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Era más bajo de lo que recordaba, pero su rostro estaba tan arrugado como siempre tras las gafas de concha con montura transparente. La calva se le había redondeado y aparecía recubierta de pecas por el sol. Aunque era domingo, vestía la usual camisa blanca y corbata, así como traje caqui de Brooks.

El Grande y Poderoso. De pie ante la puerta de la sala D de reuniones, esperando amablemente a un lado.

– Señor Grun -dije atónita.

– ¿Qué? -exclamó llevándose una mano a la oreja.

– ¡Señor Grun!

Sonrió y la parte del labio que quedó a la vista era de un inesperado rojo humedecido.

– -Sí. ¿Me conoce?

Ay, ay.

– -He visto su foto. En el directorio.

– -Mucho gusto en conocerla. --Le flaqueaba la voz, pero aún era firme. Me tendió la mano, que me pareció frágil y reseca--. Usted debe de ser la señorita Frost.

– -Sí, señor.

Entró en la sala de reuniones propulsado por las leyes de la termodinámica y su propia voluntad, luego tomó asiento en cuanto le alcancé una silla.

– Gracias -dijo.

– De nada.

– Entonces, usted debe de ser la señorita Frost – repitió, y me estudió con la mirada. Movía la cabeza calva como la de una tortuga en su cuello duro-. Pues su cara me resulta conocida.

Me dio un vuelco el corazón.

– No, no nos han presentado.

– Su padre. ¿Lo conozco?

– No. -Ni siquiera yo lo conocía.

– ¿No estuvo en Piper, Marbury?

– No, no era abogado -dije, aunque no sabía lo quien era. Un sinvergüenza, según mi madre.

– Pues me resulta tan familiar… ¿Cómo se llamaba su padre?

– Frost, como yo.

– ¿Y su nombre de pila?

¿Jack? No. ¿David? Peor.

– -Grinnell. Grinnell Frost. Como la ciudad de Iowa -Oh, Dios, enséñame a mentir mejor.

– -Grinnell Frost. --Meneó la cabeza vagamente-. Creo que no. De modo que usted viene de nuestra oficina Nueva York. Me gusta mucho la oficina de Nueva York

– -A mí también.

– Tenemos allí muy buenos abogados.

– Así es.

– Pero no me gusta la ciudad de Nueva York.

– A mí tampoco. -Pero no tengo tiempo de hablar de eso.

– La gente no-tiene modales.

– Tiene razón. No prestan atención a nadie.

– La gente -dijo haciendo una filigrana con la mar en el aire- tiene demasiada prisa.

– Demasiada, sí.

– Y las calles están sucias.

– Mucho.

– Inmundas.

– Ruidosas. -Nunca había estado tan de acuerdo con él. Nunca estoy de acuerdo con alguien en muchas cosas, pero me dieron ganas de salir disparada. Salir del edificio.

– -Debe estar trabajando duro, señorita Frost.

– Desde luego.

– -Leí su nota sobre el caso de sistemas informáticos en el que está trabajando.

– -¿De verdad? --Mierda.

– Sí, lamento haber tardado tanto en dar con usted. No vengo a trabajar cada día y no siempre estoy al día con la correspondencia. En cuanto a la legislación, qué decir. Para mí ya es letra muerta, mucho me temo. ¿Está al día con la legislación, señorita Frost?

– Lo intento.

– Debe hacerlo. Es esencial. Es básico saber lo que están decidiendo los tribunales. Ya sabe lo que dijo el juez Cardozo.

¿Que se sobornara a la policía?

– -Por supuesto.

– Las leyes cambian a cada momento. -Levantó un, dedo tan bronceado para esta época del año que recordé que tenía una casa de vacaciones en Baton Rouge-. Ustedes, los jóvenes, tienen ahora la firma. La firma ya funciona sin mí.

No pude ignorar la pesadumbre de su voz.

– Pero estoy segura de que no tan bien. Estoy segura

– Es usted muy amable, señorita Frost -dijo, y desvió la mirada. La fuerte luz de las ventanas se reflejaba en sus gafas haciéndole parecer ciego-. Yo levanté esta empresa, sabe. Con mi amigo, en paz descanse.

– ¿El señor Chase?

– Murió.

– No lo sabía. -Pero lo sabía. Miré la puerta abierta a sus espaldas, pero no había moros en la costa.

– -Eso sucedió hace mucho tiempo.

– -Ya veo.

Suspiró.

– De cualquier modo, usted tendrá el juicio en una semana.

Estaba en juicio ahora mismo.

– -Así es.

– Dijo que necesitaba ayuda. En su nota.

– ¿Ayuda? -¡Qué estúpida! ¡Qué imbécil! ¡Socorro!

– -Era una nota muy poco hábil, señorita Frost -dijo con un rastro de la severidad que yo le había conocida No nos conoce bien. A los de la oficina central. Aquí nadie la ayudará si no puede cobrar.

– -¿No? --Vamos, cuéntemelo.

– -Actualmente, no. En mis tiempos, nos ayudábamos todos. Ni se nos ocurría cobrar por ayudar a un colega Entonces almorzábamos juntos. Hasta tomábamos el té merendábamos juntos. Entonces éramos socios. Socios di verdad.

– ¿Meriendas? ¿En Grun?

– Pues sí. -Casi sonrió al recordarlo-. El señor Chase preparaba el té y todos tomábamos té y comíamos chocolate juntos. Un trocito, cada tarde. Chase, yo y McAlpine. Años después, Steinnman.

– ¿Chocolate? -Intrigada, casi me olvidé de la policía.

– -Sí, chocolate. A Steinnman le gustaba el chocolate más que a todos nosotros juntos. Tenía que comer chocolate cada día.

