A mediodía, caminaba por la avenida Benjamín Franklin bajo las banderas inmensas y coloridas que colgaban de las farolas. Ondeaban como velas marinas en la fuerte brisa que llegaba del río Schuylkill, a menos de diez manzanas, haciendo traquetear las cadenas que las ligaban a los postes. Al verlas, me entraron ganas de ir a remar al río. El agua estaría agitada por el viento y habría pequeños pájaros blancos dando vida al paisaje. Quizá esta noche, me prometí mientras me encaminaba al monolito cromado conocido como el Silver Bullet para encontrarme con Sam Freminet, mi amigo de los grandes éxitos, y convencerlo para almorzar juntos.
Entré en el vestíbulo de mármol del edificio y cogí el primer ascensor solo para sentir un conocido retortijón en el estómago mientras el ascensor ascendía hacia mi viejo bufete, el archi-conservador Grun amp; Chase. Lo llamábamos Gruñidos y Chanzas, pero evité los malos recuerdos. Yo había dejado de formar parte de Grun amp; Chase y no era propiedad de nadie.
– -¿Dónde está el Llanero Solitario? ¿Está en la casa? --le pregunté a la joven recepcionista cuando se abrieron las puertas en el piso de Sam. Ella no tenía ni idea de quién era yo, pero supo de inmediato a quién me refería.
– -Sí. ¿A quién debo anunciarle? --Estaba a punto de coger el teléfono, pero dudó de si era una abogada o una camorrista, cuando en realidad yo era un poco de cada cosa.
– Bennie Rosato, su italiana favorita -dije, e ignoré su mirada recelosa. Había visto esa mirada tantas veces como había oído la consabida frase «¿Hace frío en esas alturas?», porque, por alguna razón, no tengo ninguna pinta de italiana.
Pasé junto a los costosos tapices Amish y los inmensos óleos de las paredes, y junto a secretarias con carpetas en las manos que daban un ostensible sentido laboral a sus risitas conspirativas. No reconocí a ninguna; todas las conocidas habían sido lo bastante listas como para marcharse.
– Hola, señoras -dije de todos modos, porque siento especial simpatía por las secretarias. Mi madre lo había sido, o al menos eso dice.
– Hola -contestó una de las secretarias. El resto sonrió suponiendo que yo era un cliente, ya que ningún abogado de Grun se hubiera molestado en saludar a las secretarias.
Pasó un letrado dándose ínfulas, pero tampoco lo reconocí. De los quince asociados que éramos, sólo había seguido Sam, más tarde promocionado a la categoría de socio. Desde entonces, había ascendido los distintos niveles de socio hasta llegar a la cúpula. Se convirtió en el socio más joven de la historia, lo que representa un módulo fiscal equivalente al de un teniente general. Si hubieran sabido que Sam era homosexual y no un simple excéntrico, lo habrían despachado sin pérdida de tiempo.
Llegué al soleado despacho de Sam y cerré la puerta detrás de mí.
– ¡Cariño, soy yo!
– ¡Beenniiiee! -Sam levantó la mirada. Sus ojos azules brillaron tras las gafas. Tenía un rostro apuesto con una nariz recta y finas mejillas flanqueadas por un cabello casi pelirrojo que se recortaba cada cuatro semanas-. ¿Cómo estás? -dijo dando la vuelta al escritorio para darme un abrazo cariñoso.
– Necesito ánimos. ¿Cómo estás tú?
– Loco, como de costumbre, y animar al prójimo es mi especialidad. Siéntate. -Me señaló un sillón de cuero y volvió a su silla tras el escritorio dando pasitos de payaso-. Tranquila, tranquila. Liquidaremos a quien te moleste.
Me reí y dejé caer en el sillón.
– ¿Ves? Ya está funcionando.
