La casa de Marshall estaba en un barrio residencial del oeste de Filadelfia, no lejos del Franklin Field, con un ornamentado porche pintado en tres colores diferentes. Llamé a la puerta pintada de gris. Aún estaba con la camiseta sudada y los pantalones de deporte. Finalmente se abrió la puerta. Unas campanitas atadas al pestillo repiquetearon sonoramente.
– ¿Qué quiere? -preguntó la mujer que me atendió. Era una arpía de exuberante cabellera con una falda larga que, evidentemente, compartía las ideas políticas de Marshall, pero no su dulzura y simpatía.
– Usted debe de ser una compañera de Marshall. Yo soy…
– La vi hoy en las noticias. Es la jefa de Marshall.
– -Sí. Hoy no ha venido a trabajar.
– Lo sé.
– -Me gustaría hablar con ella.
– -No está aquí.
– -¿Dónde está?
Su única respuesta fue encoger los flacos huesos sus hombros a través de la camiseta teñida.
– ¿Qué quiere decir? ¿Que no lo sabe o que no me dice?
– Mire, ¿qué quiere?
– -Quiero que le haga llegar a Marshall un mensaje mi parte. Es importante. Dígale que yo no lo hice. Y dígale que espero que ella tampoco.
Me cerró la puerta en las narices y las campanillas tintinearon alocadamente.
Volví corriendo hasta la oficina pasando por el puente de la calle Tercera y entré en la ciudad cuando todo el mundo salía de ella. El tráfico se encaminaba hacia la autopista Schuylkill. El sol ya estaba bajo y ardía, naranja, en mi hombro izquierdo. No había nada que pudiera hacer con Renee y, al parecer, lo mismo me ocurría con Marshall. Era de suponer que esta no corría peligro, dada la reacción de su amiga. ¿Tuvo algo que ver con la muerte de Mark? Era la única del despacho que podía navegar por las profundidades del sistema informático. Tal vez había descubierto los archivos ocultos de Mark. ¿O había acaso otros secretos cibernéticos? ¿Secretos que yo desconocía?
Cogí la calle Lombard corriendo en dirección contraria y giré en la Veintidós, pasando por la pizzería griega, un videoclub y las mansiones más lujosas del barrio. Aminoré la marcha al acercarme al despacho porque allí había una verdadera conmoción.
Había coches de policía en hilera con sus luces rojas, blancas y azules girando como una advertencia silenciosa. El tráfico estaba cortado y los policías hacían sonar sus silbatos para desviar los coches. La presencia de la policía me inquietó y me hizo tomar precauciones. Hacía tiempo que había dejado de pensar que los policías eran amigos míos.
Se había congregado un montón de gente y me acerqué a la multitud. Me situé al lado de una anciana que contemplaba la escena con los brazos gordezuelos cruzados sobre el pecho.
– -¿Qué pasa? --pregunté--. ¿Un accidente?
– No exactamente -me contestó mirándome con sus gruesas gafas Woolworth. Sus ojos, agrandados por el cristal, parecían extraviados. A su lado había un perro blanco con una correa de soga que tenía cataratas azuladas en los ojos.
– Bonito perro -dije. Me gustan todos los perros, hasta los feos.
– -Se llama Buster. Está ciego.
– -¿Ciego? ¿Muerde?
– -No.
Me agaché para rascarle la cabeza, pero se me abalanzó con los dos dientes que le quedaban.
– -¡Eh, usted me dijo que no mordía!
– No muerde, pellizca.
A veces, detesto la ciudad.
– La policía está buscando a alguien.
– ¿A quién?
– No lo sé. Lo acabo de oír. Es un asunto de drogas. Ese es el móvil de la bomba.
– ¿Qué bomba?
– -Ese hombre, el de las drogas. Le han puesto una bomba. -Se subió las gafas-. Una bomba en el coche, por el sida.
– -¿Qué?
– -El sida. Lo dijeron en las noticias.
– -¿Cuándo? --¿Se trataba del presidente de Furstmann? ¿Sería posible?--. ¿Cómo?
– Buscan a la mujer que lo hizo. Eso es lo que oí.
– ¿Qué mujer? -¿Eileen? La policía sabía dónde vivía.
– -Lo hizo una terrorista. Trabaja aquí mismo. Una abogada. La van a arrestar.
