De nuevo observó que Wyatt se ruborizaba.
– No me gusta nada lo que insinúas -musitó-. Intenté comportarme como debía con Mike y su familia, y tal vez se aprovechó de la situación y de mi sentimiento de culpabilidad por no ser yo quien acabó en esa silla. Pero eso era entre Mike y yo, y así debe seguir. Ninguno de los dos merece que pienses así de nosotros.
– No pienso nada, Ace. No me pagan por pensar. Me limito a hacerme preguntas… Ya me conoces, me paso la vida desmontando las cosas para ver cómo funcionan.
– Este trabajo te ha convertido en un cínico, Sam. Tal vez haya llegado el momento de que lo dejes.
Kovac entornó los ojos y observó a Wyatt mientras intentaba dilucidar si se trataba de una amenaza. Con un par de sus famosas llamadas, Wyatt podía encargarse de todo y mandar a paseo su carrera o confinarlo para toda la eternidad en Archivo, escuchando la tos flemática de Russell Turvey. ¿Y por qué razón? ¿Por revelar la terrible verdad de que Ace Wyatt se sentía culpable por seguir vivo y entero? Aun cuando Mike hubiera intentado sacarle dinero, la idea de que Wyatt pudiera haberlo matado por eso resultaba ridícula.
A menos que la razón por la que había pagado dinero a Mike Fallon durante todos aquellos años guardara relación con otra clase de culpa del todo distinta.
– ¿Conocía bien a los Thorne?
En aquel momento, Gaines llamó a la puerta abierta y entró mirando a Wyatt con las cejas enarcadas.
– Disculpe, capitán. Kelsey e Yvette han salido a comprarse unas parkas, y todo el mundo se va a comer. ¿Va a hablar con el público o le va a llevar más tiempo este asunto? -preguntó, recalcando «este asunto» mientras lanzaba una mirada significativa a Kovac.
Dicho aquello sacó un cepillito del bolsillo y cepilló en un momento las solapas de la americana de Wyatt.
– No, ya hemos terminado -anunció Wyatt.
Kovac se metió la zanahoria en la boca y la masticó con aire pensativo mientras el capitán se alejaba. Luego se puso a seguirlo a una distancia prudente y lo observó mientras se mezclaba con unas personas que no tenían nada mejor que hacer un sábado que ir a ver semejantes chorradas.
Como yo, pensó Kovac con una mueca antes de irse.
Los archivos en línea del Minneapolis Star Tribune solo se remontaban a 1990. Kovac pasó la tarde en una sala de la biblioteca del condado de Hennepin, examinando microfichas con los ojos entornados, leyendo y releyendo artículos sobre el asesinato de Thorne y el tiroteo que había acabado con la carrera de Mike Fallon. Todos ellos describían el incidente tal como Kovac lo recordaba.
El vagabundo y chico para todo, Kenneth Weagle, había hecho algunos trabajitos para la esposa de Bill Thorne y por lo visto le había cobrado afecto. Aquella noche fue a la casa sabiendo que Bill Thorne estaba de servicio. Llevaba suficiente tiempo en el barrio para conocer las idas y venidas de sus habitantes. Atacó a Evelyn Thorne en el dormitorio, la violó, la pegó y luego procedió a desvalijar la casa. Por pura casualidad, Bill Thorne pasó por casa en aquel momento y entró sin sospechar nada. Weagle le disparó con un arma que había encontrado en la casa. En un momento dado, la señora Thorne llamó a Ace Wyatt, que vivía en la acera de enfrente, pero Mike Fallon llegó primero.
Bill Thorne tuvo un funeral con toda la parafernalia. El artículo que lo cubría incluía fotografías de la larga caravana de coches patrulla, así como una imagen borrosa de la viuda con gafas oscuras y rodeada de familiares y amigos.
Según el artículo, Thorne dejaba esposa, Evelyn, y una hija de diecisiete años cuyo nombre no se mencionaba. En la fotografía, Evelyn Thorne se parecía un poco a Grace Kelly, pensó Kovac. Se preguntó si alguna de las dos seguiría viviendo en la zona y si alguno de los viejos compadres de Bill Thorne lo sabría. Evelyn Thorne había sido una mujer relativamente joven en el momento del incidente. Con toda probabilidad se habría vuelto a casar. Ahora contaría cincuenta y ocho años, y la hija, treinta y siete.
Si Andy Fallon había estado indagando en el caso para intentar comprender mejor a su padre, tal vez ya hubiera hecho todo el trabajo duro. Sin embargo, no había expediente. Kovac se preguntó si podía esperar convencer a Amanda para que le permitiera registrar el despacho de Fallon y husmear en su ordenador. El asesinato de Thorne no era un caso abierto de Asuntos Internos, de modo que quizá no le importaría.
Ni siquiera sabes si volverá a dirigirte la palabra, Kovac.
Cierto.
– Señor.
La voz de la bibliotecaria lo sobresaltó. Se giró bruscamente y la vio de pie, demasiado cerca de él.
– Vamos a cerrar -anunció la mujer en tono de disculpa-. Me temo que tendrá que marcharse.
Kovac recogió las copias que había hecho de varios artículos y salió una vez más al frío. La tarde había dado paso a la noche a pesar de que apenas eran las cinco. Los indigentes que habían pasado el día al calor de la biblioteca habían sido echados de ella como él. Deambulaban por la acera, alejándose instintivamente de él; debía de oler a poli. Con toda probabilidad, la bibliotecaria lo había tomado por uno de ellos. No iba afeitado, se había pasado la tarde mesándose los cabellos y restregándose los ojos. Se sentía como uno de ellos allí en la calle, en aquella parte inhóspita y gris de la ciudad. Solo, desconectado de todo.