– Lo sabía. Por eso he venido. -Paseé la mirada por las viñetas de cómics enmarcadas que colgaban de las paredes entre sus dos diplomas de Harvard. Desplomados sobre una mesa de cristal junto a una ventana estaban los muñecos de Sylvester el Gato, Foghorn Leghorn y Porky Pig. Pepe Le Pew había caído en un abrazo pornográfico con el Demonio Tasmanio-. Veo que Pepe está fuera de control una vez más.
– Como de costumbre. Ese forajido es un perfecto imbécil.
– No digas eso de mi Pepe.
– Pepe no tiene ni idea de lo que importa en la vida. Daffy es todo lo contrario. Es un águila con las prioridades.
– -¿Como cuáles? --pregunté, aunque la respuesta me estaba mirando a la cara. Sobre el escritorio había una estatuilla de Daffy sentado sobre una montaña de dólares y una leyenda que decía: CUANTOS MÁS, mejor; más rápido, MÁS BARATO--. ¿Dinero?
– -Sí, dinero, y no lo pronuncies de ese modo. Daffy es la mismísima realidad, Bennie. Daffy es Dios.
– Es demasiado codicioso.
– -Nunca se puede ser demasiado codicioso, chica. ¿Sabes por qué soy el mejor abogado en bancarrotas de estos pagos?
– ¿Porque estás en bancarrota moral?
– -Solo en parte, pero la razón principal es que comprendo el dinero. Adonde ha ido, dónde tendría que haber estado, cómo conseguir que vuelva. Tengo un sexto sentido para eso. Tú, por otro lado, mantienes la absurda creencia de que el amor es más importante que el dinero. ¿Qué clase de abogada eres?
– -Un dinosaurio.
– -Se han extinguido.
– Que así sea, pero Pepe Le Pew es mi hombre.
– Ah, ze l'amour. Ah, ze toujours. Ah, la grande ilusión -dijo Sam en su francés chapurreado-. Un Romeo sentimentaloide. A ti se te puede comprar, ¿sabes?
– Y una mierda.
– Pues sí, mi pequeña progresista. Se te cae la baba por un buen perdedor, cualquier clase de perdedor. Cuanto más perdido, contusionado y puteado, mejor. Lo mismo me sucede cuando diviso una bancarrota. Somos los perreros de la profesión.
– Gracias.
Sam me miró con expresión burlona.
– ¿No te estoy levantando el ánimo?
– -Estoy bien.
– -¿Qué pasa, mi pequeña remera de amor? ¿Aún te duele lo de Mark?
Suspiré, resignada.
– -Sorprende, ¿no? Me dejó hace un mes. Ya tendría que haberlo superado. --Sentí ganas de patear algo, pero todos los muebles eran de vidrio.
– -No ha pasado tanto tiempo, Bennie. ¿Estuvisteis juntos cuánto, seis años?
– -Siete.
– Te va a doler un tiempo, supongo. Esa mierda de Eve es muy relamida. Estuvo aquí la semana pasada con Mark y me molestó muchísimo. Tan de plástico, tan suave. Es la muñeca Barbie de la abogacía.
Sonreí.
– ¿Por qué me llamaste anoche, Samuel? Llegué a casa demasiado tarde para devolverte la llamada.
Se inclinó sobre su escritorio.
– -Estoy preocupado. Me ha llegado un rumor muy desagradable. Hay una retirada de asociados en marcha, ¿lo sabías?
– ¿Alguien de Grun ha pegado la espantada?
– -No, en R amp; B. 1
– ¿Qué? ¿En mi firma?
– Eso es lo que he oído -dijo asintiendo con la cabeza-. Un amigo mío recibió una llamada de uno de vuestros asociados. Dijo que pronto tendría que buscarse otro •empleo y que a otro colega le pasaba lo mismo.
– -¿Quiénes? ¿Quiénes son esos asociados?
