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Sam estaba echado en el sofá de cuero negro con pantalones vaqueros y una camiseta. Jammie 17 descansaba sobre su regazo. El sofá era el único mueble que quedaba en aquella sala que había sido tan elegante. El sistema estereofónico más avanzado que yo recordaba había desaparecido, al igual que el vídeo y el televisor de pantalla gigante. El cristal Kosta Boda ya no estaba, había desaparecido junto con las carísimas reproducciones originales de Looney Tunes, incluido un homenaje a Mel Blanc que me había costado trescientos cincuenta dólares. Todo lo de valor había sido canjeado por dinero para drogas. Lo único que quedaba eran unos baratos muñecos de cómics, incluyendo al especialista en bancarrotas.

– ¿Y desde cuándo? -le pregunté.

– Casi dos años.

– ¿Heroína? -Aún no salía de mi asombro.

– Una droga de machos. También algo de coca cuando me vengo abajo.

Sacudí la cabeza, atónita de que esta personalidad esquizoide fuera la misma persona que yo había considerado mi mejor amigo. ¿Cómo podía no haberme dado cuenta? En tal caso, ¿podía ser Sam un asesino?

– Mírate la cara. Ni te lo imaginabas, ¿verdad? -me preguntó.

– En absoluto. Estoy aturdida.

– -No lo hagas. Lo oculté a conciencia. Camisas manga larga siempre. Usaba siempre chaqueta, hasta en verano.

– Y yo que pensaba que eras un abogado tan formal.

Esbozó una media sonrisa.

– Hay que ocultar las huellas. Y la sangre, en caso que haya derramamiento.

Tenía sentido. Lo mismo que su delgadez y el humor cambiante de los últimos tiempos. Sus bromas ahora me parecían una auténtica cortina de humo.

– -Pero es demencial. Estás matándote…

– De acuerdo, pero no empieces a sermonearme.

– ¿Cómo puedes trabajar? ¿Cómo puedes concentrarte?

– La mayor parte del tiempo estoy colocado, y colocado puedo hacer cualquier cosa. Puedo engañar a cualquiera.

– ¿Cuánto dinero has dilapidado?

– Una verdadera fortuna.

– No, dímelo exactamente.

Se aclaró la garganta.

– Bueno, vendí los fondos de inversión colectiva de que te había hablado y no puedo mantener el piso de South Beach. Me quedo en casa con la lámpara ultravioleta, que debe estar por algún sitio. Ya no tengo acciones. Vendí las de Microsoft antes de que las acciones subieran por las nubes. Pero sigo suspirando por Bill Gates. No me lo reproches.

– -Entonces, ¿cuánto?

– -Todos mis ingresos. Y a veces, algo más. --Entornó los ojos-. Tengo mis cuentas al descubierto y a Amex le debo el cojón izquierdo. Además tengo cuatro tarjetas de crédito de las que he sacado el máximo de dinero en efectivo. Incluso robé una tarjeta a uno de los socios; se la dejó sobre la mesa después del almuerzo.

Me mordí la lengua.

– -¿Tan cara es la heroína?

– Te dan por lo que pagas. Ahora es más pura, lo que repercute en el bolsillo. También mantengo la adicción de Ramón y de algunos de los amigos que vienen a las fiestas.

Sumé dos más dos.

– ¿Le estás robando a los clientes?

– No más que cualquier otro abogado.

– -Sam…

– -Muy bien, pero no tanto como para que alguien se dé cuenta. Abulto un poco los pagos, aquí y allí. Son cargos para los que no se usan recibos. -Se animó-. Aunque tu cobertura con Consolidated Computers es absolutamente brillante, Bennie. Jamás se me ocurrió inventarme un cliente y luego cobrar por él. Esa sí que es una buena mentira, es espléndida.

Se me subieron los colores.

– ¿Cómo lo mantienes, Sam?

El engaño, todo el asunto.

– ¿Acaso no puedo guardar un secreto? «Tengo un secreto bajo el sombrero.» Speedy Gonzales en Road to…

– Basta ya de cómics -dije, impaciente con sus citas-. Basta ya de Looney Tunes. No quiero oír una cita más. ¿De acuerdo?

– -¿Qué? --exclamó con mirada incrédula--. ¿Quieres que abandone, aguafiestas?

– -Ya me has oído.

– -No puedo hacerlo, doctora. Es algo genético, no un estilo de vida.

– -Me estabas explicando cómo podías mantener semejante secreto.

– No es nada nuevo para mí, Bennie. Tengo mucha práctica. ¿Recuerdas? Soy homosexual ¿Cómo te crees que pude mantener esta mierda a flote? Mis socios creen que me follo todo lo que se me pone por delante. Soy la envidia del Comité Ético.

– -¿De modo que de día eres el abogado brillante y de noche, el drogadicto?

Acarició a Jammie 17.

– -No seas ingenua. No se puede tener tanto control sobre la heroína. Se te mete dentro, en especial cuando es de buena calidad. No, soy un drogadicto de élite. Es un trabajo duro, pero alguien tiene que hacerlo.

Guardé silencio, a la espera. Quería decirme algo, quitarse un peso de encima, lo notaba. Quizá su confesión fuera de asesinato.

– Me pincho en el despacho, en el garaje, hasta en el lavabo del tribunal de quiebras. Me he ausentado de más reuniones de las que puedo recordar.

– -¿Me pincho?

– Me inyecto.

– ¿Cómo no se ha dado cuenta nadie?

– Digo que tengo que hacer una llamada. ¿Qué abogado no tiene que hacer una llamada? Mierda, mientras estoy en el lavabo, realmente uso ese tiempo para hacer un contacto o hablar con un cliente. Tengo un teléfono móvil en una mano y una jeringuilla en la otra.