Intentó localizar a Liska por el móvil, pero le saltó el contestador. Contempló la posibilidad de llamarla al busca, pero decidió dejarlo correr e irse a casa para sentirse solo y desconectado de todo en un lugar más caldeado.
El vecino había añadido a la decoración de su jardín un Papá Noel bidimensional de conglomerado que estaba agachado y mostraba buena parte de la raja del culo. Qué risa. El trasero daba exactamente a la ventana del salón de Kovac. Cuánta elegancia junta, por favor.
Kovac barajó la posibilidad de sacar el arma y hacerle un ojete nuevo. ¿Te parece gracioso, gilipollas?
La casa seguía oliendo a basura a pesar de que la había sacado. Como el hedor a cadáver en casa de Andy Fallon Arrojó las copias de los artículos sobre el asesinato de Thorne sobre la mesa y entró en la cocina, donde tostó algunos granos de café para contrarrestar el olor, un truco que había aprendido después de trabajar muchos años en escenarios de asesinatos. A ver si Heloise lo incluía en su columna de trucos prácticos. Qué hacer cuando tu casa está impregnada de olor a cadáver descompuesto.
Subió a la planta superior, se duchó, se puso vaqueros, calcetines de lana y un jersey viejo, y bajó de nuevo con intención de cenar, aunque a decir verdad no tenía apetito. No obstante, necesitaba calorías para que su mente siguiera funcionando, si es que quería que siguiera funcionando esa noche.
La única cosa comestible que había en la casa era una caja de cereales azucarados. Comió un puñado sin leche y se sirvió un vaso del whisky que había comprado de camino a casa. Macallan. Qué coño, un día es un día.
Buscó en la radio la emisora que emitía seudojazz, se acercó a la ventana y tomó un poco de whisky mientras escuchaba la música con la mirada clavada en el trasero de Papá Noel. Así es mi vida.
No sabía cuánto tiempo llevaba allí cuando sonó el timbre de la puerta. Era un sonido tan inusual en su casa que no reaccionó hasta el tercer timbrazo.
Amanda Savard estaba ante su puerta, con la cabeza envuelta en la bufanda de terciopelo negro para ocultar las heridas, o al menos algunas de ellas.
– Vaya, tú también debes de ser detective, porque mi dirección no figura en la guía.
– ¿Puedo entrar?
Kovac se apartó y la invitó con un ademán de la mano en la que sostenía el whisky.
– No esperes gran cosa. Me llegan muchos consejos de decoración por correo, pero es que no tengo tiempo de ponerlos en práctica.
Amanda fue hasta el centro del salón y se retiró la bufanda de la cabeza, pero no se quitó los guantes ni el abrigo, y tampoco se sentó.
– He venido a pedirte disculpas -empezó, mirando justo por encima del hombro derecho de Kovac, de modo que este se preguntó si vería el culo de Papá Noel, aunque si era el caso, no reaccionó.
– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Por acostarte conmigo o por echarme después de acostarte conmigo?
Amanda tenía aspecto de querer estar en cualquier lugar menos allí. Juntó las manos y luego se llevó una al cabello, cerca de las abrasiones.
– Bueno, yo no… no pretendía… -Se interrumpió, apretó los labios y cerró los ojos un momento antes de continuar-: No soy… Me cuesta mucho… compartir mi vida… con otras personas. Y lo siento si…
Kovac dejó el vaso sobre la mesita de café y se acercó a ella. Le acarició la mejilla, deslizando el pulgar debajo de la herida. Tenía la piel fría, como si hubiera pasado mucho rato ante su puerta, haciendo acopio de valor suficiente para llamar al timbre
– No tienes por qué sentirlo, Amanda -musitó-. No lo sientas por ti ni por mí.
Por fin, Amanda alzó la vista hacia él. El labio inferior le temblaba ligeramente.
– No se me dan bien estas cosas -confesó.
– Calla -murmuró Kovac.
Inclinó la cabeza y la besó, pero no con pasión, sino con infinita ternura. Los labios de Amanda se caldearon y se entreabrieron para él.
– No puedo quedarme -susurró con voz tensa por el conflicto interno contra el que luchaba.
– Calla…
Kovac la besó de nuevo. La bufanda cayó al suelo. Kovac deslizó los labios por el cuello de Amanda, y el abrigo siguió los pasos de la bufanda.
– Sam…
– Amanda… -le susurró Kovac al oído-. Te deseo.
Amanda se estremeció bajo sus manos, que reseguían ahora el contorno de su espalda. Por fin volvió la cabeza y lo besó temblorosa, vacilante pero ansiosa a un tiempo. Un beso hambriento, pero temeroso. Abrió los ojos y lo miró por entre un velo de lágrimas.
– No sé qué podemos tener -murmuró-. No sé qué puedo darte.
– No importa -aseguró Kovac con la sinceridad del momento-. Podemos tener el aquí y ahora.
Sentía el corazón de Amanda latir contra su pecho, marcando el paso del tiempo. Ni siquiera en aquel instante de intimidad lograba leerle el pensamiento ni dilucidar qué preguntas se hacía. Sí percibía su tristeza, el vacío, la soledad, el conflicto. Kovac reconocía esas emociones y reaccionó a ellas, se sumergió en ellas mientras ambos se dejaban caer en el sofá.
Podían tener el aquí y ahora. Aun cuando eso fuera todo, Kovac no tenía nada más que pudiera comparársele.