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Me mantuve alerta, vigilando que no hubiera coche de policía, pero no vi más que uno que patrullaba por Kelly Drive, el camino zigzagueante que bordeaba el río Schuylkill. Tal vez la policía no hubiera pinchado el teléfono, por no considerarlo una prueba suficiente o por falta de tiempo, o quizá eran demasiado idiotas para adivinar cuál sería mi sitio favorito. O tal vez me estuvieran esperando y me vigilaban sin que yo me diera cuenta. Observé la orilla con una sensación muy desagradable la boca del estómago.

Era una noche con brisa a orillas del Schuylkill y viento que provenía del río era frío y húmedo. Me senté bajo un arbusto en el Azalea Garden, donde simulaba se una persona que había salido a hacer ejercicio en un me mentó de descanso. Temblaba de frío. Era bastante ver símil y el camuflaje perfecto, ya que los senderos pavimentados al lado del río atraían a muchos patinadores deportistas incluso de noche.

Miré la hora. Las once y media. Tenía que ir ya. Recogí mi pequeña bolsa de papel y me levanté lentamente pues tenía las piernas rígidas y doloridas. Miré en derredor buscando algún coche patrulla de policía, pero había moros en la costa. Solo quedaban los deportistas fanáticos. Como yo.

Corrí lentamente sobre los vasos de papel aplastados que tapizaban el camino a la caseta de botes, el sucio recordatorio de una divertida tarde de jogging. Había unas veinte casetas en fila y la de la universidad estaba en el centro. Llegué a la puerta roja, me aseguré de que nadie me viera y tecleé la combinación que la abría. Entré y empujé la puerta, que se cerró automáticamente.

La entrada era grande y estaba vacía y a oscuras. Había dos ventanas que daban a la calle, de modo que no me arriesgué a encender las luces. Tampoco lo necesitaba, ya que me conocía el sitio de memoria. Fotos de remeros cubrían las paredes y un viejo sofá verde de cuero estaba al lado de la puerta. A la izquierda se extendía la inmensa sala donde se guardaban las embarcaciones de los hombres; a la derecha, el anexo para las mujeres, construido más tarde.

Me desplomé en el sofá y sentí los olores familiares de grasa para los ejes, madera barnizada y sudor humano. Estaba a salvo, por el momento. Era mi lugar favorito. Recorrí con la mirada las fotos a la escasa luz que dejaban pasar las ventanas. Viejas fotos de equipos masculinos y femeninos de ocho remeros, las tripulaciones levantando trofeos en lo alto o arrojando a sus pequeños timoneles al agua. Era una tradición de las regatas, como ceder la camiseta al ganador, una especie de lección de humildad. Al haber perdido no solo la camiseta, sino todo lo demás, en este momento esa lección me llegaba al alma.

Me buscaban por asesinato. Ya estaría en todos los titulares. ¿Qué pensaría Hattie? ¿Y qué pasaría con mi madre? Me permití diez segundos más para tomar conciencia de la situación y luego fui arriba con mi bolsa para tratar de salvar mi vida.

– Bennie, ¿eres tú? -susurró Grady.

Lo cogí por la manga de la chaqueta y lo hice pasar ¿errando de inmediato la puerta.

– Por supuesto que soy yo.

– -Pero tienes el pelo tan corto…

– -Tiene dos dedos de largo. -Me lo había cortado con unas tijeras que encontré en el taller de reparación de los botes.

– ¿Qué le ha pasado al color? No puedo ver bien, está tan oscuro… ¿Es negro?

– No, rojo. Un rojo brillante especial para ocultarse. --Me pasé una mano por los cabellos húmedos y recién teñidos. Entre el teñido, la ducha caliente y la ropa limpia, me sentía mejor, con más control de la situación--. Es L'Oreal, ocho dólares el paquete en el supermercado. Creo que los valgo.

– -¿No es demasiado llamativo el rojo para disfrazarse?

– -Mido metro noventa de altura, Grady. Nací llamativa. Además, para pasar de rubio a negro necesitaría dos paquetes y no los valgo. ¿Has traído la cartera?

– Aquí la tienes. -Me la pasó-. ¿De dónde has sacad ese vestido? ¿Es amarillo? ¿No es demasiado llamativo para un disfraz?

– ¿Qué eres, un policía de la moda? Es el único que tenía aquí en el armario. -Abrí la cartera y eché una mirada al interior. Los documentos de Mark, la carpeta de Bill Kleeb y un teléfono móvil. La cerré sin ganas de sentirme agradecida a Grady. Alguien me quería cargar el asesinato de Mark y tal vez fuera él--. Debes irte ahora, Grady. Gracias por tu ayuda.

– ¿Qué? Si acabo de llegar. ¿Qué piensas hacer?

– No lo sé todavía. Ya pensaré algo. -Se me había ocurrido que debía salir de la ciudad y encontrar a Bill Kleeb, pero no le diría a Grady más de lo necesario. Tienes que irte, por favor.

– Quiero ayudar.

– No necesito ayuda.

– ¿Por qué te comportas de una forma tan extraño? ¿Sabías lo de la muerte del presidente de Furstmann?

Reaccioné ante la acusación.

– -¿Quieres decir si conspiré para matar a ese hombre? Por supuesto que no. ¿Le contaste a la policía que anoche me vi con mis clientes?

– -No, Azzic me interrogó, pero le dije que se trataba de información confidencial entre abogado y cliente y me dejaron irme.

¡Hum!

– No me gusta. Lo normal es que te hubieran apretado más las tuercas.

– -Estoy de acuerdo. Pensé que me dejaban para ver si los conducía hasta ti.

Me quedé de piedra.

