Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Capítulo 19: Adios amor

«Cuando nos digamos adiós aquí, seré una hoja solitaria realizando un viaje de diez mil millas.»

Li Bai, siglo viii

El 5 de julio llegó el telegrama que cambió mi vida: «Tu pasaporte está listo para ir a recogerlo. Ven a casa cuanto antes. Mamá».

Eimin y yo estábamos en casa de sus padres, de modo que el telegrama se envió al padre de Eimin, el profesor Xu de la Universidad de Nanjing. El profesor Xu, que había tenido la gentileza de acogerme cuando necesitaba un refugio seguro, me compró un billete de tren de cama blanda. En aquella época había cuatro clases de billetes de tren: de pie, de asiento duro (de madera), de asiento blando (con almohadón) y de cama blanda, el equivalente a primera clase. Hasta entonces, los de cama blanda sólo se vendían a las personas con cierto rango en el Partido.

– Te molestarán menos en primera clase -dijo el padre de Eimin-. Un antiguo alumno tiró de algunos hilos por mí.

A la buena gente de la provincia le preocupaba poco las redadas de estudiantes; en lugar de eso, a ellos les interesaban juguetes para sus hijos, una buena cosecha, comida casera, cigarrillos, vino de arroz y poder hacerle un favor a un estimado profesor.

Eimin decidió pasar unos cuantos días más con sus padres; regresaría a Pekín más adelante.

Al día siguiente, cuando llegué a la estación de ferrocarril, me recibió una ajada pancarta que había colgada encima de la entrada: «¡Celebramos el 1 de julio acabando con los contrarrevolucionarios!». El 1 de julio era el aniversario del Partido Comunista Chino. La estación estaba llena de viajeros: gente que acarreaba grandes talegos, gente sentada o de pie en largas colas. Estaban esperando para poder subir al tren pronto y conseguir sitio para el equipaje o un lugar estratégico en el pasillo en el que sentarse o quedarse de pie. La gente iba de un lado para otro. Miles de mozos de labranza se dirigían a las ciudades a probar suerte.

Las llegadas y salidas se anunciaban a través de unos altavoces, cosa que empeoraba el nivel de ruido, ya cacofónico de por sí. Los padres les gritaban a los hijos que no se separasen. La gente vociferaba de un extremo a otro del andén y metía prisa a quienes tenían al lado. Los mendigos daban la lata para que les dieran alguna limosna. Siempre que pasaba un empleado del ferrocarril uniformado, la gente se abalanzaba hacia él como águilas atacando una presa.

El revisor pasó poco después de que el tren hubiera arrancado y le mostré el billete y el carné de identidad. Después de comer me acomodé para leer los periódicos que había traído, un diario local y el Diario del Pueblo. La mayoría de los artículos hablaba de las actividades para celebrar el aniversario del Partido, que aquel año parecía haber adquirido especial importancia. Unas páginas más adelante había noticias de más redadas de líderes estudiantiles e información sobre actos heroicos llevados a cabo por ciudadanos de a pie que habían desenmascarado a estudiantes que se escondían. Uno de los artículos se refería a «los valientes ciudadanos de Pekín, que reconstruyen la ciudad tras la destrucción que provocó la anarquía liderada por los estudiantes».

En uno de los editoriales, el periódico elogiaba la decisión del Partido de desposeer de sus puestos a los reformistas, como el secretario general del Partido Zhao Ziyang. Aquello no sorprendió a nadie. El comunicado oficial sobre la dimisión de Zhao sólo confirmó lo que ya se sabía. Al fin y al cabo, Zhao había hecho públicas las divisiones en el seno del Politburó para que todo el mundo lo viera, primero en su reunión con el líder soviético Gorbachov, en la cual había revelado que Deng Xiaoping estaba detrás de todas las decisiones importantes del gobierno, incluyendo las relacionadas con las manifestaciones estudiantiles, y luego cuando visitó a los estudiantes en huelga de hambre en la plaza de Tiananmen. Al igual que su predecesor Hu Yaobang, sus simpatías por los estudiantes y sus tendencias reformistas habían provocado su caída.

Llegué a la Estación Central de Pekín, todavía más abarrotada de gente y más caótica que la estación que había dejado. Para ir a casa tomé el autobús número 325. Mientras el vehículo zigzagueaba por la ciudad en dirección oeste, miré por la ventanilla y vi que Pekín había cambiado muy poco durante aquellos diez días que había estado fuera. La ley marcial aún estaba en vigor, los tenderetes continuaban cerrados a lo largo de las calles y también los mercados. No había ancianos jugando al ajedrez chino bajo los castaños y la gente se desplazaba en bicicleta y se ocupaba de sus asuntos con discreción. Los soldados del Ejército Popular de Liberación patrullaban las calles sosteniendo los fusiles de asalto cruzados ante el pecho. Daba toda la sensación de que Pekín era una ciudad asediada.

Al día siguiente tuve que volver a recorrer el mismo trayecto, esta vez en dirección contraria, desde el distrito oeste hacia el centro de la ciudad. Pedaleé durante dos horas hasta la calle Qianmen – la Calle de la Puerta Delantera – para recoger mi pasaporte. La oficina de pasaportes se encontraba a pocas manzanas de distancia de la plaza de Tiananmen. Allí había patrullas más numerosas del EPL y también más controles. En la puerta de la oficina de pasaportes me encontré con otras personas que esperaban a que abrieran después de comer. Charlamos sobre adónde teníamos previsto ir y qué estudiaríamos en el extranjero.