– -¿Qué clase de chocolate, señor Grun? -Dígame «con leche». ¿Así había comenzado?

– -Siempre de la misma clase. A todos nos gustaba de la misma clase.

Dígame «con leche». De modo que era así. Nada de tiranía, sino camaradería, amistad. Me sentí mal. Durante años, le había juzgado injustamente.

– ¿Le gusta el chocolate, señorita Frost?

Esta vez no tuve que pensármelo.

– -Me encanta el chocolate, señor Grun.

– -¿Qué clase de chocolate? ¿Con leche o amargo?

– -Solo con leche. --Me sentí mucho mejor.

– -El otro es demasiado amargo.

– Tiene razón.

Sonrió contento.

– El chocolate con leche es algo maravilloso.

– Lo es.

– Hay cosas en la vida que no se pueden mejorar.

– Como un buen spaniel.

Volvió a sonreír.

– ¿Le gustan los perros, señorita Frost?

– -Sí.

– -Y también me gustan los gatos.

Pensé en Jammie.

– -Están muy bien.

– -Tuve una gata una vez, Tigresa. Tenía rayas. Le encantaba comer requesón. Lo lamía de mi dedo. --Meneó la cabeza--. Entonces, todos nos ayudábamos. No importaba si se cobraba o no. En absoluto. ¿Por qué cobrar y hacer quedar mal a un amigo?

Por qué, ciertamente.

– Así es como se construye un bufete jurídico. No con casos, ni siquiera con clientes. Con amistades. Así se puede crecer en reputación, en fortaleza. Se transforma en algo… orgánico. De esa manera.

Pensé en R amp; B. Mark tenía razón. Se acabó tan pronto como nosotros empezamos a distanciarnos.

– En el fondo, el valor está en la amistad. -Respiró hondo. Pues bien, aquí estoy. Vi su nota. Sabía que hoy estaría trabajando. Pensé que podía serle útil. ¿Podría serle útil de alguna manera, señorita Frost?

Dios mío, no sabía qué decirle.

– He trabajado en muchos casos de garantías. He defendido más de veinticinco ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos.

– -¿Veinticinco? --Yo no había defendido ninguno.

– No me importa el trabajo de documentación. Me gusta el trabajo duro.

Pero no había documentos. Ni siquiera había un juicio. No sabía qué hacer. Me acordé de mi madre, lo que me dio la solución. Me haría perder tiempo, pero no podía irme ahora haciéndole sentirse más inútil de lo que ya era.

– -Ciertamente, me encantaría contar con su ayuda, señor Grun. Sería un honor…

– -Muchas gracias.

– -Primero, permita que le cuente los hechos.

– -¿Nada de documentos?

– -No. Si me lo permite, le contaré mi argumentación inicial.

– Como quiera.

– Es un juicio con jurado, de modo que quiero abrir la sesión con las palabras justas.

– Buena chica. Los jurados toman sus decisiones después de la apertura. Muéstrese respetuosa. No les hable en voz baja. Y vaya vestida de azul. Yo lo hice siempre.

– -Lo haré --le dije, y empecé a contarle una historia. Una historia en la cual una nueva empresa informática quería que se supiera la verdad, pero las firmas informáticas más importantes mentían a la pequeña empresa y al gobierno. Inventaba la historia sobre la marcha, sacando la mitad de mi propia experiencia y la otra de lo poco que sabía de derecho de garantías.

Me escuchaba con suma atención y concentración; ni siquiera se movió cuando el sol de la tarde traspasó la ventana y le dio directamente en la cara. Había caído en un sueño profundo solo conocido por los ancianos y los viejos spaniels, de modo que recogí mis papeles, la ropa y el portafolios, le escribí una breve nota y me fui.

Cerré con cuidado la puerta de la sala de reuniones, luego traspasé la puerta de seguridad y bajé en ascensor hasta la planta baja. Estaría a salvo lejos del Silver Bullet, fuera de la vista, en cualquier parte. Podía ir a un millón de sitios. El aeropuerto, la estación de tren. Necesitaba un lugar en el que organizar mis pensamientos y esconder mis pertenencias.

29.° piso.

Tenía que descubrir quién había matado a Mark y la intuición me decía que Grun tenía algo que ver. Algo en el fondo de mi cerebro pugnaba por salir.

25.° piso.

Sobre las firmas jurídicas. Pensé en Mark, muerto, y en R amp; B, difunta. ¿Quién había puesto las tijeras ensangrentadas en mi casa? Retrocedí mentalmente en el tiempo.

15.° piso.

Hattie había dicho algo. ¿Quién había traído cosas a mi apartamento? Renee Butler. Dijo que me devolvía unos libros que yo le había prestado. ¿Había sido ella quien había dejado las tijeras?

10.° piso.

¿Se trataba de Butler? De ser ella, me había engañado por completo. Y siempre había dado la sensación de que Mark le caía bien, pero acaso todo era en beneficio de Eve. Pero ¿cómo había encontrado a Bill? ¿Y por qué?

Planta baja. Se abrieron las puertas del ascensor. Estaba a punto de salir, pero me contuve en el último instante.

Había tres policías en recepción. Ni el negro ni el rubio, eran otros. Con ellos estaba un hombre de traje oscuro a quien reconocí en el acto. El detective Meehan, de la División de Homicidios.

Contuve la respiración. No podía salir. Estaba demasiado asustada para fingir ser Linda Frost. De cualquier modo, no funcionaría con Meehan. Estaría acabada.

Quise salir del edificio. Al otro lado del vestíbulo estaba el ascensor de carga. Lo había usado una vez cuando me fui de Grun. Conducía al sótano y al aparcamiento.

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