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– ¿Saben ya lo que van a comer? -preguntó el camarero.

Miré a Dong Yi. Él asintió con la cabeza.

Después de pedir lo que queríamos, Dong Yi se inclinó hacia mí por encima de la mesa.

– Y tu marido, ¿es norteamericano?

– No, es europeo. Nos conocimos en el curso de posgrado.

– ¿Eres feliz? -me preguntó Dong Yi de repente.

Lo dijo como si la conversación que acabábamos de tener no fueran más que tonterías sin importancia. Me di cuenta de que era aquello lo único que quería preguntar, el motivo por el que había venido a verme aquel día.

Aun así, su pregunta me pilló por sorpresa, así que me quedé mirándolo sin decir nada. Él no desvió la mirada; lo decía en serio. En aquel momento, todos mis sentimientos del pasado revivieron y fluyeron por mi cuerpo, ahogándome en tanto dolor que quise llorar. «¿Dónde estabas tú cuando necesitaba que me hicieras esta misma pregunta? -pensé-. ¿Qué derecho tienes ahora a preguntarme acerca de mi felicidad?»

– Sí, mucho -respondí-. Por fin he encontrado a alguien a quien amar y que me ama a mí.

Y una vez me hubo hecho la pregunta, no vi motivo por el que yo no debiera preguntarle lo mismo.

– ¿Y tú?

– Ahora tengo dos hijas. La pequeña pronto cumplirá dos años. Nació aquí, de modo que es ciudadana norteamericana -expuso en tono calmado.

– ¿Cómo te va el trabajo?

Cambié de tema porque no quería presionarlo. Entonces no había ninguna necesidad. Ya habíamos soportado bastante los dos.

– Bien. El sueldo no es muy bueno, pero me gusta lo que hago.

– ¿Cómo está Lan? ¿Qué dijo cuando le dijiste que venías a verme?

– Está en casa con las niñas. Y no, no se lo he dicho. No puedo decírselo. En realidad no puedo siquiera mencionar tu nombre.

– ¿Por qué? Han pasado muchos años.

– Bueno, tú no conoces a Lan. No puedo ni mirar a otra mujer por unos momentos.

– Bromeas.

– No. Y todo por ti. No digo que sea culpa tuya. No quiero decir eso. Siempre que discutíamos por estas cosas acababa desviando la conversación hacia ti. Lo hice una vez, ¿por qué no iba a hacerlo otra?

– ¿Lo hiciste?

– No.

Dong Yi parecía estar triste. No sabía cómo animarlo. Así pues, me alegré cuando decidió cambiar de tema y dijo:

– ¿Sabes que Ning vive a unos treinta minutos de mi casa?

– No, no lo sabía.

Había perdido el contacto con Ning hacía algunos años. Yo acababa de trasladarme a Pittsburgh e intentaba poner mi vida en orden cuando se caso y desapareció en su propio mundo doméstico.

– El año pasado aceptó un trabajo en Allied Signal. Tiene un hijo.

– ¿Lo ves a menudo?

– No. En realidad ya no tenemos muchas cosas de las que hablar. Él nunca menciona el pasado, no sé por qué. Tampoco podemos hablar de su trabajo, dice que no es profesional.

– ¿A qué se dedica?

– Es ingeniero.

– ¿Y por qué no puede hablar de ello? ¡Ni que trabajara para la CIA!

– Me da la impresión de que ya no lo comprendo -dijo Dong Yi con tristeza.

– Desde que dejamos China, el pasado es lo único que nos une -dije-. ¿Recuerdas las excursiones que hacíamos por el Jardín del Bambú Púrpura? Para mí, los años que compartimos en la Universidad de Pekín fueron unos de los más maravillosos de mi vida.

– Me alegro de que todavía pienses así. Allí donde yo estoy, hay mucha gente que parece querer cortar con el pasado, no solamente Ning. Se supone que sólo tienes que mirar hacia delante y encajar.

Nos comimos los dos últimos rollitos California y compartimos impresiones de nuestras visitas de regreso a China; entonces Dong Yi dijo de pronto:

– ¡Ah! Liu Gang también está aquí.