– -¿Y lo has hecho?

– -No, no, y si me han seguido, los he perdido de vista. Pergeñé un plan con un primo mío. Vino, recogió mi moto y salió para Nueva Jersey. No nos pueden reconocer con el casco puesto. Si lo están siguiendo, ya deben andar por Marlton.

Muy inteligente, si era verdad.

– Muy bien. Gracias. Y ahora, ¿quieres irte?

– ¿Intentas deshacerte de mí? Soy tu abogado. Déjame que lo sea.

– No se trata ahora de la abogacía. Esto es ayudar y encubrir. No debes implicarte más de lo que ya estás.

Dio unos pasos hacia el interior.

– -¿Qué hay aquí?

– -Botes, niño de Harvard.

No me hizo caso y entró en el ala de hombres de la caseta. Era una habitación inmensa, lo suficiente para guardar dos hileras de botes de ocho remeros sobre fuertes caballetes. La luz de la luna pasaba apenas por las ventanas y hacía brillar el barnizado de los esquifes. La camisa blanca de Grady resaltaba a la luz mientras caminaba, pero no logré ver lo que estaba haciendo.

Permanecí en el umbral, demasiado angustiada para seguirlo. Podía matarme y nadie se enteraría. Cogí un destornillador que vi a mano y me lo escondí en la cintura, aunque no tenía el menor deseo de tener que utilizarlo.

– -Quiero que te vayas, Grady --le dije esperando que el tono de mi voz no delatara el estado de nervios en que me encontraba--. Puedes convertirte en cómplice.

– Esto es sorprendente -dijo, y su voz provenía de la sala de hombres. Mis ojos se acostumbraron a la penumbra y pude distinguir su silueta al lado de los botes de fibra de vidrio. Pasaba los dedos por la proa de uno de los botes-. Los botes tienen nombre.

– Esto es América. Y ahora, se ha terminado el espectáculo. Hora de irse.

– -Basta de malhumor, ¿quieres? No hay policías fuera. Lo he comprobado. Mira esto. Aquí pone «Paul Madeira» y aquí hay otro con «Ernest Ballard IV». ¿Quiénes son?

– -Chicos blancos ricos. ¿No deberías marcharte ya?

– -Nunca había estado en un cobertizo de regatas. ¿Por qué no me lo enseñas? El remo es importante en tu vida. Me gustaría saber más al respecto.

– Lo único que hay aquí son botes, Grady. Son marrones y flotan en el agua. Hay muchos. -Caminó en mi dirección, pero yo retrocedí hasta la entrada y me introduje en el anexo de mujeres del otro lado.

– ¿Qué hay allí? ¿Más botes?

– Los botes de las chicas.

– ¿Son de color rosa?

– -Son más ligeros. Adiós.

– -No seas tan grosera. ¿Los botes femeninos van tan rápido como los de los hombres?

– -Si la chica idónea está a los remos, sí.

– -¿Eres tú una chica idónea?

– ¿No te vas? -Casi tenía el destornillador en la mano, pero él se dio la vuelta rápidamente y casi me pilla por sorpresa.

– A ver si adivinas la sorpresa que te he traído. Te daré una pista. -Sonreía con una anticipación que parecía genuina, al menos en la oscuridad.

– Grady, no estoy para juegos. No sé si sabes que me han acusado de asesinato. No tiene ninguna gracia.

– -Vamos, inténtalo. Es más grande que una panera.

– ¿Tu ego?

– Difícilmente. Está aparcado en la calle cargado de gasolina súper.

– ¿Un coche? ¿Me has traído un coche? -Me dio un vuelco el corazón, pero volví a dudar de él-. ¿Cómo sabías que necesito un coche?

– -Sabía que tenías que salir de la ciudad. --Sacó unas llaves del bolsillo y las hizo bailotear a la luz de la luna--. Es nuevo y flamante.

– -¿Cómo lo conseguiste?

– -Es de mi primo. Se lo cambié por la moto.

– Hora de irse. -Pese a mis dudas, le arranqué las llaves de la mano-. Y ahora márchate. --Lo volví a empujar hacia la puerta, pero no retrocedió.

– Quiero ir contigo, Bennie.

– -Imposible.

– -¿Por qué? ¿Por qué has de ir sola?

– Me gusta estar sola.

– -No es eso -dijo con firmeza-. Hay algo que te preocupa. Te muestras fría conmigo. Es obvio. No confías en mí ¿verdad?

Mierda.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque te mentí sobre mis reuniones con Mark, ¿no es así? No tienes que decírmelo, lo sé. Descubriste que había estado con Mark porque consta en su agenda.

Miré lo que había en la cartera. Lo sé, Bennie. Te puedo decir por qué mentí. Deja que te lo explique.

– -Quiero irme ahora mismo, Grady. No puede estar más claro para mí. -Pasé por su lado y me dirigí a la puerta, pero me cogió del brazo por sorpresa.

– Me encontré con Mark. Dos veces. La primera vez me dijo que abandonaba la firma y quería que me fuera con él. Dijo que, aparte de Eve, era el único asociado que quería llevarse.

– -¿Qué le contestaste?

– -Que no. La segunda vez lo llamé yo y nos encontramos en The Rittenhouse. Traté de convencerle de que no diera ese paso.

– -¿Por qué?

– ¿Por qué piensas tú que lo hice?

– No tengo ni idea -dije, aunque empezaba a tener una ligera idea. Lo podía sentir. Lo veía venir por la voz cada vez más ronca de Grady y la manera en que se me acercaba en la oscuridad.

– Por ti. No quería que te hiciera daño. Sé lo que significa el bufete para ti.

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