– No puedo quedarme -musitó Savard.
Yacía en el sofá, entre los brazos de Kovac, cubierta con su propio abrigo. Sentía la piel de Kovac cálida contra la suya. Le gustaba la sensación de su cuerpo apretado contra el de ella, las piernas entrelazadas, los cuerpos unidos, como si fueran inseparables. Sin embargo, era una ilusión que no podía materializar, y esa seguridad la hacía sentirse vacía, hueca, aislada.
Kovac le deslizó una mano tras la nuca y la besó en la frente.
– No tienes que quedarte, pero puedes… si quieres. Puede que incluso encuentre un juego de sábanas limpias.
– No -declinó ella, obligándose a moverse y a cubrirse el cuerpo con la ropa-. No puedo.
Kovac se incorporó sobre un codo y con gran delicadeza le deslizó la mano por su cabello enredado.
– Amanda, no me importa de dónde vengan las pesadillas. ¿Entiendes lo que quiero decir? No me importa. No me asustan.
Pero a mí sí me importan y me asustan, quiso replicar ella, pero guardó silencio.
– Puedes compartirlas conmigo si lo necesitas -prosiguió Kovac-. Te aseguro que lo he visto todo.
Por supuesto, eso no era cierto, pero tampoco se lo dijo. Había aprendido largo tiempo atrás cuándo podía discutir y cuándo debía callar.
Kovac lanzó un suspiro.
– El cuarto de baño está al fondo del pasillo a la derecha.
Kovac la siguió con la mirada mientras salía de la habitación a medio vestir. Si eso era todo lo que iba a compartir con ella, al menos era mejor que cualquier cosa que se hubiera atrevido a soñar siquiera. Que guardara sus secretos si quería. De todos modos, Kovac llevaba ya dos fracasos sentimentales a sus espaldas, así que, ¿por qué intentarlo de nuevo? Pero aquellos argumentos no lo convencían. Amanda era un misterio, un rompecabezas, y Kovac no descansaría hasta llegar al fondo de su corazón. Siendo como era una persona tan reservada, no le haría ni pizca de gracia la intrusión, lo cual acabaría por destruir lo poco que tenían.
Kovac se vistió, se mesó el cabello y se sentó en el brazo del sofá, tomando whisky mientras esperaba el regreso de Amanda. Reapareció tal como había llegado a su casa, hermosa, reservada, camuflada.
– No sé qué decirte -suspiró, mirando el acuario.
– Pues no digas nada. Los jefes sois la pera -bromeó Kovac con una mueca-. No todo tiene que responder a un plan maestro, ¿sabes?
A Amanda parecieron preocuparla aquellas palabras. Kovac se acercó a ella y le acarició el rostro con el dorso de la mano.
– A veces necesitamos seguir un camino para ver hasta dónde nos conduce -declaró Sam Kovac, el sabio-. Madre mía, como si supiera de lo que hablo. He fracasado dos veces. Cada camino que tomo acaba en un túnel oscuro y con un tren abalanzándose sobre mí. Debería limitarme a ser policía; eso sí que se me da bien.
Amanda le dedicó una débil sonrisa que se disipó cuando bajó la mirada hacia la mesita.
– ¿Qué es esto? -inquirió con el ceño fruncido.
– Artículos sobre el asesinato de Thorne y el tiroteo. Andy lo estaba investigando. Estoy indagando un poco, a ver si encuentro algo.
– Siguiendo el camino para ver hasta dónde te conduce -repitió ella con aire ausente.
Separó un poco las páginas para mirarlas, pero no cogió ninguna.
– Es una historia triste; eres demasiado joven para recordarla.
– Triste -murmuró Amanda con la mirada clavada en la borrosa fotografía de la viuda de Bill Thorne.
– La vida cambia cuando menos te lo esperas -dijo Kovac.
– Sí.
Amanda se irguió, se ajustó la bufanda de terciopelo, respiró hondo y desvió la vista.
– Limítate a decir «Ya nos veremos, Sam» -pidió Kovac-. Es mucho mejor que decir adiós.
Amanda intentó sonreír, pero no lo consiguió. En lugar de ello, se puso de puntillas y lo besó en la mejilla mientras le oprimía los hombros con las manos.
– Lo siento -susurró.
Y al cabo de un instante se había ido, y lo único que le quedaba a Kovac para entrar en calor era una botella de whisky de cincuenta dólares.
– No tanto como yo -dijo en el umbral de la puerta principal, viéndola marcharse en su coche.
En la casa del vecino, el papanoelómetro contaba los minutos. En aquel momento sonó el teléfono, y Kovac corrió a contestar; le daba igual quién fuera.
– Club de los Corazones Solitarios -dijo-. Inscríbase ahora. La desgracia adora tener compañía.
– ¿Aceptan a masoquistas? -preguntó Liska.
– Hacemos un descuento del cincuenta por ciento si se lía con un sádico.
– ¿Qué haces, Kojak? ¿Estás sentado en casa, compadeciéndote?
– No tengo nadie más a quien compadecer. Mi vida es un cascarón vacío.
– Pues cómprate un perro -sugirió Liska sin un ápice de comprensión-. Adivina quién fue compañero de Eric Curtis hasta un año antes de su muerte.
Kovak tomó un sorbo de Matallan.
– Si me dices que fue Bruce Ogden, me largo de la película.
– Derek Rubel -repuso su compañera-. Y adivina quién estaba ayer en el hospital del condado haciéndose un análisis de sangre y luego mintiendo al respecto.
– Derek Rubel.
– Premio para el caballero.
– Que me aspen -masculló Kovac.
– A ti no sé, pero creo que a Derek lo asparán bien aspado.