Necesitaba una aspirina. Necesitaba comer. Necesitaba un interlocutor objetivo.
Boyd.
Después de tragarme dos aspirinas, recogí al chow-chow y nos marchamos. Boyd viajaba con la cabeza asomada por la ventanilla del acompañante, olfateando el aire, girando y estirándose para captar cualquier olor discernible. Al observarlo en el Burger King pensé en la ardilla muerta y luego en la pared de la casa de piedra. ¿Qué era lo que su antiguo dueño le había entrenado a encontrar?
De pronto, tuve una idea. Un lugar para merendar al aire libre y comprobar unos cuantos nombres.
El cementerio de Bryson City está situado en Schoolhouse Hill, mirando al Veteran's Boulevard de un lado y a un valle montañoso del otro. El viaje me llevó siete minutos. Boyd no entendía la causa de la demora y seguía oliendo y lamiendo la bolsa con la comida. Cuando entré en el cementerio, la bandeja de cartón estaba tan mojada que tuve que sostenerla con ambas manos.
Boyd me arrastró de una lápida a otra, orinando sobre varias de ellas y arrojando trozos de tierra hacia atrás con sus patas posteriores. Finalmente, se detuvo ante una columna de granito rosado, se volvió y aulló.
Sylvia Hotchkins
Entró en este mundo el 12 de enero de 1945.
Se marchó de este mundo el 20 de abril de 1968.
Se la llevaron demasiado pronto en la primavera de su vida.
El sesenta y ocho fue un año muy difícil para todos nosotros, Sylvia.
Segura de que disfrutaría de la compañía, me instalé en la base de un gran roble cuya sombra se proyectaba sobre la tumba de Sylvia y ordené a Boyd que se sentase junto a mí. Obedeció con los ojos fijos en la bandeja que tenía en las manos.
Cuando saqué una hamburguesa, se irguió de un salto.
– Siéntate.
Se sentó. Le quité el papel y le di la hamburguesa. Se levantó, separó los diversos componentes, luego se comió la carne, el panecillo y la guarnición de tomate y lechuga por ese orden. Cuando hubo terminado, con el hocico todavía manchado con ketchup, concentró su atención en mi Whopper.
– Siéntate.
Se sentó. Volqué algunas patatas fritas en la tierra y comenzó a cogerlas cuidadosamente de modo que no se hundiesen en la hierba. Le quité el papel a la Whopper e introduje una pajita en la bebida.
– Bien, la situación es ésta.
Boyd me miró y luego volvió a concentrarse en las patatas.
– ¿Por qué había asistido Simon Midkiff al funeral de un indio cherokee de setenta y cuatro años atacado por un oso en 1959?
Ambos comimos y pensamos en ello.
– Midkiff es un arqueólogo. Podría haber estado estudiando a los cherokee de la Partida Oriental. Quizá Tramper era su guía e historiador.
La atención de Boyd se desvió hacia mi hamburguesa. Le di más patatas.
– Muy bien. Acepto esa posibilidad.
Mordí un trozo de carne, lo mastiqué y lo tragué.
– ¿Por qué estaba Parker Davenport allí?
Boyd me miró sin levantar la cabeza de las patatas fritas.
– Davenport se crió cerca de aquí. Probablemente conocía a Tramper.
Boyd sacudió las orejas adelante y atrás. Se acabó la última patata frita y miró las mías. Le arrojé unas cuantas más.
– Tal vez Tramper y Davenport tenían amigos comunes en la reserva. O quizá Davenport ya estaba empezando su carrera política en aquella época.
Arrojé otra media docena de patatas fritas. Boyd volvió al ataque.
– A ver cómo te suena esto. ¿Se conocían Davenport y Midkiff en aquellos días?
Boyd levantó la cabeza. Sus cejas se movieron y la lengua quedó colgando fuera de la boca.
– Y si era así, ¿cómo?
Levantó nuevamente la cabeza y observó mientras terminaba la hamburguesa. Le di el resto de las patatas y se las comió mientras yo bebía la coca-cola light.
– Y ahí va lo mejor, Boyd.
Recogí los papeles e hice una pelota junto con los restos de la bolsa. Al ver que no quedaba más comida, Boyd se echó de lado, suspiró sonoramente y cerró los ojos.
– Midkiff me mintió. Davenport quiere mi cabeza clavada en un palo. ¿Hay alguna relación?
Boyd no tenía respuesta para eso.
Me senté con la espalda apoyada en el tronco del roble, absorbiendo el calor y la luz. La hierba olía a recién cortada, las hojas estaban secas y quemadas por el sol. En un momento dado Boyd se levantó, dio cuatro vueltas y volvió a sentarse a mi lado.
Unos minutos más tarde, un hombre llegó a la cima de la colina llevando a un collie sujeto con una larga correa. Boyd se levantó y comenzó a ladrar, aunque no hizo ningún movimiento agresivo. El sol del atardecer estaba suavizando a la mujer y a la bestia. Cogí la correa y me puse de pie.
Caminamos entre las tumbas mientras el sol se ocultaba en el horizonte. Aunque no había encontrado ninguna relacionada con la lista de H amp;F, y ningún Dashwood tampoco, sí había algunos nombres familiares. Thaddeus Bowman. Víctor Livingstone y su hija, Sarah Masham Livingstone. Enoch McCready.
En ese momento recordé las palabras de Luke Bowman y me pregunté qué había provocado la muerte del esposo de Ruby en 1986. En lugar de respuestas estaba encontrando más preguntas.
Pero uno de los misterios estaba resuelto. Una persona desaparecida había sido encontrada. Al volverme para abandonar el cementerio, tropecé con una lápida sencilla en una esquina del extremo sur. En ella había una simple inscripción.
Tucker Adams
1871-1943
R.I.P.