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Capítulo 17: Una promesa que cumplir

«No es fácil volver a encontrarse, pero aún es más difícil decir adiós. El viento del este nada puede hacer para evitar la muerte de cientos de flores.»

Li Shangyen, siglo ix

El ejército no asaltó el campus el 4 de junio, ni tampoco compareció al día siguiente. Pero corría el rumor de que un gran número de soldados vestidos de civil se estaba abriendo paso hacia el distrito universitario y acuchillaba a quienes llevaban puesto el brazalete negro que honraba a los muertos. También había rumores de que el 27.° regimiento, responsable de las matanzas en Muxudi y en el bulevar de la Paz Eterna, se había enzarzado en una pelea con el 38.° regimiento, el que había desalojado la plaza de Tiananmen, lo cual era indicio de luchas políticas en el seno del alto mando del ejército. Luego resultó que ambos rumores eran falsos, pero en aquellos momentos tuvieron un tremendo impacto psicológico sobre la gente y la moral de la ciudad.

Abajo, en el patio, Eimin y yo vimos a Li que aguardaba con inquietud a su novio Xiao Zhang.

– ¿Dónde está? -le pregunté.

– En la imprenta. Están desmontando el equipo.

– ¿Y el material de propaganda y los periódicos?

– Quemados. No tiene que quedar nada para el ejército -respondió Li.

– ¿Vendrá el ejército?

– Vendrá; tal vez no hoy ni mañana, pero vendrá.

– Es una pena que la emisora haya cerrado -dijo Eimin-. Me siento como un ciego, sin saber lo que está ocurriendo.

Xiao Zhang apareció por entre los edificios, cargado con un gran paquete envuelto en periódicos. Li dejó de hablar y corrió a ayudarle.

– ¿Qué es esto? -preguntó Eimin-. Parece pesado. ¿Necesitas ayuda?

– No, gracias. Vamos a tener que esconder las piezas en casa de la gente. Ésta es para tu habitación, Li; ¿te parece bien?

– Por supuesto. Llevémosla arriba. Wei, ¿por qué no os trasladáis Eimin y tú a casa de tus padres? Estaréis más seguros fuera del campus -dijo Li-. Yo lo haría si mis padres vivieran en Pekín.

En cuanto Li y Xiao Zhang se fueron, Eimin y yo comentamos la idea de irnos a vivir con mis padres. Al otro lado del patio, una familia cargaba unos sacos en sus bicicletas; por lo visto ya se marchaban.

– Sólo hay dos dormitorios y mi hermana ya está allí -apunté. Creía que la idea tal vez fuese acertada, pero no práctica.

– Al menos puedes ir tú. Yo me quedaré aquí -contestó Eimin con tono firme.

– No puedo permitir que hagas eso. O nos vamos los dos o me quedo.

Al final decidimos consultarlo primero con mis padres. También era hora de que les dijéramos que estábamos bien.

Como medida de seguridad, la universidad había cerrado todas las puertas menos la del sur y ya no se permitía la entrada a los vecinos de la zona. No pasaban autobuses por la calle Haidian, tan sólo unos cuantos ciclistas que se desplazaban por aquella vía por lo común ajetreada.

Eimin y yo recorrimos la tranquila calle en dirección oeste mientras el sol nos quemaba los brazos desnudos.

– ¿Sois estudiantes?

A nuestra espalda oímos el traqueteo de un pinbanche. El conductor nos miró.

– No, no somos estudiantes. Yo soy docente y ella se licenció el año pasado. ¿Por qué lo preguntas? -contestó Eimin evitando pronunciar las palabras «profesor universitario».

– ¡Oh, no os preocupéis! Sólo soy un conductor de carretilla, no soy ningún policía de paisano. Yo estaba allí anoche.

– ¿Dónde es allí? -le pregunté con cautela.

– En el bulevar de la Paz Eterna. Esperaba conseguir algún trabajo por la noche. Vi cómo abrían fuego. No soy idiota, ¿sabéis?

– No.

– Puede que venga del campo, pero sabía que eran balas auténticas. Cuando dieron en el cemento, me dije que aquello eran balas de verdad, seguro.

– ¿Viste allí a algún estudiante? -le pregunté.

– Sí, estudiantes, vecinos, mucha gente. La gente de ciudad no lo sabe, sólo empezaron a correr cuando vieron la sangre derramada. Pero yo ya lo sabía.

Nosotros no dijimos nada. Pero a él no pareció importarle y siguió hablando, como si tuviera muchas cosas en la cabeza de las que necesitaba deshacerse y rápido.

– Hoy he intentado volver al centro, creyendo que ahora estaría todo más tranquilo y tal vez consiguiera trabajo. Ya lo creo que estaba tranquilo. Había soldados por todas partes, las calles principales estaban cortadas. Pasé cerca de la carretera de circunvalación, pero no había nadie que quisiera alquilar una carretilla. Si esto sigue así me voy a morir de hambre. O me moriría si me quedase. No se gana mucho dinero cultivando grano, pero al menos no te disparan. Me largo a casa. Voy a recoger mis bártulos y me iré a casa a ver a mi mujer. No soy idiota, ¿sabéis?

Giramos para abandonar la calle principal. Nos despedimos de él y le deseamos buena suerte. El hombre siguió su camino hacia el oeste. Al cabo de unos minutos volví la cabeza y vi cómo charlaba con otros ciclistas.

– ¿Crees que es un conductor de carretilla de verdad? -le pregunté a Eimin.

Los rumores habían hecho que no me fiara de los desconocidos. Durante todo el tiempo que estuvo hablando el conductor, no había dejado de preguntarme si no intentaba inducirnos a decir algo que nos pudiera incriminar.

