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Capítulo 23: Conclusión

«Nubes que se dispersan, emociones de un niño desarraigado, el crepúsculo, el amor de un viejo amigo.»

Li Bai, siglo viii

Noviembre de 1997, ciudad de Nueva York.

Volví a mirar el reloj. Eran las tres de la tarde. Fui cambiando los canales del televisor. La calefacción estaba alta, tal como me gustaba. Me levanté y anduve hacia la ventana: dieciocho pisos más abajo, el tráfico en Park Avenue era denso pero fluido.

Retrocedí, me senté en la cama, volví a cambiar los canales. Miré el reloj: las tres y cinco.

«Es irónico -pensé- que haya esperado tanto tiempo para ver a Dong Yi y que ahora, cuando estoy a punto de verle, no pueda soportar un minuto más de espera.»

Había pasado más de un año desde mi regreso de China. Durante ese tiempo quise llamar a Dong Yi en muchas ocasiones. Había sacado el número de teléfono del cajón superior de la mesilla de noche sólo para volverlo a guardar. Por razones que no podía explicar, no llamaba. Muchas veces me sentaba en el borde de la cama preguntándome por qué nunca se había puesto en contacto conmigo. Tal vez tuviera algo que ver en ello el hecho de que me casara con Eimin. Quizá estuviera más relacionado con su propia vida, su hija y su matrimonio. Ni siquiera estaba segura de que quisiera que lo llamara.

Me sentí aliviada al saber que Dong Yi había abandonado China sano y salvo y que estaba trabajando en uno de los laboratorios más famosos del mundo. Me alegré mucho por él y no sabía si debía inmiscuirme en la felicidad de su existencia.Y entonces la vida se volvió muy ajetreada. Las clases empezaban en septiembre, terminaban en Navidad y se reanudaban en enero. Cuando no estaba dando clases, asistía a conferencias o viajaba a Centroamérica y Europa. En septiembre de 1997, mi hermana, que había estado trabajando en Pekín para una asesoría norteamericana, aceptó un trabajo en la ciudad de Nueva York y se trasladó allí con su marido, quien estaba a punto de empezar un master en administración de empresas en la Universidad de Columbia.

Una compañera de trabajo y yo, tras un año de perseverancia, habíamos convencido a un gran banco de la ciudad de Nueva York para que nos dejara entrevistar a sus empleados para un proyecto de investigación. Estaba muy entusiasmada con aquella oportunidad, pues significaba que podría pasar el fin de semana con mi hermana. Cuando llegué a mi despacho a la mañana siguiente llamé a Dong Yi. Entonces tenía una excusa, pues iba a estar cerca de él durante unos días.

Un norteamericano descolgó el teléfono.

– Un minuto -dijo, y oí que llamaba-: Es para ti, Dong Yi.

– ¿Diga?

– ¿DongYi?

– Sí, soy yo -dijo con un pronunciado acento chino.

– Soy Wei -dije en chino.

– ¿Cómo estás? -exclamó con gran alegría.

– Bien. ¿Y tú?

– Bien.

– Tu prima me dio tu número.

– Lo sé. Me lo dijo. Pero eso fue el año pasado, ¿no?

– He estado ocupada. Ya sabes cómo son las cosas -contesté incómoda.

– Sí. Yo también tenía intención de llamarte. Mi prima me envió tu tarjeta. Pero ha habido mucho trabajo aquí en el laboratorio.

Su voz sonaba igualmente incómoda.

– Claro -dije. Me pregunté si habría mirado mi número con tanta frecuencia como yo había mirado el suyo… y no había llamado-. ¿Así qué? ¿Cómo estás? -le pregunté.

– Bien, atareado. ¿Y tú? Sé que ahora eres profesora y te has cambiado el nombre.

– Sí, lo hice cuando me volví a casar. ¿Y tú qué haces ahora? ¿Eres catedrático o algo parecido? -pregunté. No tenía ni idea de cómo funcionaba un laboratorio de física.

– Soy investigador adjunto aquí -respondió Dong Yi. Parecía feliz.

Hice una pausa.

– Bueno, escucha. Voy a ir a Nueva York por cuestiones de trabajo. Pensaba que tal vez podríamos vernos.

– ¿Cuándo vendrás?

– Dentro de tres semanas. Llego el martes y terminaré el trabajo el jueves a mediodía.

– Tres semanas. Déjame comprobarlo. Sí, el jueves me va bien. Puedo ir en coche hasta Manhattan.

– Estupendo. ¿Estás seguro de que no es demasiado lejos para ir en coche?

– No hay problema.

– Será fabuloso verte. Ha pasado mucho tiempo -dije emocionada.

– Sí. Será fabuloso. Hablaremos entonces.

– Sí, hasta entonces.

Le di las señas del hotel y nos despedimos.

Colgué el teléfono, sonreí y fui a buscar un poco de café. Fui dando brincos por el pasillo y bajé las escaleras a la carrera.

Sonó el teléfono. Alargué la mano para contestar.

– Señora, ha llegado su invitado -anunció la recepcionista del hotel con un acento francés seductoramente dulce.

– Por favor, dígale que bajo en seguida.

– Sí, señora.

Tomé el bolso, me puse el abrigo y me detuve frente al espejo. Me pasé los dedos por el cabello, me empolvé un poco la cara y volví a pintarme los labios. Eché un último vistazo al espejo, me satisfizo lo que vi y abandoné la habitación.

