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Aparqué en el arcén, apagué el motor, apoyé ambos brazos en el volante y dejé caer la frente en ellos, mi fugaz mejoría de ánimo dio paso a una sensación de abatimiento y ansiedad.

¿Se trataba de una simple avería o alguien había estado manipulando el motor?

Boyd apoyó el hocico en mi hombro, indicando que él también creía que era una pregunta inquietante y no totalmente paranoica.

Cuando llevábamos varios minutos en esa posición Boyd gruñó sin levantar la cabeza. Lo ignoré, suponiendo que había visto una ardilla o un Chevy. Entonces se irguió sobre sus patas y ladró tres veces, un sonido impresionante en el interior de un Mazda.

Alcé la vista y vi que un hombre se acercaba a mi coche desde el otro lado de la carretera. Era bajo, tal vez un metro sesenta, con el pelo oscuro peinado hacia atrás. Llevaba un traje negro, perfectamente entallado, pero probablemente nuevo a comienzos de la década de los sesenta.

El hombre se acercó y alzó los nudillos para golpear el cristal de la ventanilla, pero retrocedió ante la presencia de Boyd.

– Tranquilo, fiera.

Pude ver una vieja camioneta aparcada sobre el arcén al otro lado de la carretera con la puerta del conductor abierta. Parecía vacía.

– Veamos lo que este caballero tiene que decirnos.

Bajé el cristal sólo unos centímetros.

– ¿Está enferma, señora?

La voz era rica y sonora y parecía nacer en lo más profundo de lo que permitía su pequeña estatura. El hombre tenía la nariz aguileña y los ojos vivos y oscuros. Me recordó a alguien, aunque no sabía a quién. Por el tono de su ladrido, podría afirmar que Boyd estaba pensando en Calígula.

– Me parece que he roto una varilla.

No tenía ni la más remota idea de lo que significaba eso, pero parecía coherente con el tipo de ruido que hacía el motor.

– ¿Puedo ayudarla?

Boyd gruñó con desconfianza.

– Voy de camino al pueblo. No tendría inconveniente en dejarla en un taller, señora.

Súbita sinapsis. El hombre se parecía y sonaba como un Johnny Cash en miniatura.

– Si hay algún taller mecánico que pueda recomendarme, llamaré antes y pediré una grúa.

– Sí, por supuesto. Hay uno un poco más arriba de la carretera. Tengo el número en la guantera.

Boyd seguía desconfiando.

– Shhh. -Extendí la mano hacia atrás y le acaricié la cabeza.

El hombre cruzó la carretera hacia su camioneta, buscó en el interior y regresó con una hoja de papel amarillo. Levanté el móvil para que lo viese, bajé el cristal unos centímetros más y acepté el papel.

Parecía una copia al carbón de una factura de reparación. La letra era casi ilegible, pero el encabezamiento identificaba el taller como P amp; T Reparación Mecánica e incluía una dirección y un número de teléfono en Bryson City. Intenté descifrar la firma del cliente pero la tinta estaba desteñida.

Cuando encendí el teléfono, la pequeña pantalla me indicó que tenía once llamadas perdidas. Repasé la lista de números pero no reconocí ninguno de ellos. Marqué el número del taller mecánico.

Cuando atendieron la llamada expliqué mi situación y pedí un servicio de grúa.

¿Cómo pensaba pagar?

Con la Visa.

¿Dónde está?

Le di los datos del lugar.

¿Puede conseguir transporte?

Sí.

Venga aquí y deje el coche. Enviarían una grúa en una hora.

Le dije a la voz en el otro extremo que otro conductor me había recomendado su taller y que sería él quien me llevaría hasta allí. Luego leí el número de la factura, esperando que P o T estuviese apuntándolo.

Una vez hecha la llamada, bajé completamente el cristal de la ventanilla, sonreí a Johnny Cash e hice otra llamada. Hablando en voz alta y clara dejé un mensaje para el teniente-detective Ryan, detallándole mi paradero. Luego miré a Boyd. Él miraba al hombre del traje negro.

Cerré la ventanilla, cogí el bolso y las cosas que había comprado.

– ¿Es posible que la situación se ponga peor?

Boyd levantó las cejas pero no dijo nada.

Dejé las bolsas detrás del asiento, me senté en el medio y le dejé a Boyd la ventanilla. Cuando el buen samaritano cerró la puerta, el perro siguió con la cabeza su movimiento hasta la puerta del conductor. En ese momento pasó una camioneta con un par de faros extra en el techo de la cabina y el interés de Boyd cambió de dirección. Cuando intentó levantarse, le obligué a permanecer sentado.

– Es un buen perro, señora.

– Sí.

– Nadie la molestará con ese grandulón cerca.

– Puede llegar a ser terrible cuando me protege.

Viajamos en silencio. Sonó el teléfono. Comprobé el número e ignoré la llamada. Un momento después, mi salvador habló.

– La he visto en la tele, ¿puede ser?

– ¿Me ha visto?

– No me gusta el silencio, así que pongo la tele cuando estoy solo en casa. No le presto mucha atención, sólo miro la pantalla de vez en cuando. Es como tener compañía. -Sonrió, reconociendo que parecía una tontería-. Pero tengo buena memoria para las caras. Es muy útil para mi trabajo.

Señaló en mi dirección. Vi que su mano era gris e increíblemente suave, como si la carne se hubiese estirado y luego contraído con sólo un vago recuerdo de su forma original.