El gobierno había anunciado que a nadie que hubiera participado en el Movimiento se le permitiría salir de China. La nota colgada en la puerta decía que los pasaportes sólo se entregarían a aquellos que pudieran aportar pruebas de su «espíritu revolucionario» durante el Movimiento Estudiantil, «como cartas de sus jefes o del jefe de policía local».

Comprobé que llevara el sobre en el bolso. Era del jefe de personal de mi cuadrilla declarando que no estaba involucrada en el Movimiento. Puesto que mi expediente estaba «colgado» en la oficina de mi padre, un amigo suyo había firmado la carta. Podría parecer que sorteaba los requisitos del gobierno con facilidad, pero sabía que en realidad estaba poniendo en peligro tanto a mi padre como a su amigo porque si más adelante, aun después de haber salido de China, el gobierno descubría mi participación en el Movimiento, podría castigar al autor de aquella carta y a quienes estuvieran relacionados con ella.

No creía que todo el mundo tuviera mi buena fortuna, que toda la gente que estaba allí contara con un familiar en disposición de ayudar. Pero todos los que estábamos allí aquel día debíamos de llevar encima una carta parecida. ¿Quiénes eran los autores? Tenían que haber sabido los riesgos que corrían.

Mientras esperábamos los pasaportes y hablábamos de nuestro futuro apoyados en las bicicletas en la grata sombra, pasó por allí una patrulla del EPL.

De pronto oímos un fuerte estallido.

Dejé caer la bicicleta y me tiré al suelo.

Transcurrió un largo y silencioso minuto.

– ¿Le han disparado a alguien? -preguntó una voz, sin que nadie respondiese.

Todos nos quedamos tumbados en el suelo unos minutos más. La calle parecía estar en calma. Como transcurrido un rato no ocurrió nada más, la gente empezó a levantarse poco a poco; todos echaron un vistazo a su alrededor e intercambiaron unas palabras unos con otros. Las bicicletas volvieron a ponerse en marcha. Fluyó el tráfico.

– No ha sido más que el reventón de un neumático -oí que explicaba alguien.

Levanté la bicicleta, comprobé que siguiera funcionando bien y esperé a que se me normalizara el pulso y se me apaciguase la respiración. Nos reímos aliviados. Sabíamos que durante la ley marcial las tropas habían disparado a la gente en las calles. Un par de días antes mi madre había ido a visitar a un amigo y éste le dijo que algunos estudiantes de su universidad habían gritado consignas mientras pasaba un camión militar. Unos minutos más tarde, el camión regresó y los soldados abrieron fuego. Los disparos hicieron añicos todas las ventanas de un lado de la sala de conferencias, pero por fortuna nadie resultó herido.

– La declaración escrita.

La mujer que me la pedía, al otro lado de la pequeña ventanilla situada por encima de mi cabeza, denotaba aburrimiento en su voz. Levanté la mano y deposité la carta en la ventanilla. No veía la expresión en el rostro de la mujer.

Parecía que estaba leyendo la carta. Entonces se levantó haciendo mucho ruido con la silla y se alejó.

– Está todo bien -dijo al regresar.

Me tendió el pasaporte. Inmediatamente metí en el bolso lo que parecía ser un folleto de color marrón oscuro y regresé a casa tan deprisa como pude.

Una radiante mañana de verano al cabo de tres días recibí un visado de estudiante para Estados Unidos. Cuando salía de la embajada norteamericana, caí por fin en la cuenta de que en mi mano tenía el pasaje hacia una nueva vida.

Mis padres pidieron dinero prestado para pagarme el billete de ida a Estados Unidos a finales de agosto. Pasé la mayor parte de las semanas que me quedaban de estancia en China despidiéndome de amigos y profesores y preparándome para aquel nuevo y desconocido mundo al que me iba. Un día me encontré con Qing, la más antigua de mis amigas, para ir a tomar un helado. Desde la ventana del establecimiento veíamos a un soldado muy bien armado que vigilaba el cruce.

– ¿Vamos y le hacemos muecas? -preguntó Qing, siempre temeraria.

– ¿Para que nos dispare? -repliqué.

– Así no me dejarás y no te marcharás a Estados Unidos -dijo haciendo una mueca dirigida a mí; me reí con ella.

– Prometo mantenerme en contacto contigo -repuse, y le di un abrazo a mi querida amiga.

Eimin y yo volvimos a trasladarnos a la Universidad de Pekín durante el corto lapso de tiempo que transcurrió entre su regreso de su ciudad natal y mi partida hacia Estados Unidos. La universidad era entonces un lugar muy distinto. El campus se había convertido en una fortaleza llena de fantasmas. Los estudiantes se habían marchado en su mayoría durante las vacaciones de verano o se habían ido sin más. Dong Yi aún no había regresado y, a medida que se aproximaba el día de mi partida, me inquietaba cada vez más por él. Empecé a ir a su residencia con regularidad, con la esperanza de que abriera la puerta y dijera: «Acabo de llegar. Aún no he tenido tiempo para ir a buscarte». Comencé a escribir cartas que no sabía adónde enviar. Había tantas cosas que quería decirle, tantas cosas que no nos habíamos dicho porque estábamos ocupados marchando, manifestándonos, deteniendo tanques y escondiéndonos… Pensamos que tendríamos tiempo, creímos que las palabras podían esperar, pero ahora el tiempo se agotaba. Y empecé a temer que no volvería a ver más a Dong Yi.

72
{"b":"98643","o":1}