Al cabo de media hora de estar escuchando discursos, Chen Li y yo dimos la vuelta a la plaza y leímos los carteles. Unos cuantos artículos que ponían al descubierto la red de «Bandas Principescas» me llamaron la atención. Las Bandas Principescas estaban formadas por los hijos de funcionarios importantes y dirigentes del Partido que se servían de sus contactos para obtener buenos empleos, dinero y poder.
– No me extraña que haya enojo, mira cómo se han aprovechado del poder de sus padres -dijo Chen Li tras leer uno de los carteles. En aquella época, los gastos de la vida diaria se habían disparado para los chinos de a pie, la inflación era galopante y el abismo entre campo y ciudad, pobres y ricos, había aumentado de manera dramática.
– «En comparación, Hu Yaobang llevó una vida sencilla y se consagró al pueblo. ¡Pero ahora está muerto!» -leí en voz alta, sintiendo una profunda pena no solamente por la muerte de Hu, sino por lo que había representado: desinterés, honestidad y amor por su país.
La muerte de Hu Yaobang proporcionó al pueblo chino una oportunidad de expresar su dolor y su ira y la exigencia de un cambio, una voz que se había perdido cuando el gobierno aumentó el control de la prensa tras las manifestaciones estudiantiles de 1986.
Aquella tarde fui al Triángulo para leer los carteles nuevos. Mientras estaba allí, oí que la policía había dispersado a una multitud de diez mil personas, entre estudiantes que se manifestaban y espectadores, frente a Xinhuamen, una de las entradas al selecto complejo Zhongnanhai donde residen los dirigentes del Partido. Cuando los últimos centenares de estudiantes se negaron a marcharse, la policía los rodeó, tres o cuatro agentes por cada estudiante. Los golpearon y luego los arrastraron hasta unos autobuses que tenían aparcados en las cercanías.
Estaba a punto de abandonar el Triángulo, cerca de la medianoche, cuando varios estudiantes empezaron a distribuir unos panfletos con «la verdad sobre la tragedia del 20 de abril». Un estudiante que sujetaba un megáfono repetía una y otra vez a la multitud la historia de «la paliza a los estudiantes».
El sombrío humor que había en el Triángulo se convirtió en indignación. Aunque aquella noche yo estaba tan furiosa como cualquiera, me encontraba demasiado cansada para quedarme levantada. Había pasado el día en la plaza de Tiananmen y la tarde en el Triángulo y estaba agotada. Tomé el panfleto y abandoné el airado gentío.
A la mañana siguiente, en todo el campus aparecieron anuncios sobre un boicot. Los estudiantes se quedaron fuera de las salas de conferencia y de las aulas para persuadir a otros de que no entraran. Las palabras «Hoy huelga» estaban escritas en las pizarras de todo el campus. En cuestión de días, los estudiantes de treinta universidades e instituciones de educación superior de Pekín se habían declarado en huelga.
El funeral de Hu Yaobang iba a celebrarse en la Gran Sala del Pueblo, en el lado oeste de la plaza de Tiananmen, a las diez de la mañana del 22 de abril. Sólo iban a asistir dirigentes del Partido Comunista y funcionarios gubernamentales. Sin embargo, los cientos de miles de estudiantes que habían estado llorando la muerte de Hu querían presentarle sus respetos. Querían ver a su amigo por última vez.
La noche del 21 de abril, día en que regresó de Taiyuan, fui a cenar con Dong Yi. Después nos detuvimos en el Triángulo para leer los últimos carteles. El campus había empezado a prepararse para pasar la noche, cuando, de pronto, oímos gritos y cantos provenientes de la puerta este. La gente que había en el Triángulo empezó a correr. Algunos se subieron a las bicicletas de un salto y salieron lanzados hacia el lugar del que provenía el sonido.
– Dejad las bicicletas, corramos. Llegaremos más rápido -gritó Dong Yi.
Mientras corríamos para ver qué era aquel ruido, cada vez más fuerte, más estudiantes nos pasaron a toda velocidad en sus bicicletas. Las personas que estaban de pie a lo largo del camino también empezaron a correr.
– ¿Qué está pasando? -preguntó en voz alta uno de los estudiantes.
Habíamos llegado a la extensión de césped situada al este de la biblioteca cuando vi que una gran multitud avanzaba hacia nosotros. Al frente de la columna, una gran pancarta decía: «Universidad de Qinghua».
– ¡Qinghua, adelante! -gritaban-. ¿Dónde están nuestros compañeros de la Universidad de Pekín?
– ¡Democracia para China! ¡Libertad de expresión!
– ¡Cómo se atreven! -exclamó alguien entre la multitud que era entonces cada vez más numerosa frente a la biblioteca-. ¡ La Universidad de Pekín siempre va en cabeza!
Desde el Movimiento del 4 de Mayo de 1919, la Universidad de Pekín siempre ha estado orgullosa de su reputación de ser la cuna de la democracia y la libertad para China.
La noticia de que los estudiantes de la Universidad de Qinghua marchaban por el campus llamando a los estudiantes de la Universidad de Pekín para que participaran en el Movimiento a favor de la Democracia llegó a todos los rincones del campus. Miles de estudiantes de la Universidad de Pekín con pancartas y banderas de los distintos departamentos corrieron para encontrarse con las columnas de manifestantes de la Universidad de Qinghua.
– ¡Vamos a demostrarles quién es el líder del Movimiento Estudiantil! -gritó alguien al pasar por nuestro lado.
