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Capítulo 6: El funeral

«No podemos quedarnos con la primavera, no importa lo mucho que lloren los pájaros, tirados por el suelo están el rojo hecho pedazos y la gloria mancillada.»

Wang Ann Gou, siglo ix

Todo cambió en China la primavera de 1989. La muerte de uno de los más altos dirigentes del Partido Comunista provocó un movimiento que se convertiría en la mayor manifestación multitudinaria del siglo y llevó a China a acaparar la atención mundial.

Pero cuando la nieve empezó a derretirse en el mes de marzo, nadie era consciente de todo aquello. Como era habitual, Pekín estaba expectante. Se habían guardado los adornos para la celebración del Año Nuevo Chino, los farolillos rojos se habían descolgado de las puertas y los recortes de papel de Shuang Xi -Doble Suerte- se habían despegado de las ventanas. Cerca de la ahora desierta pista de hielo había una señal de advertencia. El primer viento del sur reemplazó al viento del norte.

Me pasé todo el invierno esperando ansiosamente recibir noticias de las universidades norteamericanas en las que había solicitado plaza. Para que me quitara de la cabeza la agonía de la espera, mis padres me encontraron un trabajo por libre en la compañía turística propiedad de la compañía para la que trabajaba mi padre.

Era el principio del viaje de China hacia la prosperidad, y todo el mundo quería subir al autobús. Las empresas estatales, como aquella en la que trabajaba mi padre, habían establecido toda clase de filiales muy lucrativas. El turismo parecía la opción perfecta para la oficina de mi padre, puesto que sus responsabilidades incluían todos los parques de Pekín. Los burócratas se convirtieron en operadores turísticos, se pintaron logotipos nuevos en los autobuses que pertenecían al departamento y los viajes se anunciaron en el extranjero.

Agradecí aquella oportunidad. El año anterior, después de haber dejado el curso de posgrado, volví a mi antiguo departamento y solicité un empleo. (Tratándose de un país donde sólo el uno por ciento de la población llega a la universidad, sabía que estaba cualificada, aun sin ser la primera de la clase en la Universidad de Pekín.) Pero me dijeron que la distribución de empleos había terminado pocos meses antes. En el sistema chino, controlado desde el centro de poder, cada perno tiene su lugar determinado; era yo quien había abandonado la posición adjudicada y, como consecuencia, pasé a estar de más. El profesor Bai, el comprensivo catedrático de mi departamento, me dijo que podían volver a mandar mi Hukou, o permiso de residencia, al de mis padres. Al menos figuraría allí como persona a cargo.

– Pero ¿y tu expediente? -inquirió el profesor Bai.

– ¿Dónde colgaré mi expediente? -pregunté yo también. En China, todo el mundo tenía un expediente. Nadie sabía exactamente qué había en el suyo, pero sí teníamos una idea aproximada de lo que podía constar en él: cosas que habíamos dicho sobre el Partido, reflexiones sobre uno mismo, autocríticas que tuvimos que escribir a lo largo de los años, evaluaciones realizadas por los miembros del Partido, informes secretos que otros habían elaborado sobre nosotros… Sólo los dirigentes del Partido tenían acceso a los expedientes. El expediente de una persona constituye un perfil secreto, y allí adonde uno fuera, el expediente le seguía. Siempre se iba ampliando. En China, esto se llama Gua Dang, que significa literalmente «colgar un expediente». Todo el mundo necesitaba un lugar donde colgar el expediente y de este modo tener una existencia oficial.

Ahora que había quedado fuera del sistema, ¿adónde iría mi expediente? Sin mi expediente no existía como persona en China y, por tanto, no me darían el pasaporte.

De manera que me fui a casa con mi Hukou y mi padre se las arregló para dejarme «colgar el expediente» en su oficina. Pero no percibía sueldo alguno y de hecho estaba desempleada. En lugar de acabar pagándome mi propio camino con una beca para el curso de posgrado, pasé otra vez a depender de mis padres para todo. Estaba encantada de llevar de excursión a los turistas, así podía aliviar, aunque sólo levemente, la carga que soportaban mis padres.

Por desgracia, no era un trabajo con el que disfrutara. Siempre me pillaban en medio, pues los chinos tenían sus planes y los turistas, sus quejas. La mayor parte de los turistas con los que me encontraba eran ancianos chinos que venían del extranjero en busca de sus raíces y, probablemente, para ver el país por última vez. Muchos de ellos eran de Taiwan y habían hecho un largo viaje, pasando por Hong Kong, hacia la China continental. Era costumbre que, la noche antes de que terminara el viaje, los guías y conductores chinos amenazaran con no llevar a los turistas al aeropuerto si no se les pagaba cierta cantidad en concepto de propinas extra. Su argumento era que los turistas eran ricos y, por tanto, podían permitirse dichas propinas. Sostenían que querían una propina equivalente a la que un guía turístico o un conductor pueden conseguir en Occidente. Prescindían por completo del hecho de que el nivel de vida en China era mucho más bajo. «¿Por qué tienen que pagarnos menos sólo porque somos chinos?», decían. Las propinas que exigían suponían más de un año de salario para un chino corriente. También se mostraban alegremente displicentes en cuanto al hecho de que ellos no proporcionaban el mismo nivel de servicio que se solía dar en Occidente.