– Estoy seguro de que la he visto hoy. -La mano volvió apoyarse en el volante. Sus ojos de halcón se desviaron de la carretera hacia mí y luego de nuevo al asfalto-. Usted está con la investigación del accidente aéreo.

Sonreí. O no había escuchado la historia o sólo estaba siendo amable.

Tendió la mano hacia mí.

– Me llamo Bowman.

Se la estreché. Un apretón de acero.

– Temperance Brennan.

– Es un nombre poderoso, jovencita.

– Gracias.

– ¿Es usted antibar?

– ¿Cómo dice?

– Me encuentro entre los que consideran que el alcohol es la causa principal del crimen, la pobreza y la violencia en esta gran nación. El licor fermentado es la mayor amenaza para el núcleo familiar jamás sembrada por Lucifer.

Pronunció «nucular».

De pronto el nombre de Bowman se iluminó en mi cabeza.

– ¿Es usted Luke Bowman?

– Así es.

– ¿El reverendo Luke Bowman?

– ¿Ha oído hablar de mí?

– Me alojo en casa de Ruby McCready en High Ridge House.

Era un dato irrelevante pero parecía seguro.

– La hermana McCready no forma parte de mi rebaño pero es una buena mujer. Lleva una buena casa cristiana.

– ¿Existe un señor McCready?

Había sentido curiosidad por ese detalle pero nunca lo había preguntado.

Ahora los ojos permanecieron fijos en la carretera. Pasaron varios segundos. Pensé que no me contestaría.

– Dejaré esa pregunta sin respuesta, señora. Es mejor dejar que la hermana McCready le cuente la historia como considere adecuado.

¿Ruby tenía una historia?

– ¿Cuál es el nombre de su iglesia?

– La Casa de Dios de la Eterna Luz Sagrada Pentecostal.

La región al sur de los Apalaches es la sede de una secta cristiana fundamentalista conocida como la Iglesia de Dios con Seguidores de los Signos o la Iglesia de la Santidad. Inspirada en pasajes bíblicos, sus partidarios buscan el poder del Espíritu Santo arrepintiéndose de sus pecados y llevando vidas devotas. Sólo entonces puede uno ser ungido y, por lo tanto, ser capaz de seguir los signos. Estos signos incluyen un lenguaje propio, echar fuera a los demonios, curar a los enfermos, manipular serpientes e ingerir sustancias tóxicas.

En las zonas más pobladas, los predicadores establecen congregaciones con carácter permanente. En otros lugares trabajan en un circuito. Los servicios duran horas y la atracción principal suele ser la ingestión de estricnina y la manipulación de serpientes venenosas. Todos los años alguien muere.

La mano deformada adquirió sentido. A Bowman le habían mordido las serpientes más de una vez.

Bowman giró a la izquierda un par de manzanas más allá del supermercado donde yo había hecho las compras, luego hacia la derecha en una calle lateral. El taller de P amp; T estaba situado entre un par de tiendas que ofrecían colocación de cristales y reparación de pequeños aparatos eléctricos. El reverendo frenó y apagó el motor.

El taller era un rectángulo con los lados pintados de azul aluminio y una oficina en un extremo. A través de la puerta abierta vi una caja registradora, un mostrador y un trío de cabezas con gorras.

En el otro extremo del edificio había una zona de trabajo donde una vieja camioneta Chevy estaba colocada sobre un gato hidráulico con las puertas abiertas. Parecía que el coche iba a despegar en cualquier momento.

Un viejo Pinto y dos furgonetas estaban aparcadas fuera de la oficina. No vi ninguna grúa.

Cuando Bowman bajó del coche, Boyd comenzó lo que yo sabía que no era un gruñido provocado por el Pinto. Seguí su mirada y descubrí un perro negro y marrón detrás de la puerta de la oficina. El gruñido se hizo más profundo.

Maldita sea. ¿Por qué no había traído la correa?

Aferré con fuerza el collar de Boyd, abrí la puerta y ambos bajamos del coche. Bowman se acercó a nosotros con un trozo de cuerda.

– Tenga esto -dijo- Flush tiene malas pulgas.

Le di las gracias y até la cuerda al collar de Boyd. Él no apartaba la vista del otro perro.

– Puedo quedarme con el perro mientras usted habla con el mecánico.

Miré a Boyd. Él miraba fijamente a Flush, pensando en el filete que tenía al lado.

– Gracias. Es una buena idea.

Atravesé el taller y entré en la oficina evitando a Flush. Movió una oreja pero no levantó la vista. Tal vez los pitbull son tranquilos porque saben que pueden matar a cualquiera que les provoque. Esperaba que Boyd se quedase tranquilo y a una distancia prudencial.

La oficina exhibía los típicos detalles de buen gusto que uno puede apreciar en todos los talleres mecánicos. Un calendario con una foto del Gran Cañón. Una máquina de tabaco. Una caja de vidrio con linternas, mapas y una variada selección de artículos para el automóvil. Tres sillas de cocina. Un pitbull.

Un par de tíos ocupaban dos de las sillas. En la tercera estaba sentado un hombre de mediana edad con un mono de trabajo manchado de grasa. Los hombres dejaron de hablar cuando entré, pero ninguno se levantó del asiento.

Imaginé que el más joven de ellos era P o T, me presenté y pregunté por la grúa.

Me contestó que estaba de camino y que regresaría en unos veinte minutos. Le echaría un vistazo a mi coche tan pronto como acabase con el Chevy.

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