No tardaron en congregarse miles y miles de personas por el sendero principal que llevaba a la puerta sur, con las banderas ondeando y las pancartas en lo alto. Entonamos al unísono el himno nacional de China, «el pueblo chino ha llegado al momento más crítico…» y La Internacional Nuestros cantos resonaron entre los edificios y se elevaron hacia el cielo nocturno.
Más tarde también se sumaron estudiantes de otras universidades cercanas, como la Universidad Popular. Cuando el camino que conducía a la puerta sur estuvo hasta los topes de gente, decenas de miles de estudiantes salieron de la Universidad de Pekín hacia la plaza de Tiananmen. Dong Yi y yo saludamos con la mano y vitoreamos a nuestros compañeros estudiantes que marchaban por delante de nosotros. En una de las pancartas se leía «¡Larga vida a la democracia! ¡Larga vida a la libertad!». Otra decía «Llanto por el alma de China». Y otra «Castigad a los especuladores burocráticos». Las leí en voz alta, miré a Dong Yi y sonreí. Él me devolvió la sonrisa. Noté que el corazón me latía cada vez más fuerte y que estaba colorada; tanto fue el orgullo que sentí aquella noche.
Fuera, en las calles, los ciudadanos corrientes aclamaban a los estudiantes a su paso. Gritaban: «Larga vida a los estudiantes».
Aunque no quería abandonar la excitación de la Universidad de Pekín, aquella noche regresé al apartamento de mis padres tal como les había prometido. Cuando me levanté a la mañana siguiente, conecté el televisor para ver la retransmisión del funeral de Hu, que todos los canales emitían.
– Tienes que venir a ver esto -le dije a mi madre.
Debía de haber unos cien mil estudiantes sentados sobre las frías piedras delante de la Gran Sala del Pueblo, en la parte oeste de la plaza de Tiananmen. Había tres filas de policías armados sentados frente a frente con los manifestantes. La luz del sol se reflejaba en el Monumento a los Héroes del Pueblo y brillaba sobre los cuatro enormes caracteres, todos ellos de cuatro metros de alto y tres de ancho, que componían la palabra «dolor».
Desde una esquina de la plaza llegaba el sonido del himno nacional: «¡Construid otra Gran Muralla con nuestra carne y nuestra sangre! ¡China ha alcanzado un momento crítico! ¡Alzaos! ¡Alzaos!». Entonces se puso en pie la segunda oleada de estudiantes y continuaron el himno nacional. Después del himno vino La Internacional. «¡Arriba, parias de la tierra! ¡En pie, famélica legión!». Se izó la bandera nacional, que luego se arrió a media asta para rendir homenaje a Hu Yaobang.
Poco antes de las diez de la mañana, los altavoces que había en la plaza empezaron a transmitir en directo la ceremonia conmemorativa que tenía lugar en el interior, en tanto que todas las cadenas de televisión emitían la ceremonia oficial. Deng Xiaoping llegó a la Gran Sala y fue recibido por el secretario general del Partido Zhao Ziyang, el primer ministro Li Peng, hijo adoptivo del difunto Zhu Enlai, y otros de los miembros más antiguos del Partido. Zhao Ziyang pronunció el discurso conmemorativo en el que le faltó calificar a Hu Yaobang de «gran marxista» y, por tanto, héroe nacional, tal como habían sugerido su familia y algunos intelectuales destacados.
Al cabo de media hora, el funeral llegó a su fin. Los lujosos automóviles en los que viajaban los altos dirigentes del Partido se marcharon por detrás de las barreras de policía. Las cámaras se volvieron de nuevo hacia la plaza. La multitud de dolientes que allí había avanzó. Gritaban: «¡Queremos diálogo! ¡Queremos diálogo!». Unos cuantos representantes estudiantiles comenzaron a acercarse a la Gran Sala para presentar una petición. Mientras los estudiantes hablaban con el personal de la Gran Sala, los miles de dolientes de la plaza gritaba rítmicamente: «¡Que salga Li Peng! ¡Que salga Li Peng!».
«Qué irónica puede llegar a ser la historia», pensé al tiempo que miraba a mi madre, quien, trece años antes, había participado en el duelo público por el padre de Li Peng, el primer ministro Zhu Enlai, en la misma plaza.
En aquel momento apareció la imagen que llenó los ojos de lágrimas a todas las personas que había en la plaza y a los innumerables millones que estaban sentados en casa frente al televisor. Tres jóvenes se arrodillaron en los peldaños bajo las imponentes columnas de la Gran Sala sosteniendo una petición por encima de sus cabezas. La plaza se sumió en un repentino silencio y luego la multitud rompió en fuertes sollozos, como olas en un océano tormentoso.
Con las lágrimas rodando por sus mejillas, los jóvenes de la plaza les gritaban y chillaban a las tres diminutas figuras que había en los escalones de la Gran Sala: «¡Levantaos! ¡Levantaos! ¡Levantaos!».
– ¡Niños! -le gritó mi madre al aparato de televisión. Yo me quedé mirando fijamente la pantalla y se me obnubiló el pensamiento. De repente, las palabras parecían inadecuadas.
Los tres jóvenes no se movieron. Una escena que se había repetido durante dos mil años en China era interpretada, una vez más, a finales del siglo xx. Arrodillarse ante el emperador era el método por el cual los ciudadanos corrientes les suplicaban a sus gobernantes que recibieran sus quejas. Una acción semejante a menudo conllevaba la muerte del peticionario, pues disgustaba al emperador. A lo largo de la historia china, muchos de los valientes que habían osado realizar un acto como aquel habían perdido la vida. Ese día, mucha gente se preguntó si aquella generación de jóvenes chinos, al subir los peldaños de la Gran Sala, le estaba diciendo al mundo que estaba preparada para llevar a cabo un sacrificio similar.