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Vi a Dong Yi entre los miles de estudiantes que habían ido a cuidar a los que estaban en huelga de hambre, arrodillado, con una botella de agua preparada para ofrecérsela a los que estaban heridos, su rostro transido de dolor. De pronto gritó: «¡Rápido, otro se ha desmayado! ¡Una camilla!». Su voz resonó por la plaza como el retumbar de un trueno. Los estudiantes de medicina, con bata blanca, se acercaron a toda prisa. Las sirenas de las ambulancias aullaban, rasgando el cielo.

Fue la mejor época. Y fue una época terrible. Éramos jóvenes, llenos de esperanza, entregados a nuestra causa. Estábamos dispuestos a pagar el precio que fuera preciso por una China libre y democrática porque en ningún momento dudamos de nuestra victoria y de que nuestro sacrificio valdría la pena.

Pero aplastaron nuestra confianza, ¡y de qué manera! Una noche, los tanques bajaron por el bulevar de la Paz Eterna, las tropas abrieron fuego contra estudiantes y ciudadanos desarmados y corrió la sangre. De la noche a la mañana, perdí la inocencia de mi juventud… y al amor de mi vida.

Volvieron las imágenes de mis últimos días en China, cada una más clara aún que la anterior.

Tuve la sensación de que iba a arrugarme bajo el embate de las oleadas de emoción, cada vez más fuertes.

De pie en la base del monumento, podía ver la plaza con claridad, ocupada sólo por turistas que sacaban fotos. Había regresado, pero también lo habían hecho mis turbulentos recuerdos, y en la pacífica escena que tenía ante mis ojos parecía no haber lugar para ellos.

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