Al final los turistas siempre pagaban. Como yo trabajaba por mi cuenta, no me incluían en sus planes. Pero aun así me sentía fatal porque sabía lo que había ocurrido, lo cual me dificultaba las cosas cuando tenía que despedirme de aquellos abuelos y abuelas en el aeropuerto. Me sentía triste por ellos. Habían regresado a China para encontrar sus raíces y ver una patria que tal vez no volvieran a contemplar. ¿Y qué recuerdo se llevaban de vuelta? Me avergonzaba de las personas con las que tenía que trabajar, me avergonzaba de su cruel codicia y del hecho de que, de alguna manera, yo también era cómplice de ello. Yo siempre me limité a cobrar la riaga semanal de sesenta yuanes y a alejarme de allí lo más pronto posible. (En aquella época, sesenta yuanes eran unos nueve euros. Con veinte yuanes podías pagarte la comida. Varios años después, con eso sólo podrías comprarte un helado.) Le conté a mi padre lo de la exigencia de las propinas extra, pero él no podía hacer nada al respecto; en todas partes había corrupción.

Mientras tanto, yo seguía esperando la llamada o el grueso sobre procedente de Estados Unidos y, una soleada mañana de primavera, me llegó, en efecto, un sobre grande y muy lleno. Me habían dicho que las cartas finas querían decir que te habían rechazado, mientras que las gruesas significaban buenas noticias. Mis padres, que observaban con nerviosismo, tuvieron que esperar a que abriera el sobre para que les comunicara la noticia: me habían aceptado en la Universidad de Texas, en Austin, y me concedían una beca completa. Al día siguiente recibí una llamada de la otra universidad en la que había solicitado plaza, la Universidad William y Mary, en Virginia. Ellos también me ofrecían una beca completa. Le eché los brazos al cuello a mi madre y grité de alegría. La primavera llegaba a Pekín cumpliendo sus promesas.

Esperé a Dong Yi bajo el gran roble que había a la puerta del Salón Inglés. Hacía unos meses habíamos dado clases de inglés juntos y también habíamos hecho el examen GRE. El campus estaba tranquilo, la mayoría de estudiantes se había ido a leer o a echarse la siesta. El sol se filtraba a través de las ramas deshojadas y me daba en la cara con una tierna calidez. A lo lejos, el color había empezado a volver a las colinas. Los lirios violeta brotaban en distintas zonas a lo largo de la ladera sur del lago.

Apareció Dong Yi, una figura solitaria en bicicleta, con el sol a su espalda, como un príncipe que llegara con una brillante armadura. Siempre he pensado que la mejor clase de amor es aquella en la que, cuando miras unos ojos, ves tu hogar. Aquella tarde yo seguía viendo mi hogar en los ojos de Dong Yi cuando se sentó a mi lado. ¡Cómo envidiaba a Lan! Suspiré. Pensar en la mujer que poseía el amor que yo no podía tener me deprimió. Pero no lo dije. En lugar de eso, le conté a Dong Yi lo de las becas.

– ¡Dos becas! ¡Es estupendo! ¿En qué universidades? ¿Cuándo quieren que empieces?

Le hablé detalladamente de las ofertas que tenía.

– ¡Felicidades! Al parecer ya ha empezado tu partida.

Me dio la impresión de que Dong Yi estaba triste. Pero en seguida recuperó la sonrisa.

– No obstante, no te he pedido que vinieras aquí sólo por eso -dije-. Hay algo sobre lo cual me gustaría que me aconsejaras. Por favor, sé todo lo sincero que puedas porque, para mí, tu consejo es el más importante.

– Por supuesto -replicó Dong Yi.

– Sabes que Eimin ya ha terminado su doctorado y, por tanto, no puede ir a Estados Unidos como estudiante. -Miré a Dong Yi, que asintió con la cabeza y que poco sospechaba lo que iba a decir, y proseguí-: Dijo que encontrar un trabajo allí es casi imposible y puede costar años. Si quiero que venga conmigo a Estados Unidos, la mejor manera que tenemos de hacerlo es casándonos.

Dong Yi, sin moverse en absoluto, fijó en mí su mirada largo rato y su rostro perdió la sonrisa. No pronunció ni una sola palabra. Yo esperé, mordiéndome los labios. Entonces habló con una voz que nunca le había oído antes.

– ¿Te has vuelto loca, Wei?

Miré el severo rostro de Dong Yi y rompí a llorar. Hacía tan sólo unos minutos nos estábamos riendo alegremente. Ahora yo estaba llorando.

– Quiero ser feliz, Dong Yi, eso tú lo sabes mejor que nadie. Siempre ha sido la felicidad lo que ando buscando. ¿Y si Eimin es mi felicidad? Mi marcha me dejará sin él.

– Eimin no es tu felicidad.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Porque tú no estás segura. Wei, por favor, escúchame. ¿Cuánto hace que os conocéis? Hará tres años. Creo que podría decir sin miedo a equivocarme que te conozco bien. Eres apasionada, confiada y llena de vida. Eimin no parece confiar en nadie. Es distinto… y no me refiero a que sea mayor. Mereces a alguien que te ame y a quien tú quieras de verdad.

– Bueno, tú te casaste -repliqué con acritud. Se hizo un breve silencio-. Lo siento. No quería ser desagradable. -Sabía que lo que había dicho estaba fuera de lugar y lo lamenté inmediatamente-. Pero no quiero estar sola, especialmente en Norteamérica… Estoy asustada.

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