Había tardado siete años en volver a casa.
– Date una ducha -me dijo mi madre-. Estás sudando.
Hacía calor. En algunos sitios el sol ablandaba el asfalto de las calles. Pero yo vestía mi ropa de primavera; cuando me marché de Minneapolis, la nieve acababa de derretirse bajo el manzano del patio trasero. Estábamos a mediados de mayo y Pekín sufría una ola de calor.
Mi madre, una mujer delgada de poco más de metro y medio de estatura, iba zumbando por el pequeño apartamento como una diminuta y feliz abeja. En cuestión de segundos se acercó a mí con un abanico de bambú en la mano. Corrí la cortina, un pedazo de tela floreada que pendía de un alambre, y me quité la ropa. Me envolví en una toalla grande y me dirigí al cuarto de baño. El baño era demasiado pequeño para colocar una cortina de ducha. Bajo mis pies había un desagüe de tamaño industrial. Al pisarlo, bajé la mirada y me quedé contemplando el oscuro agujero de la tubería del agua.
– Recuerda: cuando termines tienes que dar un golpe en la puerta para que pueda apagar el calentador. No cierres el grifo hasta que lo haya apagado, de lo contrario podría recalentarse y estallar.
Cuando oí a mi padre gritar desde la cocina «¡El calentador está encendido!», dejé caer la toalla y abrí el grifo de la ducha. Fluyó el agua caliente.
Me cambié, me puse un vestido de lino de color amarillo y empecé a andar por mi habitación. El suelo de cemento estaba frío, incluso en un día tan caluroso como aquél. Había una cama individual con sábanas floreadas y un sencillo armario de madera contra la pared. Una gruesa capa de polvo cubría el escritorio. Con un leve movimiento de la mano, el trazo de mis dedos dejó al descubierto el verdadero color de la madera desnuda. Miré por la ventana y vi gente en el edificio de al lado: un hombre en ropa interior y dos mujeres que guisaban inclinadas sobre sus cocinas. Después de vivir durante años en América, el apartamento me parecía absurdamente pequeño, apenas lo bastante grande para dos personas. Sin embargo, años atrás, los cuatro -mis padres, mi hermana Xiao Jie y yo- habíamos vivido en uno más pequeño que aquél.
Cuando me marché de China, mis padres se mudaron a aquel piso más grande equipado con ducha, adjudicado por la universidad cuando mi madre fue ascendida a profesora adjunta. Se terminaron las visitas a los baños públicos dos veces por semana. También habían adquirido un microondas, una lavadora con secadora y un televisor por cable. Mi padre se había jubilado de su puesto de jefe de personal en el Departamento de Parques y Bosques de Pekín. Como la mayoría de empresas estatales, no tenía beneficios, había mucho desempleo. El gobierno, por tanto, había reducido la edad de jubilación a los sesenta años para todos los empleados estatales, incluidos los funcionarios, entre los cuales se contaba mi padre. Mi madre, que era tres años más joven que él, estaba pensando en retirarse de su puesto como profesora de periodismo en su universidad.
Después de comer, mis padres se quedaron en casa para echarse la siesta. Mi hermana menor, Xiao Jie, y yo tomamos un taxi hasta el centro de la ciudad. El taxi parecía llevarme por lugares en los que nunca había estado; luego me dijeron los nombres y me di cuenta de que no había reconocido zonas que antes me eran familiares. Las autopistas habían reemplazado a viejos edificios y mercados. Construcciones que anteriormente eran grandes e importantes quedaban empequeñecidas al lado de las nuevas obras de muchos pisos. Las calles parecían haber cambiado sus manzanas. Los patios a la antigua usanza dejaron paso a carreteras elevadas que me ofrecían nuevas perspectivas de la ciudad. Las innumerables estatuas de tamaño real de Mao Zedong habían desaparecido. En su lugar había jardines, supermercados y tiendas de modas.
Nuestro taxi reducía la velocidad en los cruces y vislumbré la China que antes conocí. Los viajeros, que ahora iban en coche en lugar de en bicicleta, no prestaban atención a los semáforos, a pesar de las bocinas atronadoras y de la gente que gritaba por las ventanillas abiertas. Nadie estaba dispuesto a ceder. Los conductores se maldecían unos a otros cuando sus vehículos pasaban rozándose. Un polvo amarillo, que el viento traía desde el Desierto de Mongolia, al oeste, lo nublaba todo. Los ciclistas se colaban por espacios diminutos, luciendo sonrisas triunfales. Los semáforos pasaban del rojo al verde una y otra vez como si fueran luces de Navidad.
Mi hermana y yo hicimos nuestras compras en Le Lafayette, en Wangfujing, el principal barrio comercial de Pekín, y tomamos café en el American Donut Shop.
En las esquinas de las calles, los conductores de rickshaws trataban de atraer a los transeúntes.
– Señoritas, hace demasiado calor para ir andando con las bolsas de la compra. ¿Adónde queréis ir? Dejad que os lleve. En el rickshaw se está fresco.
Tenía razón. El calor era ya insoportable.
– ¿Cuánto nos costaría ir a la plaza de Tiananmen? -le pregunté.
– Por 100 yuanes os daré la vuelta a la plaza.
Regateamos, naturalmente. Le dimos 80 yuanes al conductor y nos metimos en su rickshaw.
– ¿Por qué queréis ir a Tiananmen, chicas? Allí no hay nada que ver a esta hora. Hay que ir por la noche. Mucha gente va a ver la ceremonia de arriar la bandera.
Abandonamos las estrechas y abarrotadas calles laterales y nos metimos en el ancho y arbolado bulevar de la Paz Eterna.
