Un, dos, tres, respira. Cae sobre las plantas de los pies. Subía y mis pasos relampagueaban cuando alcancé las alturas vertiginosas del estadio. Salí del sol y entré bajo la aireada tribuna superior, bajo las columnas que sostenían el techo del estadio. Allí soplaba el viento y estaba fresco y en penumbra. Arriba, arriba, arriba. Me resbalaba el sudor por la frente. Y el corazón me palpitaba como un pistón. Había corrido así con Renee aquel día. Traté de reconstruir mentalmente la escena.
El sol picaba de verdad. Renee llevaba unos pantalones cortos de la marina y una camiseta demasiado gruesa. Sudaba y resoplaba; alrededor de su cuello se balanceaba una cadena de plata a medida que corría.
Llegué a la última fila y me detuve un momento, jadeante, luego me di la vuelta y bajé corriendo. Un, dos, tres, abajo. Bajar era más duro de lo que parecía, ya que había que mantener el equilibrio a cincuenta metros del suelo y con la cabeza mareada por el ejercicio. La suela de goma de mis zapatillas se aferraba a la madera de los bancos cuando bajaba saltándolos de uno en uno.
Un, dos, tres, respira. Los últimos quince bancos eran de un plástico azul y rojo muy cursi y me dirigí hacia ellos a toda velocidad. Cuando llegué abajo me detuve un momento para recuperar el resuello y luego reemprender la subida. Era una Sísifo jurídica.
Uno, dos. Me costaba respirar. Trataba de mantener el ritmo. Trataba de recordar. Renee, con unos quince kilos de sobrepeso, era incapaz de seguirme. Se detenía y descansaba resoplando bajo el techo del estadio. Allí hacía fresco, casi frío. Parecía un lugar más íntimo, casi secreto. Se detuvo para recuperar el aliento y le hice compañía. Empezamos a hablar.
Pasé los bancos de colores y llegué a los de madera. Tenían números pintados en blanco, 2, 4, 6, 8. Aquí y allí, se veían manchas y ahora todos los bancos se convertían en manchas.
La conversación con Renee pasó de trapos a hombres. «Tenía un novio -dijo-, pero me dejó.»
Continué el ascenso, pasé la blanca mancha de números mientras el sol me picaba en la espalda y los hombros. Uno, dos, tres, respira, muchacha. Había un total treinta y un bancos. O treinta. Traté de contarlos, por cada vez la cuenta me salía distinta. La conversación ce Renee volvía a mí en fragmentos inconexos, como señal de radio que se vuelve estática.
«Me suena», le dije. Nuestras miradas se cruzaron, las dos supimos que estábamos hablando de Mark.
«Me dijo que me fuera, así, como suena, en medio de una nevada. Íbamos a comprar la casa a medias.» Estábamos sentadas a la sombra, bajo los techos, con las espadas contra el muro frío y áspero de ladrillo. «Realmente no me sentí muy herida, sino indignada. Demonios, estaba furiosa.»
«Yo también», dije pensando en Mark.
Recuerda. Piensa. Llegué al final de la escalera y me quedé a la sombra con el pecho agitado y el corazón palpitante. A mí alrededor, el viento se movía. Me dolían los músculos y la sangre corría por mis venas. Me sentí bien, fuerte. Traté de recordar. Tenía que hacerlo. Estiré los brazos apuntando con los dedos hacia el cielo azul en un intento por recordar; los brazos estirados para alcanzar la cima del mundo.
«Solía desear que se muriese, como en un accidente de coche -me dijo con una risita nerviosa-. Cada día leía las esquelas y rezaba por que estuviera allí.»
«¿De verdad?»
«Y cada vez que veía que alguien más joven que él se moría, pensaba: "Qué mala suerte. Otra oportunidad perdida".» Y chasqueó los dedos.
«Le tendrías que haber matado --dije yo--. Eso es lo que yo haría. ¿Por qué dejarlo al azar?» Ambas nos reímos porque ambas sabíamos que estaba bromeando.
Pero ahora no sonaría de ese modo. Especialmente a Azzic.
O al jurado.