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Desde fuera, mi vida no podía haber sido mejor, ni mi futuro más brillante; pero en mi interior estaba desesperada. Había perdido la felicidad una vez y el mirar a Dong Yi no hacía más que recordarme el dolor de aquella pérdida. No podía permitir que me ocurriera de nuevo, aun cuando ello significara casarme con alguien menos que perfecto para mí. Era mejor que te quisieran que estar sola.

Dong Yi sacó el pañuelo y me enjugó las lágrimas con delicadeza, lo cual hizo que me entristeciera aún más. Dejó que me apoyara en su hombro y luego me tomó la mano y la sujetó con fuerza.

– Por favor, no te cases con Eimin, Wei, te lo ruego. Concéntrate en tu marcha a Estados Unidos. Tienes un montón de papeleo por cumplimentar. No te rindas. La felicidad les llega a las personas que esperan.

Lo dijo como si me estuviera haciendo una promesa.

El 14 de abril, Eimin y yo nos dirigíamos hacia el Spoon Garden bajo un cielo despejado cuajado de estrellas. Ya era bien entrada la noche en Pekín y cerca de las diez de la mañana en Virginia. De camino pasamos por delante de la intensamente iluminada biblioteca llena de estudiantes con la cabeza hundida en los libros. Fuera de la biblioteca había algunas personas paseando en parejas, al parecer tomándose un descanso en sus estudios. Las chicas iban de la mano como hermanas; los enamorados hablaban entre ellos en susurros.

El Spoon Garden era el único lugar del campus en el que se podían realizar llamadas internacionales a razón del sueldo de un mes por minuto. Había decidido ir a la Universidad William y Mary porque allí cursaría un master, en contraposición a un doctorado en la Universidad de Texas. Tenía la sensación de que no sabía suficientes cosas sobre Norteamérica ni sobre mis propios intereses como para entrar directamente en un programa de doctorado. Cuando se oyó la voz de la secretaria del departamento de psicología de la Universidad William y Mary al otro extremo de la línea, me sorprendió lo clara que sonaba, como si estuviera en la habitación de al lado. Dijo que estaban a la espera de mis noticias y me preguntó si tenía alguna pregunta sobre la oferta. Dije que no.

– Entonces, ¿deseas aceptarla?

– Sí -respondí con firmeza. Mi futuro, al menos, había empezado a tomar forma.

Nos enteramos de la muerte de Hu Yaobang en las noticias vespertinas del día siguiente. El antiguo secretario general del Partido, el número uno del Partido Comunista Chino y del Gobierno Central Chino, había fallecido a causa de las complicaciones de un ataque al corazón. Al igual que al resto del país, la noticia me impresionó y me entristeció. Hu Yaobang era un reformista y un dirigente de actitud abierta que simpatizaba con las protestas estudiantiles y, por tanto, era considerado como un amigo por los intelectuales y estudiantes chinos. Muchos creían que su afinidad con los estudiantes e intelectuales le había llevado a su caída del poder en 1987. Aquella noche, en el campus, nadie hablaba de otra cosa que no fuera la muerte de Hu Yaobang. De la noche a la mañana aparecieron carteles -tributos, artículos y poemas- en el Triángulo, un lugar que la universidad utilizaba normalmente para poner comunicados o anunciar la concesión de galardones. La mayoría de los artículos recordaban la integridad de Hu Yaobang y su contribución a la reforma. Muchos cuestionaban su injusta destitución e, implícitamente, el criterio de los dirigentes del Partido Comunista. Algunos lo llamaban el «Alma de China». A medida que se iban colocando más y más carteles durante el día, el 16 de abril, también aparecieron los llamamientos a la democracia y la libertad.

Por la tarde, el Triángulo estaba lleno de artículos, poemas y cartas abiertas. Una gran multitud se había reunido allí, la mayor parte para leer y reflexionar. Caminé a lo largo de los muros cubiertos de carteles y fui encontrando muchas cosas que leer.

«El camarada Hu Yaobang solía decir: "trabaja hasta morir y cuando mueras todo habrá terminado". Ahora está muerto nuestro querido amigo… Hu Yaobang nunca abusó de su poder ni buscó favores. Siempre se preocupó por la gente. Vivirá en nuestros corazones para siempre.»

«Hu Yaobang era un amigo de los estudiantes y un defensor de la educación… Pero actualmente nuestro gobierno gasta muchas divisas en coches lujosos importados de Japón o Alemania Occidental y pocas en educación… Éste es un momento crítico para la reforma. La reforma tiene que continuar.»

Seguí andando junto a la pared y leí:

«Han pasado setenta años desde el Movimiento del 4 de Mayo. Seguimos sin tener democracia ni libertad. El camarada Hu Yaobang tuvo que dimitir porque se apartó de la línea del partido y dio apoyo a los estudiantes… China necesita la democracia».

El Movimiento del 4 de Mayo de 1919 fue un movimiento universitario encabezado por los estudiantes que sentó la base de la cultura china moderna. Los estudiantes se echaron a las calles exigiendo un «Señor Democracia» y un «Señor Libertad» para China. Entonces mis coetáneos recordaban, lógicamente, el espíritu del 4 de Mayo y veían la muerte de Hu como una amenaza para la reforma y una pérdida para el proceso de modernización.

«Qué extraordinario -pensé yo- que la gente esté de luto y, al mismo tiempo, esperando que llegue el futuro.»

Finalmente, China -el gigante dormido- había despertado. La gente volvía a tomar el control. De pie en medio de la multitud, yo también me sentí poderosa.

