Estábamos en el aparcamiento de dos plazas que había detrás del despacho; Grady buscaba la llave de su moto. Era una moto antigua negra y marrón, con asiento de piel y tubos cromados y deslustrados en los que ponía NORTON en letras desvaídas. No me enloquecía la idea de que me transportara hasta la central, pero en ese momento era la última de mis preocupaciones.
– ¿Qué decía el testamento, Grady?
Encontró la llave, pasó una pierna por encima de la moto y tomó asiento.
– Por favor, vámonos ya.
– -Primero dime lo que ponía.
– -Por favor, sube a la moto, Bennie. Hablaré contigo cuando estemos lejos de la oficina. Tenemos a la prensa en nuestras narices y no quiero que nos encuentren en medio de una conversación.
– -No puedo esperar. Cuéntame lo del testamento.
– -¿Así es como van a ir las cosas? --Frunció el entrecejo mientras ponía la moto en marcha-. ¿Vas a discutir conmigo todos los detalles?
– -Tú eras el que me empujabas de un lado a otro en la oficina.
– Te defendía. Soy tu abogado.
No pude hacerme a la idea.
– -Grady, no pierdas de vista la realidad. Soy tu jefa y tengo muchas más arrugas que tú.
– Lamento no estar de acuerdo, porque ahora yo soy tu jefe. Apenas tengo cinco años menos que tú y debo actuar a mi manera. Por tanto, te aconsejo, como un trámite puramente legal, que te subas a la moto. Antes de que me enfade.
– No me digas que te vas a enfadar y todo. -Nunca lo había visto enojado en el despacho.
– -Sin duda.
– -¿Y qué es lo que haces? ¿Insultas? ¿Tiras cosas al aire?
– -Jamás -dijo sin más explicaciones. Se alisó el pelo hacia atrás y se encasquetó un casco gris Shoei. Lo único que quedó a la vista de su rostro fueron sus furibundos ojos azules y el mentón decidido--. ¿Ves el otro casco en la parte de atrás? Por favor, póntelo.
Vi el casco blanco que parecía una bombilla.
– -¿Por qué llevas dos cascos?
– Por si encuentro una mujer con mejores modales que tú.
Me crucé de brazos.
– Me lo pongo si me cuentas todo acerca del testamento de Mark.
Suspiró y se levantó el casco hasta la línea del cabello, entonces se reajustó las gafas.
– ¿Qué crees que decía el testamento, Bennie?
– No tengo ni idea. Mark no tenía parientes, solo un hermanastro en California…
– No le importaba tanto como tú -dijo Grady con cierto deje en la voz-. El documento no especifica la cantidad de dólares, pero Mark te dejó todo lo que tenía.: La casa, la empresa y todos sus fondos personales. Acciones y bonos municipales, fondos de inversión. El testamentó deja bien claro que en caso de morir él, tú heredas R amp; B y sigues al frente de la empresa.
Me quedé boquiabierta. Me sorprendió la generosidad de Mark. Y su amor. Entonces, me di cuenta de por qué la policía sospechaba de mí. De haber conocido el testamento, la única manera que yo tenía de retener R amp; B era matándolo antes de que la disolviera. Me imaginé cómo se presentaría el caso ante el tribunal; los datos se amontonarían como relámpagos antes de la tormenta. Las investigaciones de homicidios tenían su propio clímax, especialmente en los casos importantes. La presión para encontrar un sospechoso llevaba invariablemente a un arresto rápido, justo a tiempo para las noticias de la noche. Y hasta que se formalizara la acusación, se hacía tanto daño a la imagen del acusado como podía hacerlo luego la sentencia final.
– -Estoy metida en un buen lío, ¿verdad? --dije pensando en voz alta.
– No, si yo lo puedo remediar. -Grady se puso el casco y aceleró la moto, que emergió a la vida con un rugido.
Respiré hondo; luego, me puse el casco.
Entré en la sombría sala de espera de la División de Homicidios, en el segundo piso de la central, y de inmediato afronté la horrenda galería de fotos. Nada había cambiado, ni siquiera después de tantos años. BUSCADOS por asesinato, decía a ambos lados de las paredes, las cuales exhibían unos veinte retratos de treinta por veinte centímetros. Cada uno de ellos mostraba esa extraña inexpresividad que solo la ira más profunda puede llegar a producir. No me sorprendió constatar que entre ellos no hubiera ni blancos ni mujeres; los únicos blancos eran los detectives y no había ninguna mujer en aquel sitio.
Salvo yo. Me mantuve al lado de Grady y, pese a lo llamativa que soy, me desdeñaron descaradamente los diez policías que había en la sórdida habitación pintada de un azul horrible. Reconocí a algunos de ellos como testigos de cargo del Estado en viejos juicios. Se arremolinaban fríamente en torno a ajados escritorios metálicos dispuestos en filas irregulares. Unas persianas verticales y sucias bloqueaban la entrada del sol y había una ventana totalmente tapiada por archivadores grises y polvorientos. Lo miré todo como si estuviera en una habitación desconocida. En cierta manera lo era, ahora que yo me había convertido en la principal sospechosa.
Sonó el teléfono en un escritorio delante de nosotros.
– -Homicidios -contestó un detective. Era un pelirrojo robusto que tomaba café de una taza barata-. No, ha salido. Habla Meehan.
