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Aquella noche, cada vez que miré a Eimin lo vi con una sonrisa de triunfo. Sus amigos, muchos de los cuales seguían solteros, lo envidiaban. Me acordé de que, en una de las raras ocasiones en las que se sinceraba, me contó que cuando terminó el posgrado en la Universidad de Edimburgo había intentado, sin éxito, encontrar trabajo en el Reino Unido o en Estados Unidos. Se sentía inferior porque, a diferencia de la mayoría de sus amigos, no había conseguido quedarse en Occidente. Pero ahora todo había cambiado.

Al mirar a Eimin, las palabras de Dong Yi volvieron a mi pensamiento: «Eimin no es tu felicidad».

¿Por qué había tardado tanto en darme cuenta?

Cuando todo el mundo se hubo marchado, Eimin y yo nos sentamos en el suelo con nuestro anfitrión y vimos unas cintas de vídeo con reportajes de los informativos occidentales sobre la masacre de Tiananmen.

– En China no hay oportunidad de ver nada de esto -dijo Wang Baoyuan en tono confidencial.

En Pekín había oído hablar de la matanza. Mis amigos y testigos presenciales me lo habían contado. Pero no había visto ninguna imagen de las muertes tal como ocurrieron realmente: los cuerpos aplastados y las calles ensangrentadas llenas de cadáveres. No vi aquellas imágenes hasta que llegué a Estados Unidos; y hablaban del horror y el dolor de un modo tan profundo que lloré igual que había llorado la primera vez que oí hablar de la carnicería que se produjo la fresca mañana del 4 de junio, cuando escuché el relato del acongojado doctor y vi cómo bajaban del camión el cadáver del estudiante o cuando cogí el casquillo de bala de la mano de Dong Yi. Desde entonces había visto con frecuencia las famosas secuencias del joven que se cruza una y otra vez en el camino de la fila de tanques. Y siempre que las veía pensaba en Chen Li y en lo que le había ocurrido.

– ¿Vosotros participasteis? -preguntó Wang Baoyuan.

– Sí, claro -respondió Eimin con orgullo-. Fuimos muchas veces a la plaza.

– Tal vez os veáis aquí -dijo Wang Baoyuan, al parecer impresionado.

Fijé la mirada en la pantalla del televisor, pero mi pensamiento estaba en otro lado, en la noche que Dong Yi me había contado lo de la chica moribunda en sus brazos en la calle Muxudi, el casquillo de bala en la palma de su mano mientras me lo explicaba y su voz diciendo «Nunca lo olvidaré». Me pregunté dónde estaría Dong Yi en aquellos momentos. El año estaba a punto de terminar y uno nuevo, 1990, iba a comenzar. Me pregunté qué haría en el año nuevo y en la nueva década.

Al cabo de tres días fuimos al baile de Nochevieja organizado por la Asociación de Estudiantes y Becarios Chinos de Boston. Eimin se sentó en la mesa con sus amigos, sonriendo y charlando. Yo tuve muchas solicitudes y bailé sin parar. Pero, si bien daba vueltas por el salón de baile, mi cabeza y mi corazón estaban en otra parte. Aquella noche, la única realidad para mí era otra noche, una noche sin luna a orillas del lago Weiming cuando el tiempo pasaba y no había dicho cómo me sentía cuando tuve la oportunidad.

«¡Qué joven soy! -pensé mientras bailaba-. ¿Cuántos años de vida junto a Eimin tengo por delante?» Sentí el futuro como un peso que se me venía encima, aplastándome. Tuve la sensación de que me estaba muriendo.

En cuanto regresamos a la Universidad de William y Mary empecé a presentar solicitudes para cursos de doctorado en otros lugares. Aunque todavía me quedaba por cursar un año del master en psicología, decidí cambiar. Tenía que marcharme de allí. En marzo de 1990 me aceptaron en la Universidad Carnegie Mellon para un curso de doctorado en empresariales, y en mayo me trasladé a Pittsburgh.

Eimin había encontrado trabajo en Virginia y no tuvo ningún inconveniente en que me marchara. Fuimos tan educados y razonables como dos amigos diciéndose adiós. Una de mis últimas noches en Virginia estábamos viendo la televisión en nuestro pequeño apartamento. Casi todas mis cosas se hallaban ya metidas en maletas y cajas. De pronto dieron una información de última hora según la cual Chai Ling había conseguido huir a París, donde apareció ante los medios de comunicación. A raíz de las drásticas medidas adoptadas por el gobierno contra los activistas del Movimiento Democrático Estudiantil, Chai Ling y su marido habían pasado a la clandestinidad. Durante el año siguiente se las habían arreglado para eludir al gobierno chino trasladándose de una provincia a otra, escondidos por ciudadanos que simpatizaban con la causa.

Tres días después, Chai Ling y su marido llegaron a Estados Unidos. En Washington DC habían organizado una concentración de bienvenida.

Me detuve allí de camino a Pittsburgh. En el parque se había dispuesto un podio bajo una enorme pancarta que proclamaba: «¡Bienvenida a Estados Unidos, Chai Ling!». Más de un millar de estudiantes chinos y partidarios se habían congregado para recibirla.