Poco a poco, la plaza de Tiananmen se abrió ante nuestros ojos como un viejo libro de cuentos de hadas. Al norte, la magnífica Tiananmen – la Puerta de la Paz Celestial – descollaba sobre la plaza con su maravilloso color rojo y dorado. Fue en esta puerta donde, cuarenta y siete años atrás, Mao Zedong proclamó la fundación de la República Popular. Ahora su retrato miraba en dirección sur, hacia la plaza de la Paz Celestial. A cada lado del retrato colgaba un gran letrero en el que se leía: «Larga vida a la República Popular» y «Pueblos del mundo unidos». Durante la década de 1950, Mao había hecho ampliar la plaza a cuarenta y nueve hectáreas, tres veces su tamaño original, de manera que en las concentraciones podían congregarse allí un millón de personas. Desde entonces, los guardias rojos habían desfilado por la plaza; el duelo público por el primer ministro Zhu Enlai tuvo lugar allí y, por supuesto, también las manifestaciones masivas del Movimiento Democrático Estudiantil de 1989.
El conductor de nuestro rickshaw pedaleaba frenéticamente; de vez en cuando se secaba la cara con una toalla. El tráfico era denso, pero avanzaba con lentitud, como flotando en torno a la plaza. Las grandes hojas de los robles, inclinadas en sus ramas, nos daban sombra. Sentada en el rickshaw, me sentía tan abrumada que no dije nada durante todo el recorrido alrededor de la plaza, que tenía un aspecto sereno bajo el tranquilo sol de la tarde. Debía de haber miles de personas allí, pero a mí la plaza de Tiananmen me parecía vacía. Aquello no era lo que yo recordaba; en el verano de hacía siete años, Tiananmen era un campo de batalla y estaba abarrotada de gente: los jóvenes de China que tenían las mangas, las cintas del cabello y los ojos manchados de sangre. Las banderas ondeaban al viento. ¿Adónde han ido todos? ¿Dónde están ahora aquellos chicos y chicas de dieciocho años?
Mi hermana y yo nos apeamos del rickshaw delante de Tiananmen. Los Puentes de Aguas Doradas estaban atestados de gente que entraba en la plaza o cruzaba hacia la Ciudad Prohibida. Los policías armados estaban de pie en los puentes, con sus semblantes glaciales.
No había pisado aquel terreno sagrado desde la última noche en que fui allí como miembro de la guardia estudiantil, el 2 de junio de 1989. Cada paso que daba me traía recuerdos y emociones de camaradería, tensión y miedo, olvidados hacía tiempo. Me adentré más y subí al monumento a los héroes del pueblo, el obelisco que se alza en el centro de la plaza. Al sur de éste, largas filas de personas esperaban para entrar en el Mausoleo de Mao. Me dijeron que la cola que se formaba en el exterior del Mausoleo se había alargado en los últimos años; no sólo los veteranos de la revolución comunista, sino también los jóvenes querían desfilar respetuosamente junto al cuerpo que amarilleaba, embalsamado, en su féretro de cristal. La gente acudía allí en busca del consuelo del pasado, la época del orden y la seguridad. Los vendedores zigzagueaban por entre las hileras de gente ofreciendo las ilegales insignias de Mao que llevaban en sus bolsas, al tiempo que observaban atentamente a las patrullas de la policía. Durante la Revolución Cultural, en China todo el mundo estaba obligado a llevar aquellas insignias para demostrar su lealtad y devoción al presidente Mao y al Partido Comunista Chino. Me acordaba de haber llevado aquellas insignias y caminar con particular orgullo junto a mis padres durante las celebraciones públicas del Día Nacional y del Día Internacional del Trabajo. En aquella época, las cuadrillas populares utilizaban también las insignias de Mao como recompensa o como regalo de vacaciones. Hoy esas insignias pasadas de moda eran tradicionales recuerdos turísticos de una época pasada; algunos de aquellos recuerdos incluso se habían convertido en piezas de coleccionista.
Alrededor de la base del monumento había unos grabados en piedra que mostraban escenas de la historia china: la Rebelión de los Bóxers, la Guerra del Opio, la Invasión Antijaponesa y la Guerra Civil. El monumento fue erigido en 1958 como símbolo de la resistencia de la gente del pueblo frente al poder feudal y el colonialismo extranjero. En 1989, los estudiantes de Pekín lo encontraron especialmente adecuado para establecer allí su centro de mando. El poder de la gente normal y corriente era, como solía decir Mao, «el motor que hay detrás de la historia». Mientras caminaba en derredor del monumento, no pude evitar pensar también en el enorme precio y en el sufrimiento que los ciudadanos chinos de a pie habían soportado durante nuestra turbulenta historia.
Finalmente había regresado al lugar donde mis amigos y compañeros habían marchado, cantado, luchado y muerto. En aquel suelo que estaba pisando, miles de manifestantes hicieron huelga de hambre durante días. Sólo tenían veinte años y sentían cómo la vida los abandonaba lentamente. Ellos pensaban en la felicidad, en la felicidad de la gente corriente, en ver crecer a sus hijos. Tuvieron que cerrar los ojos. Ya no tenían fuerzas para seguir mirando el cielo o las nubes.
Vi a Chai Ling, rebelde ya en la época en que estudiábamos psicología en la Universidad de Pekín y compartíamos habitación, que hablaba con suavidad, que era mordaz y decidida. Se volvió cada vez más débil, se quedó más delgada y exhausta debido a la inanición voluntaria, y aun así aceptó el reto que ella misma se había impuesto: organizar la enorme corriente de descontento, transformar un millón de voces discordantes en un solo gritó por la libertad.