– -Debe ser una pesadilla, Sam --dije, conmovida.

– -Lo es. Pero ¿sabes algo gracioso? Ahora mismo necesito otra dosis y haría cualquier cosa, daría o vendería cualquier cosa, por obtenerla.

– -No digas eso. La heroína mata. -Estaba pensando en Bill.

– -Pero es verdad, Bennie. De tener el coche, volvería allí de inmediato. Les dejaría que me dieran la gran paliza, pero después de haberme inyectado. Únicamente después.

– -¿Por eso te daba dinero Mark? ¿El efectivo que vi en su lista de pagos?

– -Sí.

– -¿Se lo dijiste?

– -Por supuesto que no. Le dije que estaba invirtiendo en su nombre. Una información confidencial que me daba un cliente rico. Le dije que podía duplicar su dinero.

– ¿Lo engañaste? ¿A uno de tus más viejos amigos?

Sam desvió la mirada y ninguno de los dos pronunciamos palabra por un momento. No era necesario.

– Sam -dije rompiendo el silencio-, ¿piensas que Mark sabía que eras un drogadicto aunque no se lo hubieras contado?

– -No soy un drogadicto. Tengo un problema químico.

– No es momento para bromas. Mark te nombró albacea, de modo que supongo que no lo sabía, ¿no crees?

Sam pareció dolido.

– -Redactó el testamento hace tres años y yo no consumía drogas en aquella época. Pudo haberlo sospechado, pero nunca me lo dijo. Te engañé a ti, y siempre fuiste más inteligente que él. Siempre.

Respiré hondo.

– -Sam, ¿mataste tú a Bill Kleeb, el chico que yo representaba? ¿El activista en pro de los animales?

– ¿Qué? ¡De ninguna manera! ¿Qué es esto? No he matado a nadie. La única violencia que me gusta es la de los cómics. Cuando te hacen pedazos y reapareces en la siguiente viñeta con cara de enfado y una venda en la frente. -Hizo una pequeña equis con los dedos índices-. Como un parche en una llanta.

– Pero ¿para qué son esos globos que vi en tu escritorio?

– -¿La verdad? Los uso para atarlos.

– -¿Te refieres a tus brazos?

Puso los ojos en blanco.

– -No, a la picha. Por supuesto que me refiero a los brazos. Y no me mires de ese modo. Conozco a uno que se inyecta en la polla para no dejar pistas. Es médico.

– Bill tenía un globo rojo atado al brazo cuando lo encontré.

– ¿Y qué? -Entonces se dio cuenta-. ¿Por eso piensas que yo lo hice? -Se rió, pero fue como una exhalación de aire viciado que molestó a Jammie 17-. No soy el único yonqui que usa globos con otro fin.

– -¿Es habitual usar globos?

– Usamos cualquier cosa que funcione. -Se llevó un dedo a la sien-. Veamos. He usado un cinturón, una cinta elástica, un cordón de zapatos. Hasta la corbata Hermés. La que tiene malabaristas.

– Pero era idéntico a los globos de tu escritorio. Del mismo color.

– -¡Se pueden comprar en cualquier tienda! Tendrías que ver a los adictos comprándolos al por mayor. Puedes creerme: ninguno de ellos los usa para fabricar jirafas. No tengo nada que ver con la muerte de ese chico.

– -Tú estabas enfadado con Bill por manifestarse contra la vacuna del sida.

– -¡Ni siquiera conocía a ese chico! ¡No lo hubiera matado por eso! Tendría que matar entonces a cuantos republicanos se me pusieran por delante.

Sentí un nudo en el estómago.

– -¿Dónde estabas hace dos noches?

– Donde estoy cada noche. Drogándome con Ramón, mi pequeño Speedy Gonzales.

– ¿De verdad?

– Es la pura verdad.

– Sam…

– Te lo digo en serio. Te estoy diciendo la verdad.

Lo miré. Estaba hundido en el sofá, con el rostro congestionado.

– Sam, ¿mataste tú a Mark? ¿Por los honorarios?

– -¡No, Bennie, ya te lo dije el otro día en mi despacho!

– -Tampoco me dijiste que necesitas dinero y que además eres un drogadicto.

– Eso no significa que sea culpable de todos los asesinatos que se cometen en esta ciudad. --Se inclinó hacia adelante como si estuviera usando toda la fuerza que le quedaba en el cuerpo-. No lo comprendes, Bennie. Si se está enganchado, se necesita dinero en el acto. En este mismo instante, ahora. No necesitas dinero para dentro de un año ni para cuando se ejecute el testamento de Mark.

– -¿Y el momento en que pudieras cobrar esas comisiones?

– -Demasiado tarde. Yo necesito dinero en efectivo, en efectivo y todo el tiempo. No presentas una factura para comprar droga, nena.

– Con la comisión anual de albacea…

– No estoy en condiciones para administrar un fideicomiso. ¡No puedo administrar ni mi propia vida! -Le brillaron los ojos-. Yo no maté a Mark. Era mi amigo. Lo juro por Dios.

Reflexioné. ¿Me mentía o no? Parecía estar sufriendo. Yo no podía recordar desde cuándo éramos amigos. No podía estar segura, pero sentí que debía confiar en él, aunque fuera por el momento. Al menos, su experiencia podría ayudarme a aclarar lo que le había sucedido a Bill. De modo que le conté toda la historia, la ausencia de heridas en los brazos de Bill y lo que me había dicho la señora Zoeller. Finalmente, le pregunté qué pensaba.

– -Me suena a encerrona --dijo--. Aunque debo decirte que la última persona que cree que eres un drogadicto es tu madre.

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