Se me hizo un nudo en la garganta. Una abogada. Vive y trabaja aquí. Tenía que ser yo. ¿Qué estaba pasando? Estaba aturdida. Me di media vuelta y me alejé de los coches de policía. Mis pies me transportaban casi automáticamente. ¿Adonde iba? Ni siquiera lo sabía. Lejos. Lejos de la ciudad y de los policías.
Me puse a correr frenéticamente. El corazón me palpitaba, tenía acelerado el pulso. Ya no era por deporte; era una huida. Huía de la ciudad, lejos del centro comercial. Se hizo de noche mientras corría, pero solo me detuve cuando no vi más coches de policía. Me faltaba el aliento. Me lancé a una cabina telefónica cubierta de pintadas y con la bombilla rota. Cerré la puerta y marqué los números con mi tarjeta de crédito. Temblaba.
– ¿Sí? Habla Wells -dijo al descolgar.
– -Grady, ¿qué está sucediendo? --Me habría encantado oír su voz de haber confiado en él.
– -¡Bennie! ¡Bennie! ¿Dónde estás? --Por el tono, me dio la sensación de que era algo sumamente urgente--. La policía te busca. Encontraron unas tijeras con sangre en tu apartamento. Las analizaron y era la sangre de Mark. Dicen que es el arma homicida, Bennie. Tengo una orden de arresto delante de mí.
– -¿Qué?
– Espera, aún hay más. Quieren interrogarte sobre otro asesinato, el del presidente de Furstmann.
– -Oh, Dios santo. ¿De verdad lo han matado?
– -Una bomba bajo el coche, en la puerta de su casa. La policía dice que te citaste con unos activistas de derechos de los animales. ¿Cómo lo saben?
La cabeza me empezó a funcionar a mil revoluciones. Azzic debía haberme seguido, a menos que Grady me estuviera mintiendo y se lo hubiera dicho él mismo.
– Bennie, ¿sigues ahí? ¿Te encuentras bien? Dicen que también estás involucrada en este asesinato. Azzic arrestó a Eileen gracias a ti y ella ahora es la testigo de la acusación. Les dijo que tú organizaste el atentado y que la usaste para que la culpa recayera en ella.
– -¡Eso es ridículo!
– Tienen la confesión que te implica. Su amigo Kleeb ha desaparecido. Azzic está ahora mismo en la puerta. Quieren que te entregues.
– Pero si yo no lo hice. ¡Yo no he hecho nada!
– Entonces no vengas ni digas nada más. Es posible que controlen las llamadas, incluso que hayan pinchado los teléfonos.
Pensé rápidamente.
– Ve a mi despacho y coge la cartera. Recógeme a medianoche en el lugar que más me gusta del mundo. Asegúrate de que no te siguen. ¿Comprendido?
– -Comprendido.
Colgué el teléfono debatiéndome sobre si había hecho bien al hacer esta llamada. No había tenido otra opción, pero me confié a alguien de quien tenía todas las razones para desconfiar. ¿Sería capaz Grady de descifrar el lugar donde tenía que recogerme? ¿Habrían oído nuestra conversación los policías? De cualquier manera, ¿dónde estaba? Miré a mí alrededor. Las farolas estaban rotas y la esquina, a oscuras. Frente a la cabina había una tienda abandonada con tablones clavados sobre las ventanas. Había pintadas por todas partes. Traté de encontrar un letrero que me dijera en qué calle estaba, pero estaban rotos.
No tenía ni idea de adonde ir. Me apoyé en el tabique de la cabina a oscuras, junto a una grieta que atravesaba toda la mampara de plástico. Me sentí vacía, rota, presidente de Furstmann había muerto porque yo había permitido que Eileen me engañara. Ahora estaba haciéndome la cama. Me pregunté si los policías tendrían suficiente con acusarme de dos crímenes. No tenía coartada para este último. Estaba haciendo jogging cuando sucedió. Pedirían la pena de muerte, seguro.
Me senté en el suelo mugriento de la cabina con rodillas contra el pecho. Estaba medio desnuda y tenía frío. Era la principal sospechosa de dos asesinatos que no había cometido y alguien había dejado el arma homicida en mi apartamento. Mi abogado, mi única conexión con el mundo exterior, era alguien en quien apenas confiaba. Todo se derrumbaba a mí alrededor y no tenía fuerzas suficientes para evitarlo. Por primera vez en mi vida, me sentí indefensa.
Indefensa, paralizada. Estaba muerta de frío.