Yi y Lan. Pero no lo hicieron. Aunque no habría sabido cómo reaccionar si en realidad los hubiera visto juntos, tenía muchas ganas de ver a Dong Yi.

Desde el momento en que vi a Lan, me había hecho centenares de preguntas y no sabía ninguna de las respuestas. Sin embargo, entre todas las conjeturas, recelos y sentimientos de amor y odio, quedaba un misterio: el propósito de la visita de Lan. ¿Por qué había aparecido precisamente en aquellos momentos? ¿Acaso traía noticias que pudieran cambiarlo todo?

Aquella tarde, Dong Yi tampoco estaba en el Triángulo. Una y otra vez paseé por allí, entre el gentío, y no lo vi ni a él, ni a Lan, ni a su compañero de habitación. Daba la impresión de que había desaparecido en su otra vida. Nuestros caminos ya no se cruzaban.

Estaba muy contrariada con Dong Yi; no porque entonces estuviera con Lan, al fin y al cabo su esposa. Era porque me había dejado con un somero «ha surgido algo urgente» transmitido por su compañero de habitación. Me disgustó que no hubiera considerado que podía explicarme lo que había ocurrido en realidad. ¿Acaso no me merecía eso al menos?

Miré a Eimin, que había estado leyendo los carteles muy concentrado. De pronto deseé que Dong Yi nunca hubiese mencionado el divorcio. Mi vida habría sido mucho menos complicada y tal vez más dichosa.

Regresé al apartamento de mis padres, resuelta a seguir adelante con mi vida. Entonces pasaba la mitad del tiempo con Eimin y la otra mitad con mis padres. Aquella noche, antes de irme a la cama, dispuse sobre la mesa todos los papeles necesarios para la solicitud del pasaporte y luego los metí cuidadosamente en un sobre grande de color marrón.

Tendida en la cama del apartamento en el que había pasado mi adolescencia y mis primeros años de adultez, me imaginé que veía los cuerpos de porcelana de Dong Yi y Lan entrelazados uno con otro como un par de manos. Entonces me dije que me había vuelto loca, imaginando escenas y pensando en el cuerpo de otra mujer, en particular de alguien a quien sólo había visto desde lejos.

Pero no podía evitar preguntarme si Dong Yi la quería. Él me había dicho que sí, y parecía evidente… desde el momento que sus ojos se encontraron con los de ella con alegría y afecto. Aquella mirada me había atravesado el corazón y me causó un dolor insoportable. Pero ¿cuánto la amaba? ¿Me amaba más a mí? ¿Y se alejaría algún día de ella? Entonces me acordé del fuego que había tras aquellos ojos castaños, grandes y sensuales. Lan nunca lo dejaría escapar. Mi corazón se hundía cada vez más en una oscuridad infinita. El amor sin esperanza es el más desdichado de los amores.

«Eimin es el que me ama a mí y a nadie más», me dije. Era el que estaba allí para mí cuando necesitaba a alguien, y siempre lo había estado. No me hacía preguntas cuando aparecía en el momento menos pensado. No preguntaba dónde había estado ni por qué había ido, simplemente me aceptaba, estaba allí para mí. ¿Por qué no tendría que casarme con él? Podríamos irnos a Estados Unidos y empezar una nueva vida, allí donde no hubiera más dolor ni vanas esperas. Con estos pensamientos, poco a poco me inundó una extraña sensación de paz y me quedé dormida sabiendo que dentro de unas horas amanecería un nuevo día.

Cuando tenía catorce años creía que el trabajo más fácil del mundo era ser meteorólogo en Pekín. Al parecer, lo único que tenías que hacer era pronosticar que haría sol y, como mínimo, nueve de cada diez veces acertarías. Amaneció, y el día, indefectiblemente, volvía a ser soleado, radiante y cálido hasta el cansancio. En el distrito Amarillo, los grandes castaños que flanqueaban el camino estaban cubiertos de hojas de un color verde intenso que proyectaban bajo ellas sombras en forma de encaje. Me dirigía en bicicleta hacia la puerta de la Universidad Popular donde tres semanas atrás me había visto frente a frente con la policía durante la primera marcha, cuando de repente oí que unas voces que me eran familiares me llamaban.

Me volví y vi a Hanna y a Jerry que se acercaban pedaleando por detrás.

– ¿Adónde vas con tanta prisa? -me preguntó Hanna en voz alta al tiempo que recuperaba el aliento-. Hace veinte minutos que te estamos llamando para que te detengas, ¡pero ibas demasiado rápida para oírnos!

– Voy al centro -respondí, y saludé a Jerry con una sonrisa.