– -No me lo dijeron. Sólo contamos con ese dato. Le dije que yo no necesitaba a nadie que no conociera el código, que no tengo tiempo para entrenarlos. ¿Qué está pasando, Bennie? ¿Podéis permitiros perder dos asociados? "
– No, no con los casos que nos están llegando. Maldita sea. -Sólo teníamos siete, y Mark y yo éramos los únicos socios-. No puede ser verdad.
– ¿Por qué no? Tú sabes cómo funcionan estas cosas, especialmente en los últimos tiempos. La mitad de las empresas de esta ciudad están cerrando. Mira a Wolf, a Dilworth. Es como si hubiera diez suicidios en masa cada vez.
– ¿Por qué un asociado querría irse de R amp; B? Dios santo, ganan casi lo mismo que yo.
– Son unos ingratos. El socialismo no funciona, la autocracia sí. Pregúntaselo a Bill Gates. Pregúntaselo a Daffy Duck.
Me froté la frente.
– -Tratábamos de hacerlo de una forma diferente. No como en Grun.
– Qué montón de mierda. Tendrías que haberte quedado aquí. Podríamos estar trabajando juntos, divirtiéndonos. Podrías haber sido mi mano derecha. Lo único que tenías que decir era «chocolate con leche» y todo hubiera sido diferente.
Recordé lo sucedido aquel día. Había recibido la llamada del Grande y Poderoso Grun. Un montón de asociados vinieron a mi despacho a prepararme para la Gran Visita, a contarme cuál sería la Pregunta que me haría y la Respuesta que le tenía que dar. «Di chocolate con leche.» Y me lo repetí en voz alta para no olvidarme: «Con leche».
– Sabías que te ofrecería un chocolate Godiva…
– -Y que me preguntaría si lo quería con o sin leche.
– -Se esperaba que dijeras «con leche», su favorito. Pero no, mi Bennie tuvo que decirle: «No tomo chocolate, señor Grun». -Sam sacudió la cabeza con tal muestra de dolor que no pude dejar de reírme.
– -¿Y qué? ¡Yo no tomo chocolate!
– -¿No pudiste comerte un trozo de esa mierda de chocolate? ¿Te hubiera matado? ¿Se te hubiera atragantado?
– Exactamente -dije, aunque no se lo expliqué. De cualquier manera, Sam conocía mi historia. Había tragado ya tanta mierda que se me habría atascado en la garganta y me habría sofocado la terrible necesidad de complacer, de decir que sí, lo que usted mande y a cualquier precio. Me levanté y me dirigí a la puerta-. Será mejor que vuelva a la oficina. Quiero ver lo que pasa. Gracias por la información.
– Espera, he oído que estabas en las noticias del mediodía. Defendiendo a ese grupo a favor de los derechos de los animales que provocó un desorden público.
– No fue un desorden público y se trata de una pareja, no un grupo. Dos chicos, uno confuso y la otra, no tanto.
– -Tenía que encarar el problema de Eileen, pero al menos |hora estaba entre rejas.
– Pues esta vez estoy del lado de la policía. Furstmann dice que está a punto de conseguir una vacuna contra el
– Lo sé…
– Dile a tus clientes que vengan a verme cuando le lleve la comida a Daniel. Ni siquiera puede tragar debido a la enfermedad. Le tengo que comprar comida para bebés. Díselo a tus clientes. -Un solo cliente. Y tengo al tipo adecuado.
– ¿Buen tipo? ¡Que lo jodan! -Sam enrojeció de ira. Tenía un pronto terrible, sobre todo después de que lo hicieron socio-. ¡Déjalo que se represente a sí mismo! Aún mejor, deja que una de sus ratas de laboratorio lo represente y ya veremos cómo se las arregla entonces. ¡Espero que los policías le hayan hecho entrar en razón!
– -Cálmate, no quieres decir eso.
– -Pues sí. ¡Yo mismo le daría una buena paliza! Yo y todos los maricas que conozco. ¡Lo golpearíamos con nuestras carteras!