Poco a poco la zona se fue llenando de centenares de estudiantes y, a medida que aumentaba el gentío, alguien empezó a gritar consignas. Como si estuvieran esperando aquella señal, la muchedumbre se llenó de entusiasmo y fuerte emoción. Algunos estudiantes pedían que el duelo se trasladara a la plaza de Tiananmen.

– Hagamos una corona.

– Y escribamos también unas pancartas.

Vinieron más estudiantes. La multitud empezó a reunir materiales para hacer pancartas. Algunos estudiantes repartieron brazaletes negros. Tomé uno y me lo puse en el brazo izquierdo.

La plaza de Tiananmen no era tan sólo el corazón de la China moderna, también era el lugar al que se desplazaba la gente siempre que había algún sentimiento popular que manifestar. Zhu Enlai, brazo derecho de Mao durante cincuenta años y primer ministro chino, había muerto a principios de 1976. También fue una persona que mostró compasión durante la Revolución Cultural, rescatando de los Guardias Rojos a muchos intelectuales y viejos revolucionarios. Para muchos chinos corrientes, Zhu Enlai era un sabio dirigente y un símbolo de humanidad. Muchos meses después de su fallecimiento, cuando se acercaba el 5 de abril, fecha del tradicional festival Qingming, o Festividad de los Muertos, cientos de miles de ciudadanos de Pekín desobedecieron la prohibición del gobierno de reunirse en la plaza de Tiananmen y llorar la muerte de Zhu.

Por primera vez en la historia de la China comunista, la gente había llegado a desafiar a los «héroes» caricaturescos, a aquellos que habían contribuido a fundar y dirigir la República. La gente llevó carteles, flores de papel blancas, panegíricos y poemas a la plaza de Tiananmen. Obreros, maestros, colegiales, intelectuales, soldados y ancianos colocaron coronas junto al monumento, formando capas que enterraron su base y alcanzaron casi los dos metros de altura. Otras muchas personas se quitaron las flores blancas de papel que llevaban en la chaqueta y las colocaron en los pinos y arbustos alrededor de la plaza. Al final, estas flores de papel blancas cubrieron los árboles y plantas de hoja perenne como si acabara de nevar en la plaza.

Yo tenía diez años, y recuerdo que observaba a mi madre y sus colegas mientras hacían una corona en nuestro salón. Todas las personas que había en la habitación llevaban un brazalete negro de luto; mi madre había hecho uno especialmente pequeño para que yo también lo llevara. Se habló muy poco. Los únicos sonidos eran los de las tijeras al cortar y el papel al doblarse. El vapor de las tazas de té caliente persistía en la atmósfera y daba calor a la estancia. Cuando terminaron la corona, mi madre se arrodilló y dijo:

– Wei, esta noche has ayudado mucho. Ahora es tarde. Deberías irte a la cama. Mamá tiene que llevar la corona a la plaza de Tiananmen.

Aquella noche las tropas de seguridad entraron en la plaza y quitaron todas las coronas. Cuando miles de personas acudieron a la mañana siguiente, sólo vieron los rotos pedazos que habían dejado. La ira se extendió por Pekín. Se llevaron más coronas, a pesar de que se bloquearon las entradas a la plaza. Se volcó una furgoneta de la policía que instaba a la gente a marcharse. El edificio de tres pisos de color gris que se utilizaba como Centro de Mando Unificado así como varios vehículos fueron incendiados. Por lo que supimos después, alrededor de las nueve de la noche, el primer secretario del Partido en Pekín, Wu De, habló por los altavoces y exhortó a la gente a que abandonara la plaza.

Muchos lo hicieron, pero cerca de un millar de personas se negó a irse. Tres horas más tarde se encendieron los reflectores y diez mil reservistas del ejército, así como tres mil policías irrumpieron en la plaza de Tiananmen y, blandiendo bastones y grandes palos, rodearon a los que allí quedaban. Innumerables personas fueron golpeadas y treinta y ocho, arrestadas.

Trece años después, al igual que mi madre antes que yo, acudí para permanecer bajo el Monumento a los Héroes del Pueblo. Había pedaleado durante más de dos horas con Chen Li y unos cuantos de sus compañeros de clase hacia la plaza de Tiananmen. Queríamos ver el luto público de Hu Yaobang con nuestros propios ojos y leer además los carteles que afloraban a millares. Aquel día, 19 de abril, más de cien mil estudiantes y ciudadanos se habían concentrado en la plaza de Tiananmen para llorar la muerte de Hu. Toda la base del monumento estaba cubierta de coronas y ramos de flores, junto con composiciones y poemas llorando a Hu y ensalzando la democracia y la libertad. En el centro mismo del monumento había un retrato gigantesco de Hu Yaobang y la pancarta proclamaba: «¿Adónde has ido? ¡El alma regresa!».

A medida que el infinito torrente de personas iba entrando en la plaza, las nuevas coronas tuvieron que pasarse por encima de las cabezas de la gente para ser colocadas en la base del monumento. Hubo algunos que leyeron poemas en voz alta; otros lloraban abiertamente. Cada vez se ponía de pie más gente para hablar en público llorando a Hu Yaobang, condenando la corrupción y exigiendo democracia. El público aplaudía y ovacionaba todos los discursos. Chen Li estaba muy excitado y aplaudía con todas sus fuerzas. Me contagió su entusiasmo y yo también empecé a proferir fuertes aclamaciones.

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