Meehan. El apellido me sonó familiar y entonces me di cuenta de quién se trataba. Había perdido mucho peso, pero la voz grave era la misma. La oí el año pasado en el caso de agresión en la zona noreste. Los acusados eran policías de uniforme. Y Meehan había sido uno de los testigos de la paliza que habían llevado a cabo tres policías. Meehan no había sido acusado y era obvio que lo habían ascendido. Nos miramos mientras hablaba por teléfono y su mirada fue únicamente hostil. No podía esperar otra cosa. Lo puse en evidencia durante el interrogatorio y sus tres amigos perdieron el empleo.
– -Señorita Rosato --dijo el teniente Azzic, y nos hizo un gesto para que lo siguiéramos.
– -Vamos --dijo Grady. Eché los hombros hacia atrás y entré junto a él en la sala de la comisaría dejando atrás una habitación pequeña con la puerta abierta y un letrero que decía: unidad de fugitivos. En su interior había dos detectives sentados ante unas pantallas de ordenador. Era el único sitio de la División de Homicidios que parecía pertenecer a esta década.
– Estamos en la sala C de interrogatorios -dijo el teniente Azzic.
La sala C de interrogatorios estaba tal cual la recordaba yo de los viejos tiempos, tan pequeña y sucia como la sala de espera. En una pared había un cristal opaco de los que se usan para identificar sospechosos frente a una mesa con una silla. Otra silla de hierro clavada al suelo estaba tras el escritorio.
– Tome asiento -dijo el teniente acomodando su gran corpachón en una de las sillas. Me hizo un gesto para que ocupara la de hierro y lo hice. Grady permaneció a mi lado y pronto apareció un detective de alta estatura y finos labios con una americana marrón colgada del hombro. Se presentó y se apoyó contra la pared. Los policías siempre interrogan de dos en dos en los casos de asesinato. Solía explicar a mis clientes que era para que uno hiciera el papel de malo y el otro de bueno.
– ¿Le importa si fumo? -preguntó el teniente Azzic sacando un cigarrillo Merit de un paquete blanco.
– Sí -dijo Grady, y Azzic se detuvo.
– -¿Bromea?
– -No, de donde vengo todo el mundo fuma. Usted fue lo bastante amable como para preguntar y yo preferiría que no lo hiciera.
Azzic esbozó una sonrisa y se guardó el paquete en un bolsillo, pero con el cigarrillo sin encender entre los dedos.
– Señorita Rosato, le hemos pedido que viniera aquí porque acaso usted disponga de información que nos ayudaría a comprender lo sucedido al señor Biscardi.
– No hará ninguna declaración, teniente -dijo Grady.
Azzic lo miró fríamente.
– Sería de gran ayuda si nos pudiera explicar lo que pasó anoche entre ella y el señor Biscardi.
– Me doy cuenta, pero ella no va a hacerlo de esa manera. No hará ninguna declaración. Por favor, limítese a hacerle preguntas.
Azzic se me acercó lo suficiente como para que pudiera percibir el olor a nicotina que despedía su americana.
– Señorita Rosato, muchos testigos se hacen un gran favor contando su historia sin abogados de por medio.
Casi lanzo una carcajada.
– Soy abogada, teniente, y ya estoy de por medio.
Los dedos de Grady me apretaron tan fuerte que los sentí a través de las hombreras.
– Ella está representada, teniente. Por favor, hágale la primera pregunta.
– Muy bien. Lo haremos a su manera, al menos al principio. -Azzic cruzó las piernas y asomó la pistolera que llevaba en el tobillo. Se la tapó con el pantalón, pero eso no eliminó el efecto intimidatorio.
– -Señorita Rosato, ciertamente usted conoce el derecho penal y los procedimientos policiales, pero es mi deber decirle cuáles son sus derechos. Tendrá que sufrir en silencio.
– -Adelante.
Recitó mis derechos. Me parecía una rutina cuando se los leían a mis clientes, pero tomaron un significado muy especial ahora que estaba sentada sobre una silla atornillada al suelo y a medio metro de una pistola sujeta a un tobillo. Me esforcé por relajarme y me inventé el juego de descubrir el acento de Azzic. Era rudo, de clase obrera, con unas vocales oriundas del norte de Filadelfia. Tal vez del parque Juniata o acaso de Olney.
– Volvamos al principio -dijo Azzic-. ¿Por qué se peleó anoche con el señor Biscardi?
– No fue una pelea -corrigió Grady-. Fue una discusión.
Azzic lo aceptó casi elegantemente.
– ¿Sobre qué discutió anoche con el señor Biscardi?
Me aclaré la garganta.
– Mark quería disolver la sociedad.
– Pero usted no.
– Bennie… -empezó a decir Grady, pero no le hice caso.
– Me sorprendió, pero yo no tenía otra opción. La sociedad se podía romper por decisión de cualquiera de las partes.
– No le gustó nada, ¿verdad? Usted y él habían fundado la empresa y vivieron juntos muchos años antes de que él empezara la relación con la señorita Eberlein.
Grady me retorció el hombro.
– -Teniente, le recomiendo a mi cliente que no conteste a esa pregunta, si es que se trata de una pregunta. Por favor, prosiga.
Azzic suspiró.
– -Le gritó usted al señor Biscardi durante esa discusión, ¿verdad? Usted estaba enfadada.
Grady volvió a presionarme el hombro.
– Teniente, usted pregunta y se contesta. Hubo una discusión sobre la disolución de la sociedad, pero ambas partes decidieron continuar. Próxima pregunta o lamentaré decirle que tendremos que irnos.