– -¿Eres tú? -preguntó, atónito.
– -¿Eres tú? --repetí yo, igualmente atónita. Era Grady mi abogado e infiel amante. Me pregunté fugazmente s estas cosas siempre irían juntas en mi vida. Quizá fuera ese el problema.
– ¡Bennie! -Cerró rápidamente la puerta, con una expresión de alivio en la mirada.
– Grady, ¿cómo diablos estás? Mira, una buena pregunta: ¿cómo sabes cuándo un hombre te miente?
– -¿Qué?
– Porque mueve los labios.
Me pareció que lo confundía.
– ¿De qué estás hablando? ¿Dónde has estado? ¿Qué estás haciendo aquí? He estado muy preocupado.
– -No tengo la menor duda. Por eso necesitabas con suelo el otro día.
– -¿De qué estás hablando? --Se puso de cuclillas par poder estar al nivel de mis ojos.
– -¡De qué estoy hablando! --Hice rodar mi silla hacia atrás, aunque Grady tenía puesta mi camisa azul favorita. Tendría que haber sabido que me engañaría. Nadie puede usar una camisa tan atractiva y no hacerlo--. Estoy hablando de esa mujer. ¿Era tu ex novia? ¿Un encuentro furtivo, tal vez?
– -¿Quién? Ya no me veo con ella. Rompimos.
– -Entonces, ¿quién contestó al teléfono, Grady? Fue por la mañana. Dormías.
– ¿El domingo?
– Supongo.
Su frente se relajó y sonrió.
– Era Marshall. Me dijo que alguien con una voz parecida a la tuya había llamado. Vino y se quedó a pasar la noche. En el sofá, por supuesto.
– ¿Marshall? -Me oí hablar como una estúpida y me sentí aún más estúpida que el sonido de mis palabras-. Habló en voz tan baja… No la reconocí.
– Estaba muy preocupada y quería saber de ti. Por eso desapareció; le preocupaba que tú pudieras haberlo hecho. Pensó que habías descubierto los archivos ocultos de Mark. Ella sabía que estaba montando la nueva firma. Hablamos hasta tarde y se quedó a dormir.
– Marshall, ¿eh? -Sentí que me subían los colores. Me había equivocado al sospechar de cualquiera de los dos. Quise cambiar de tema-. ¿Y qué haces tú aquí?
– Espera un momento. Estabas celosa.
– No lo estaba.
– Creo que sí. -Sonrió.
– Déjalo, Grady, y dime qué estás haciendo aquí.
– Estoy estudiando un asunto, pero no puedo hacerlo en el despacho. Está lleno de policías. Tienen a uno de guardia todo el tiempo por si tú apareces. -Me cogió de los brazos y me acercó a él-. Me gusta tu vestido. Nunca lo había visto. ¿Cuándo te lo has comprado?
– -Es una larga historia.
– -Me encanta el cuero negro. ¿Por qué crees que tengo una moto? --Puso las manos sobre mis rodillas, pero se las quité de allí.
– -No tenemos tiempo para eso. ¿Qué estás estudiando?
– -Nada más que un montón de viejos casos penales. En tu honor.
– -¿Qué has averiguado?
– -Estás en mejor situación de lo que esperaba. Los policías no pueden probar el cargo de asesinato del presidente de Furstmann con las acusaciones que han hecho públicas. No discutamos el resto ahora. --Se me acercó y me dio un beso detrás de la oreja, pero me aparté.
– -¿Y el resto?
– -No tiene importancia.
– -Dímelo o estás despedido.
Suspiró.
– -Los polis encontraron el Cámaro en el garaje de Sam Alguien los llamó porque el coche carecía del permiso de circulación. De ese modo dieron con mi primo Jammie y descubrieron que tenía mi mismo apellido. Intentan probar que te he ayudado a escapar.
– -¡Oh, no! --exclamé--. ¿Y pueden probarlo?
– Es probable. El propio Azzic llamó a Jammie, pero Jammie no le dijo que me había prestado el coche. Le dije que se lo habían robado frente a la casa de un tío.
– ¿Denunció el robo a la policía de Nueva Jersey?
Le tembló un labio.
– No, quizá pueda decir que se olvidó.
– ¿Olvidarse de un coche recién comprado? -Sentí un ramalazo de culpa-. No tendría que haber permitido que te implicaras.
– -Ya es suficiente --dijo tocándome un brazo--. Lo hice porque quise. Te quiero, ¿lo recuerdas?
Sus palabras solo me hicieron sentir peor.
– -Te cogerán por ayudarme y ocultar los hechos. Tendrán información suficiente en cuanto empiecen a hacer preguntas en el edificio de Sam. Entonces, se enterarán de mi disfraz, si es que no lo han hecho ya.
