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– Es curioso que hayas preguntado precisamente por ese caso -observó Turvey.

– ¿Por qué?

– Porque he descubierto que el número de placa por el que preguntaste el otro día perteneció a Bill Thorne.

Amanda Savard tenía la placa de Bill Thorne sobre la mesa del despacho de su casa.

Kovac permaneció inmóvil mientras intentaba asimilar la idea.

– Recuerdo a Bill Thorne -dijo Turvey, restregándose el voluminoso mentón-. Por aquel entonces patrullaba en la Tercera. Era un cabronazo de mucho cuidado.

– ¿Estás seguro? -preguntó Kovac.

Turvey enarcó las cejas.

– ¿Que si estoy seguro? Una vez lo vi romperle los dientes a una prostituta por mentirle.

– Quiero decir que si estás seguro de que es la placa de Thorne.

– Sí.

Kovac se alejó con las palabras de Russell Turvey resonándole en los oídos. Amanda Savard tenía la placa de Bill Thorne sobre la mesa del despacho de su casa.

Entró en el servicio de caballeros, se refrescó el rostro con agua fría y se miró al espejo con las manos apoyadas en los bordes de la pica.

Rememoró los días pasados, imágenes de ella, de ambos. Recordó el sábado por la noche. Habían hecho el amor en el sofá, y cuando estaba a punto de marcharse, Amanda vio sobre la mesita de café los artículos que Kovac había encontrado en la biblioteca.

¿Qué es esto?

Artículos sobre el asesinato de Thorne y el tiroteo. Andy lo estaba investigando. Estoy indagando un poco, a ver si encuentro algo.

La vida cambia cuando menos te lo esperas, había dicho.

Y siempre para mal.

Fue a la planta baja, más concurrida que de costumbre, pues numerosos policías y periodistas buscaban cualquier migaja sobre la cacería de Rubel. Nadie le prestó atención. Kovac se mantuvo al margen del bullicio, con la mirada clavada en la sala 126.

Con toda probabilidad, Amanda estaba en su despacho. Asuntos Internos se afanaría en desenterrar cualquier trapo sucio contra Rubel y Ogden, en revisar todos los informes sobre problemas pasados con cualquiera de ellos. A buen seguro, algún capitán exigiría a Savard explicaciones sobre la razón por la que la investigación sobre Ogden y el asesinato de Curtis había quedado relegada al olvido. ¿Y por qué nadie había hecho mención de Rubel en su momento?

Si iba a su despacho, quizá consiguiera hablar con ella entre llamada y llamada. Y entonces… ¿qué? ¿Se enfrentaría a ella como un marido engañado? Ya imaginaba la escena, ya percibía la humillación. Ni hablar.

Uno de los periodistas lo vio, y la vida volvió a transcurrir a cámara rápida.

– Eh, Kovac -lo llamó el hombre mientras se acercaba, procurando hablar en voz baja para no alertar a sus competidores-. Tengo entendido que estuvo en el escenario del asesinato del sábado. ¿Qué pasó?

Kovac alzó una mano y giró sobre sus talones para marcharse.

– Sin comentarios.

Entró en la antesala, se abrió paso entre la muchedumbre que intentaba burlar a la recepcionista y se dirigió hacia su cubículo. Liska no estaba. Donna, de la compañía telefónica, había localizado el registro telefónico de Andy Fallon correspondiente a los últimos tres meses. Distraer la mente. Podía hacerlo mientras tropezaba una y otra vez con el tema de Amanda. Encendió su ordenador y se conectó a una guía telefónica.

Demasiados de los números de la lista no figuraban en la guía. Todo el mundo quería vivir en el anonimato y eludir a las empresas de telemárketing. No obstante, los números que no figuraban carecían de interés. Mike, Neil, varios restaurantes de comida para llevar. Había algunas llamadas a algo llamado el Hazelwood Home. Kovac consultó las páginas amarillas en línea y descubrió que recibía el discreto apelativo de «institución de reposo». ¿Qué clase de reposo? ¿Una casa de reposo para Mike, tal vez? Aunque Mike Fallon no parecía necesitar nada parecido. Una asistenta, sí, pero una casa de reposo, no.

Una vez cotejada toda la lista, Kovac se concentró en los números cuyos titulares no figuraban, pero en casi todos los casos le saltó un contestador automático.

Uno de los contestadores era el de Amanda Savard. Fallon la había llamado a su casa varias veces durante los últimos días de su vida.

Andy Fallon investigaba el asesinato de Thorne. Amanda Savard tenía la placa de Bill Thorne sobre la mesa del despacho de su casa.

Con gran seguridad había negado que Andy mencionara su implicación en el caso Thorne.

¡Maldita sea! Si tuviera las notas de Fallon. Los expedientes debían de estar en alguna parte… al igual que el ordenador portátil…

También podía recorrer el pasillo y preguntar a Amanda a boca-jarro por qué tenía la placa de Thorne.

El instinto le dictaba que no debía preguntárselo.

O quizá no era su instinto. Tenía la placa de Bill Thorne. Había visto a Andy Fallon la noche de su muerte. Había estado en su casa. Andy la había llamado con frecuencia poco antes de morir.

Me encantan los rompecabezas, pensó Kovac con el corazón encogido.

Amanda Savard se había acostado con él dos veces. Kovac investigaba la muerte de Andy Fallon. Andy Fallon había investigado la muerte de Bill Thorne. Amanda tenía la placa de Bill Thorne.