Mientras esperaba con toda la demás gente a que ella apareciera, aspiré el agradable aroma de la hierba y los árboles. Durante el último año me había sentido como un pequeño bote empujado hacia el mar, a la deriva, sin ancla ni destino. Echaba de menos los días en que mi vida tenía miras más elevadas -cuando me sentí parte de la lucha por un mañana mejor para China- y anhelaba compartirlas con personas a la que respetaba, gente de mi generación. Allí de pie bajo el sol brillante, rodeada por mil personas chinas de ideas afines, volví a tener aquella sensación de unidad, aquella sensación de tener un objetivo. Eché un vistazo a mi alrededor; allí, el aire, la tierra y el cielo, todo parecía tranquilo y en orden, y nada podía perturbarlo. Allí no había peligros, nada que tuviera que temer nadie. ¡Cuánto nos habíamos alejado todos de aquellos días en China!

Entonces vi a Chai Ling, una frágil figura rodeada de un grupo de gente. Llevaba un vestido floreado y el cabello, recogido detrás, más largo de lo que nunca se lo había visto.

Una señora norteamericana se acercó al micrófono para presentar a Chai Ling.

– Señoras y señores, partidarios del Movimiento por la Democracia en China, estamos aquí para dar la bienvenida a una mujer valiente y joven cuya lucha simboliza el coraje del pueblo chino. -Para los medios de comunicación que se habían reunido en primera fila, continuó diciendo-: Chai Li fue una de las más famosas dirigentes estudiantiles del Movimiento Democrático de 1989 en China. Fue comandante en jefe en la plaza de Tiananmen y uno de los líderes del Movimiento más buscados por el gobierno chino. Después de la sangrienta represión del 4 de junio se vio obligada a esconderse. Tras un largo año en la clandestinidad, Chai Ling y su marido, Feng Congde, escaparon por fin de China. -Hizo un gesto hacia Chai Ling y añadió-: Y ahora estoy encantada de presentarles a la candidata al premio Nobel de la paz, la señora Chai Ling.

La multitud prorrumpió en un fuerte aplauso. Ella se acercó despacio al micrófono, una figura visiblemente frágil. Empezó a hablar con aquella voz aguda que yo conocía tan bien, pero su voz era tan débil que apenas oía el final de sus frases. Sabiendo cómo era antes, me di cuenta de que no estaba bien. No tenía color en la piel y había adelgazado demasiado. Sólo podía hacer conjeturas sobre cuáles fueron las condiciones y las presiones diarias bajo las que tuvo que vivir durante el último año.

– Gracias por venir. Agradezco vuestro apoyo.

Chai Ling habló brevemente sobre el 4 de junio, el Movimiento Estudiantil y el año que había pasado en la clandestinidad. Dio las gracias a aquellos que habían arriesgado su vida para ayudarla durante los días aciagos en la sombra. Pero su discurso fue corto. Desde donde yo me encontraba, a unos cien metros del podio, veía con claridad que mi amiga estaba exhausta.

Su marido también dio las gracias a los asistentes por su apoyo, pero no hizo ninguna alocución. Entonces volvió a acercarse al micrófono la señora rubia.

– Chai Ling está muy cansada. Todavía se está recuperando de su terrible experiencia en China.

Había esperado poder hablar con ella o al menos saludarla, por lo que me llevé una decepción cuando se la llevaron de allí a toda prisa. Aquel mismo año, 1990, Chai Ling volvió a ser nominada para el premio Nobel de la paz. En 1992, Feng Congde y ella se divorciaron; alegaron que el año pasado en la clandestinidad y las tensiones que había provocado en su relación eran la razón del fracaso de su matrimonio.

Pittsburgh cumplió la promesa de un nuevo y feliz comienzo. Me encantaba mi nuevo curso y mis profesores eran sumamente amables y alentadores. Al principio viajé varias veces a Virginia para tratar de arreglar las cosas con Eimin. Pero en cada ocasión que nos veíamos, la ternura que quedaba en nuestra relación se esfumaba y no tardó en quedarnos claro a ambos que aquel matrimonio ya no tenía arreglo. Nos divorciamos.

En 1994 acabé el curso de posgrado y me convertí en profesora de administración de empresas en la Universidad de Minessota. Y durante todo este tiempo nunca dejé de pensar en Dong Yi. Con frecuencia me preguntaba dónde estaría y por qué no se había puesto en contacto conmigo. Pero, poco a poco, mientras mi vida tomaba un nuevo rumbo, estas ideas aparecieron cada vez con menos asiduidad. Mis pensamientos hacia Dong Yi se fueron haciendo de modo gradual más abstractos, como las ideas sacadas de un libro o las conversaciones recordadas a medias sobre oportunidades perdidas y la indefectibilidad de las cosas. Mi vida en China retrocedía cada vez más hacia un segundo plano, para convertirse en algo que había sucedido hacía mucho tiempo en una tierra lejana. La realidad diaria era mi integración en la sociedad norteamericana y el comienzo de una carrera académica exitosa. Un nuevo mundo se abría ante mí poco a poco y encontré un círculo de amigos, gente de todo el mundo, de cuya compañía disfrutaba. A través de un amigo italiano, conocí al hombre que se convirtió en mi segundo marido. Nos casamos en 1995.

En la primavera de 1996, el decano de la Universidad Popular, una de las universidades más importantes de Pekín, visitó la universidad de Minnesota, donde yo hacía dos años que daba clases, y me invitó a que impartiera el curso del primer master en administración de empresas que habían programado nunca. Para que encajara con mi actividad en Estados Unidos, mis anfitriones condensaron el curso de catorce semanas en tan sólo un mes, con frecuentes conferencias. Así fue como en mayo de 1996 regresé a Pekín por primera vez desde las manifestaciones en la plaza de Tiananmen.

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