– Nosotros también -dijo Hanna-. ¿Por qué no vamos juntos?

Seguimos pedaleando los tres en fila, Hanna en medio, y nos cruzamos con muy poco tráfico, aparte de los camiones llenos de estudiantes que iban agitando las banderas. Hanna llevaba una camiseta y unos pantalones cortos que dejaban ver sus piernas largas y bronceadas. Jerry, con su camisa blanca de manga corta y unos pantalones largos, parecía pálido junto al radiante tono broncíneo de ella.

– ¿Vas a la plaza de Tiananmen? -preguntó Hanna, y aminoramos la marcha para poder hablar los tres-. Jerry y yo hemos ido casi cada día. Es un acontecimiento muy emocionante, sobre todo para un historiador de Asia como Jerry. -Entonces se inclinó hacia mí y me dijo, no sin orgullo-: Jerry está pensando en escribir un libro sobre ello.

Le dije que iba a la oficina de pasaportes para entregar mi solicitud. Estaba un poco avergonzada, así que añadí:

– Pero la oficina de pasaportes no está lejos de la plaza. Después pasaré por allí para mostrar mi apoyo.

Hanna se sorprendió de que todavía no hubiera presentado la solicitud.

– Creía que habías recibido la beca hace tiempo, ¿por qué has esperado tanto para solicitar el pasaporte? Podría ser muy útil tenerlo, sobre todo ahora. -Se inclinó hacia mí y bajó la voz para que las otras dos docenas de personas que pedaleaban a nuestro alrededor no pudieran oírnos.- De momento todo va bien, pero nunca se sabe lo que podría ocurrir. El ejército podría hacerse con el control de la ciudad y cerrarse las fronteras. Yo llevo el pasaporte encima en todo momento, sólo por si acaso. -Entonces se enderezó en la bicicleta y se rió-. Mi problema es que no tengo un visado para ir a ninguna parte.

– Pero eso podría cambiar muy deprisa si aquí hubiera una crisis política -dijo Jerry.

Como iba al otro lado de Hanna, tuvo que levantar el tono de voz para que pudiera oírle. Trató de tranquilizarnos diciendo que los países extranjeros, incluyendo el suyo, ayudarían a los estudiantes.

– ¿De verdad piensas que ocurrirá algo como lo que ha dicho Hanna? -pregunté.

– Por supuesto que no -respondió Jerry-. Estamos hablando hipotéticamente, ¿no?

– Yo no -replicó Hanna-. Todo es posible en China.

En aquel momento nos detuvimos ante un semáforo. Jerry inclinó un poco la bicicleta, apoyó el peso de su cuerpo en el otro lado y se quedó, alto como era, encima del biciclo, como si fuera una estrella de cine. En el semáforo se pararon unos quince ciclistas más. Todos ellos, hombres y mujeres, se volvieron para mirarnos: las dos chicas chinas y el alto extranjero.

Un camión descubierto lleno de estudiantes se detuvo en el cruce. Una gran bandera roja, «Instituto del Hierro y el Acero de Pekín», se agitó lentamente cuando el camión frenó. Junto con los otros veinte ciclistas aproximadamente que esperaban a que cambiara el semáforo, los saludamos y les gritamos nuestro apoyo.

– ¡Gracias por vuestro respaldo! ¡Ayuno hasta la victoria! -respondieron a voz en cuello los estudiantes del camión.

Me di cuenta de que algunos de ellos llevaban cruces rojas en el brazo. «Debe de tratarse del equipo de apoyo médico para los que están en huelga de hambre», pensé. Sabía que a diario miles de estudiantes voluntarios trabajaban por turnos para cuidar de los huelguistas en la plaza de Tiananmen. Las noticias desde la plaza eran preocupantes; cada vez había más manifestantes que debían ser tratados por deshidratación, aunque no se había informado todavía de ninguna baja.

En aquel momento, un autobús medio lleno se detuvo detrás del camión. Algunos pasajeros se asomaron por las ventanas y, tal vez al advertir que nosotros también éramos estudiantes, nos saludaron agitando las manos y exclamaron:

– ¡Larga vida a los estudiantes! ¡Que tengáis un buen día!

Hanna, Jerry y yo nos miramos y soltamos unas risotadas.

– ¡Que tengáis un buen día vosotros también!

El semáforo se puso verde. Les dijimos adiós con la mano a los estudiantes cuando su camión tomó la delantera ruidosamente, soltando unas espesas bocanadas de humo por el tubo de escape. Los timbres de las bicicletas sonaron a nuestro alrededor, despidiéndose del camión.

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