– ¿Cómo aquí?

– Está en Nueva York, haciendo un master.

– Pero pensaba que estaba en la cárcel…

– Lo estaba. El año pasado lo soltaron para que recibiera tratamiento médico. Pero se escapó.

– ¿Qué quieres decir con que se escapó?

– Gracias al movimiento clandestino. Al parecer sigue operativo.

Los dos sonreímos.

– ¿Cómo está?

– Se ha recuperado bien. Sufrió mucho en la cárcel, como puedes imaginar.

Dong Yi estaba mucho más relajado entonces. Yo también. Me alegraba de que me hubiera hecho esa pregunta sobre mi felicidad. Y me alegraba de haber respondido como lo había hecho. Entonces tuve la sensación de que habíamos roto el hielo, para descubrir, con deleite, que bajo él fluía el agua caliente. Miré al hombre que estaba sentado ante mí, que aparentaba más edad de la que en realidad tenía y, en muchos sentidos, era irreconocible. Pero yo aún sentía una estrecha conexión con él, con su pensamiento y sus emociones. Me alegraba de que no se hubiese roto el vínculo que había entre nosotros, de que pudiera seguir existiendo de otra forma, de que pudiéramos ser amigos.

– Salgamos de aquí -dije-. No tienes que volver en seguida, ¿no?

Dong Yi miró el reloj.

– No, tengo tiempo.

– Vayamos a Central Park -propuse.

Le hice señas al camarero para que nos trajera la cuenta.

– No, pago yo. Guarda el dinero -dije.

Dong Yi pareció avergonzarse.

– Puedo pagar mi propia comida, ¿sabes?

– Ya sé que puedes, pero me gustaría invitarte -repliqué-. Tú puedes pagar los cafés. Pasaremos por Starbucks de camino.

Dong Yi sonrió. Pagué y salimos del restaurante.

Al cabo de veinte minutos caminábamos por la Quinta Avenida con dos vasos de Starbucks en las manos. Yo llevaba puesto mi gran sombrero de piel sintética y el olor de la nieve persistía en el aire. Eran más o menos las cinco de la tarde. En la puerta de Bergdorf Goodman había un voluntario que tocaba unas campanas y recogía dinero para el Ejército de Salvación. Al otro lado de la calle, FAO Schwarz ya estaba decorado para Navidad, con juguetes más grandes de lo normal que se movían en los escaparates. Riadas de compradores entraban y salían con grandes bolsas. Daba la sensación de que cada año las compras navideñas empezaban antes.

Taxis y limusinas se detenían en el Hotel Plaza. De ellos salían turistas, hombres de negocios con trajes oscuros y damas envueltas en pieles Fendi y calzadas con zapatos de tacón de aguja Manolo Blahnik.

– ¿Quieren dar una vuelta en carruaje? Es muy romántico -preguntó el conductor de uno de los coches de caballos que había a la entrada del parque.

– No, gracias -contesté. Era ya demasiado tarde para el romance, pero, por fortuna, no lo era para una larga y duradera amistad.

Entramos en Central Park. El aroma a cebollas que llegaba del puesto de perritos calientes era delicioso aun después de todo lo que acabábamos de comer.

Pagamos tres dólares cada uno y fuimos al zoo. Era muy pequeño y no había mucho que ver, de modo que salimos pronto.

– ¿Alguna vez venís aquí? Apuesto a que a las niñas les encantaría.

– No, no venimos mucho. Y si lo hacemos vamos a Chinatown.

En la distancia sonaba una música navideña. Unos diminutos copos de nieve empezaron a caer del cielo con lentitud y delicadeza.

– ¿Alguna vez te imaginaste que un día estaríamos paseando por aquí?

– No -contestó Dong Yi.

– Yo tampoco.

Pasamos junto al cobertizo de las barcas y el Great Lawn y nos encaminamos colina arriba. Y allí estaba, el lago, como un espejo en el fondo de un cristal mientras las luces de los rascacielos brillaban intensamente a nuestro alrededor, en lo alto.

– ¿No te parece un lugar hermoso? -dije al tiempo que me volvía hacia Dong Yi y sonreía.

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