Hacía casi una década que no veía a Dong Yi. Durante aquellos años, él había llevado una existencia entre gente a quien yo no conocía, en tanto que yo vivía con su recuerdo de juventud. Me preguntaba qué recordaba de mí. No sabía si continuaríamos la conversación iniciada una noche sin luna en el lago de Weiming y cruelmente interrumpida. No sabía si en realidad había algo que continuar.

En el ascensor, noté que el corazón me latía con la misma rapidez con la que un conejo atraviesa un campo. Me volví a mirar en el espejo y me retoqué el pelo. Mientras lo hacía me pregunté qué aspecto tendría entonces Dong Yi. Y me pregunté si me reconocería en seguida.

En el vestíbulo no había nadie más aparte de él.

Primero vi el dorso de un abrigo de plumón de color beige y luego lo vi dirigirse hacia el sofá e inclinarse para contemplar una copia de un jarrón Ming que había sobre la mesita auxiliar. Luego volvió a acercarse al gran centro floral y se quedó de pie en medio del vestíbulo.

– Dong Yi -lo llamé.

Se volvió. A su espalda, las flores eran de todos los colores del arco iris.

Dong Yi había envejecido. Se le estaba cayendo el pelo y tenía entradas. Había bolsas bajo sus ojos y arrugas en su rostro. Los labios, que mostraban unas cuantas grietas, estaban embadurnados de protector labial.

– Wei, estás estupenda.

Me sonrió y se quitó el protector labial a toda prisa.

Nos dimos la mano. No sabía qué decir. De pronto me di cuenta de que había estado esperando a una persona distinta, que la imagen que tenía en la cabeza no era sino una imagen congelada en el tiempo y, como hacía tanto que me aferraba a ella, se había convertido en algo más real que la figura de carne y hueso que veía en aquellos momentos.

– Lamento el retraso. Me perdí y, a causa de todas estas calles de sentido único, me costó mucho volver atrás.

Hablaba con la misma timidez que yo recordaba.

– ¿Dónde tienes el coche? El mozo puede bajarlo al garaje.

– No hace falta. No sabía que aquí había un garaje. Lo he dejado en un aparcamiento de la calle Sesenta y dos.

– ¿Tienes apetito? He pensado que podríamos comer juntos. Espero que no hayas comido.

Noté que me costaba mucho intentar que los dos estuviéramos cómodos.

– No. Comer estará bien.

– No conozco demasiado la zona. Mi compañera de trabajo y yo hemos estado en Vong, un restaurante francotailandés que está muy bien, pero se encuentra a unas cuantas manzanas de aquí. O podríamos ir al restaurante japonés que hay al otro lado de la calle. ¿Te gusta el sushi? Si no, también tienen sopa de fideos, parrilladas…

– El japonés me vale. Me gusta el sushi. No lo como muy a menudo, es muy caro -dijo un poco avergonzado.

Advertí que las mangas del abrigo estaban gastadas. Quizá no había tenido una vida fácil. Sabía que los investigadores no cobran grandes salarios, ni siquiera en los laboratorios más distinguidos.

– Yo no he estado nunca, así que no sé cómo estará la comida. Pero si no eres quisquilloso…

– No. No soy quisquilloso -me aseguró.

De modo que cruzamos la calle. Hacía frío y el viento soplaba con fuerza.

– Parece que va a nevar pronto -dije mirando el cielo gris.

El restaurante tenía unos grandes paneles de color negro, mesas y sillas del mismo color y una tenue iluminación. No muy lejos de nosotros había otros dos clientes en una mesa.

– Y dime, ¿por qué no me escribiste? ¿No recibiste mis cartas? -le pregunté mientras él consultaba el menú.

– Regresé a la Universidad de Pekín en septiembre. Me entregaron dos cartas tuyas. En una me hablabas de tu matrimonio y en la otra…, lo he olvidado.

– Son las únicas que escribí.

– Yo no escribí en mucho tiempo ni a ti ni a nadie, estaba muy deprimido. Pero tener a mi hija fue maravilloso. Ella me animó de verdad.

Lo miré.

– Te escribí cuando llegué a Rochester -prosiguió, pero no recibí respuesta. Supongo que te habías mudado.

– Me marché de Virginia al cabo de un año y, tal como te dije por teléfono, fui a Carnegie Mellon para hacer el doctorado.

– Supongo que podía haber escrito a tu madre para que me diera tu dirección; sé que debería haberlo hecho -reflexionó.

– Ahora ya no importa -repliqué.

– Las autoridades de la Universidad de Pekín tardaron un par de meses en decidir que en realidad no podían dejarme continuar siendo un estudiante de doctorado -explicó Dong Yi tras una pausa-. Dijeron que era demasiado activo en el Movimiento Estudiantil, de modo que regresé a Shanxi.

– ¿Te sacaste el master al menos?

– Sí, eso sí. Mi antiguo profesor de la Universidad de Shanxi me inscribió como su alumno de doctorado, más que nada para que tuviera un lugar donde colgar mi expediente. Ayudé dando clases en algunos de sus cursos. Al final tardé casi dos años en abandonar China.

El camarero trajo té verde japonés. Rodeé la delicada taza con las manos e inhalé profundamente el aroma, tanto para romper con la incomodidad de nuestra conversación como para disfrutar del té.

– ¿Qué pasó entre Eimin y tú?

– Nos divorciamos, pero el matrimonio ya se había ido al garete mucho antes. Debería haberte escuchado. En cualquier caso, no tardé mucho en darme cuenta de que había cometido un error, pero sí tardé en corregirlo. Él se ha vuelto a casar, sigue viviendo en Virginia. Supe que acaban de tener un hijo.

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