– Yo lo he creído -contestó Eimin, sorprendentemente tranquilo-. Tiene un fuerte acento y hablaba como una persona inculta. No te preocupes. Aunque fuera de la policía secreta, no nos pasaría nada. No hemos dicho nada que pueda causarnos problemas.

Mi madre se sintió aliviada al vernos. Mi padre, diligente, se había ido a trabajar, tal como había hecho cada lunes durante los últimos treinta años.

– ¿Dónde está Xiao Jie? -pregunté.

– Se fue a ver a Lu Yian, por supuesto. Siempre está allí.

Lu Yian era amiga de mi hermana desde la niñez. Vivía en el edificio de al lado. Sus padres eran compañeros de trabajo de mi madre.

– Espero que tuvierais el buen tino de no salir el sábado -dijo mi madre, mientras nos tendía dos botellas de coca-cola.

– No, no salimos.

– Estaba muy preocupada, pero tu padre dijo: «Wei es una ingenua, pero Eimin la detendrá».

Eimin sonrió.

– Deberíais venir a casa. Es demasiado peligroso que os quedéis donde estáis. La Universidad de Pekín es el siguiente gran objetivo, sobre todo ahora que han desalojado la plaza.

– Pero ¿cómo os las arreglaríais? Xiao Jie está en casa y nosotros somos dos.

– No te preocupes por eso. Tu padre y yo lo hemos hablado. Nosotros dormiremos en el salón. ¿Te acuerdas de aquella cama plegable? La sacaremos. Yo puedo dormir en el sofá.

– Pero ¿por cuánto tiempo, mamá? Puede que por unos días no haya ningún problema, pero será complicado si tenemos que quedarnos mucho tiempo.

– El tiempo que haga falta. Vivimos en el campo de trabajo cuando eras una niña y luego fuera, en el patio, cuando el terremoto de Tangshan. No habrá problema.

De manera que decidimos irnos a vivir con mis padres.

– Será mejor que nos vayamos ahora para poder recoger las cosas y estar de vuelta antes de que oscurezca -dijo Eimin, para quien era también un alivio poder marcharse del campus de la Universidad de Pekín.

– El teléfono ya vuelve a funcionar -anunció mi madre-. Llama si necesitas hacerlo.

Eran alrededor de las cuatro de la tarde cuando regresamos a la Universidad de Pekín. Subí arriba a hacer las maletas mientras Eimin iba a la oficina para ver si había algo allí que tal vez quisiera llevarse. Abrí la puerta con la llave y vi que había una nota en el suelo. Alguien debía de haberla deslizado por debajo de la puerta.

Leí la nota. Era de Dong Yi, que me citaba para vernos a última hora de la tarde. En cuanto la leí, supe que algo debía de haber ocurrido: él nunca habría acudido allí si no fuera urgente.

Desde el momento en que leí la nota de Dong Yi hasta las ocho de la tarde, mi cabeza estuvo hecha un lío. Eimin volvió con unos papeles y no le hizo gracia ver que no había preparado nada del equipaje.

– ¿Podemos no irnos hoy? Me sentiría mejor si nos fuéramos mañana por la mañana. Sería más seguro -le dije a Eimin.

– Pero ¿por qué? No veo en qué va a ser más seguro. A mí me parece que cuanto más tiempo nos quedemos, más peligroso será.

– Sólo una noche. No cambiará mucho las cosas.

– Si eso quieres, nos iremos por la mañana. Pero de verdad que no veo qué necesidad tenemos de esperar hasta entonces. Vamos a llamar a tus padres.

Comí poco durante la cena. Eimin empezó a preocuparse por mi salud y me puso la mano en la frente para ver si tenía fiebre.

– Estoy bien.

Sacudí la cabeza. No le dije nada sobre la nota de Dong Yi.

Cuando llegó la hora de irme, me resultó violento decirle la verdad, por lo que en vez de eso le dije a Eimin que iba a dar un paseo por el lago.

– ¿Quieres que te acompañe?

– No, no hace falta. No estaré mucho rato.

– Bien. Tal vez sólo necesitas un poco de aire fresco.

Tenía la costumbre de ir sola al lago por las tardes, unas veces para escribir, otras para leer. Eimin ya estaba habituado a ello. Por regla general, él pasaba esos ratos en su mesa de trabajo, escribiendo o atendiendo el papeleo del departamento.

El lago Weiming estaba tan tranquilo como siempre. Las ramas de los sauces llorones habían crecido desde la última vez que las vi y ya rozaban el agua. Los enamorados aún paseaban juntos, de la mano. Nunca dejaban de ir allí pasara lo que pasase, incluso entonces, cuando el mundo había enloquecido. Continuaban con sus paseos como si no existiera nadie más que ellos y nada más que el amor.

Esperé a Dong Yi en el puente de piedra blanca del extremo nordeste, nuestro lugar de encuentro preferido en el lago. La tarde era cada vez más oscura y las nubes que se habían ido formando desde primera hora de la tarde cubrían ya el cielo, con lo que el ambiente era ahora cálido y húmedo. Al otro lado del puente vi el solitario bote de piedra junto a la isla en medio del lago. No soplaba ni la más leve brisa, el agua estaba oscura y en calma como la seda.

«Ojalá esta noche hubiera luna -pensé-. El lago siempre se ve muy hermoso a la luz de la luna.»

Dong Yi había llegado puntual.

– ¿Va todo bien? Me he quedado muy preocupada al leer tu nota.

– Sí, al menos por ahora.

Me sonrió con tristeza. Ambos nos apoyamos en el puente. Recordé las noches que solíamos pasar allí, leyendo poesía. Estábamos enamorados y nuestras vidas parecían mucho menos complicadas. Podríamos haber tenido el mundo.

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