Descolgó el teléfono y marcó el número de Hazelwood Home.

Era un psiquiátrico.

Kovac cogió el abrigo y salió corriendo del despacho.

El viento barría la nieve, levantando un polvo fino, por lo que Hazelwood Home parecía envuelto en una bruma densa. La institución, antaño una residencia particular, era un inmenso y exagerado tributo a Frank Lloyd Wright. Las líneas horizontales alargadas y bajas producían la impresión de que el edificio estaba agazapado. Enormes árboles viejos salpicaban el jardín cubierto de nieve. Más allá del recinto, el paisaje aparecía despejado y pantanoso, como buena parte del paisaje al oeste de Minneapolis.

Kovac aparcó junto a la entrada y pasó junto a un duelo de decoraciones festivas. A un lado Navidad, al otro Hannukkah. La primera sensación que provocaba el vestíbulo era de oscuridad abrumadora. El techo surcado de vigas parecía cernirse sobre uno.

Buscó con la mirada a la empleada más joven y de aspecto más competente de las dos que trabajaban en la recepción y se dirigió hacia ella. Era una joven con aire de querubín y rizos rubios cortados al estilo caniche. En su placa de identificación se leía el nombre «Amber». Amber abrió los ojos de par en par cuando Kovac le mostró la placa para apartarla de la mujer de más edad, que hablaba por teléfono.

– ¿Anda cerca de aquí? -preguntó, preocupada.

– ¿Cómo dice?

– Ese hombre -explicó ella en un susurro-. El asesino. ¿Lo está buscando a él?

Kovac se inclinó hacia ella.

– No estoy autorizado para hablar del asunto -repuso en otro susurro.

– Dios mío.

– Tengo que hacerle algunas preguntas, Amber -anunció Kovac mientras sacaba la fotografía de Andy Fallon que había cogido en casa de Mike-. ¿Ha visto alguna vez a este hombre por aquí?

Amber pareció decepcionada al comprobar que la fotografía no era de Derek Rubel, pero no tardó en recobrar la compostura.

– Sí, ha venido un par de veces.

– ¿En los últimos tiempos?

– En las últimas semanas. También es policía -observó con los ojos entornados-. Al menos eso afirmaba.

– ¿A qué venía? ¿Con quién hablaba?-preguntó Kovac.

No perdía de vista a la mujer sentada en el otro extremo del mostrador. En un lugar como Hazelwood, la discreción debía de ser una consigna importantísima, pero Amber parecía demasiado inocente para comprender el significado de esa palabra.

– Venía a visitar a la señora Thorne -repuso la joven, pestañeando.

– Debe comprender que Evelyn vive en su propio universo, sargento -explicó la psiquiatra mientras recorrían el pasillo en dirección a la habitación de Evelyn Thorne-. Reparará en su presencia y hablará con usted, pero la conversación será la que ella decida.

La psiquiatra era una mujer corpulenta, de formas suaves y una larga melena rubia.

– Solo quiero hacerle algunas preguntas sobre el policía que vino a verla un par de veces -aseguró Kovac-. Me refiero al sargento Fallon. ¿Habló con usted alguna vez?

– Conversé brevemente con el señor Fallon -asintió la doctora con aire preocupado-. No sabía que viniera por motivos policiales. Me dijo que era el sobrino de Evelyn y me preguntó si alguna vez habla del asesinato de su esposo.

– ¿Y es así?

– No, nunca habla de ello. Sufrió el colapso nervioso poco después de su muerte.

– ¿Y desde entonces está así?

– Sí. Pasa algunos días mejores que otros, pero suele permanecer oculta en su propia mente. Ahí se siente segura.

La psiquiatra echó un vistazo por el ventanuco instalado en la puerta de Evelyn Thorne y llamó dos veces antes de entrar.

– Evelyn, tiene visita. Este es el señor Kovac.

Kovac cruzó el umbral y de repente se sintió como si le hubieran asestado un puñetazo en el estómago. Evelyn Thorne estaba sentada en una butaca, ataviada con un chándal azul, mirando por la ventana. Poseía la clase de delgadez que provocan los nervios. Tenía el cabello gris apartado del rostro con una diadema de terciopelo. Al ver su fotografía en el periódico, Kovac había pensado que se parecía un poco a Grace Kelly, pero en persona se parecía demasiado a otra persona.

Evelyn se volvió hacia él con expresión vacua, pero los labios curvados en una agradable sonrisa.

– ¡A usted lo conozco! -exclamó.

– No, señora -repuso Kovac mientras caminaba hacia ella.

– El señor Kovac quiere hacerle unas preguntas sobre el joven que vino a verla, Evelyn -explicó la psiquiatra.

– Usted era amigo de mi esposo -prosiguió la mujer sin hacer caso de la doctora.

La psiquiatra dedicó a Kovac una mirada significativa y los dejó a solas.

Era una habitación espaciosa, amueblada de forma convencional salvo por la cama de hospital, que aparecía cubierta por una bonita colcha floreada. No es un mal lugar para pasarse los días en una realidad aparte, pensó Kovac. Sin duda costaba un ojo de la cara. Se preguntó si Wyatt también corría con los gastos de aquella habitación. No era de extrañar que necesitara ir a Hollywood.

– Ha sido muy amable al venir -agradeció Evelyn Thorne en tono formal-. Siéntese, por favor.

Kovac tomó asiento frente a ella y le alargó la fotografía que había mostrado a Amber.

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