Hizo un gesto de negación.
– -Yo me ocuparé de lo que me suceda. ¿Y qué haces tú aquí? ¿Qué son esas cintas que estabas escuchando?
– Olvídalo. Tú ya tienes bastantes problemas.
Pero Grady ya se ponía los auriculares sobre su rubia cabellera. Se le agrandaron los ojos en cuanto apretó el botón de play.
A insistencia mía, los dos actuamos como si nos conociéramos cuando entramos en el ascensor. Yo quería mantener las distancias por todo tipo de razones, pero Grady se negaba.
– -¿Bennie? Y tú, ¿qué? ¿Qué sientes por mí?
– -Me buscan por asesinato y me estoy acostumbrando a usar gafas oscuras. Lo discutiremos cuando ninguna de estas dos cosas sea verdad. -Y quizá entonces yo sabría la respuesta.
Empezó a mirar cómo cambiaban los números de los pisos.
– Entonces, ¿vas a volver a ese agujero en el sótano?
– Tarde o temprano.
– ¿Estás segura de que no puedo ir a verte?
– Demasiado arriesgado.
– ¿Tienes dinero suficiente?
– Ahora sí, gracias a tu continuo auxilio y encubrimiento. -Me había dado cuarenta dólares, que era todo lo que llevaba encima.
– -¿Estás a salvo en ese escondite?
– -Más a salvo que en este ascensor contigo.
Sonrió.
– -¿Cómo volveré a encontrarte?
– -De momento no lo harás. Es demasiado peligroso --dije con naturalidad. Yo era la jefa, ¿verdad?--. Después de que se arreglen las cosas, podemos intentarlo. Me refiero a nosotros.
– Sí, señora.
– Muy bien, me ha gustado.
– Te gusta demasiado.
Llegamos a la planta baja. Se abrieron las puertas del ascensor y una horda de trajes convencionales se abalanzó hacia el ascensor. Avancé inquieta a través del gentío.
– -No podemos salir juntos --susurré a Grady cuando nos acercamos al fondo del vestíbulo. Una pared de cristal y una puerta giratoria nos separaban de la calle Chestnut.
– Saldré primero -dijo observando la calle con la misma ansiedad que yo-. De este modo, veré si hay moros en la costa.
– No, déjame salir primero, luego sal tú. Deja pasar unos diez minutos.
– Nadie puede reconocerte, Bennie. Yo casi no pude. Déjame salir primero y te haré señas si hay peligro.
– No. Ahora, adiós. Cuídate. -Lo dejé junto a la puerta, que giró para permitir el paso a una multitud de abogados que se afanaban por entrar en el edificio. Regresaban a la biblioteca Jenkins después del almuerzo con sus prósperas barrigas ahítas de bistec, doble ración. Al demonio con el colesterol; había que vivir al límite.
Me ajusté las gafas oscuras y estaba a punto de avanzar contracorriente cuando vi a una anciana que se caía al suelo por un empujón.
– ¡Oh, ay! -exclamó cuando la cogí por los brazos. La multitud pasaba a nuestro lado, indiferente. Yo era la fugitiva; mi misión era huir, pero ¿qué podía hacer? Tenía que ayudar a la vieja.
– Mi espalda, mi espalda -dijo gimoteando-. Ayúdeme, por favor. Me duele mucho.
– Está bien, no se aflija -dije, y la acerqué al muro del edificio, apartándola de la marea constante de transeúntes. Era tan frágil como mi madre, unos huesos quebradizos en un fino saco de piel.
– -Mi espalda. Necesito echarme, por favor. --Tenía el rostro contorsionado por el dolor, de modo que me puse de cuclillas al lado del muro de granito y le coloqué la cabeza sobre mi muslo. Su uniforme rojo decía mantenimiento en un letrero sobre su pecho, pero no tenía ninguna chapa con su nombre. En un mundo de etiquetas, la gente que nos hace la limpieza continúa siendo anónima.
– ¿Cómo se llama? -le pregunté.
– Eloise -me contestó con dificultad-. Me duele la espalda-. Tenía la frente húmeda hasta la raíz del pelo, y se aferraba con una mano a la manga de mi chaqueta. Como no podía hacer nada mejor, me arrodillé y la abracé.
De pronto, se oyó un alboroto del otro lado del gentío. Primero fueron ruidos; luego, gritos. La multitud prorrumpió en charlas nerviosas y se acercó peligrosamente a la anciana.
– -¡Eh! --exclamé, y di un golpe en la pierna al primero que se puso a nuestro lado.
Resonaron de pronto las sirenas policiales a no menos de diez metros de donde nos encontrábamos. El corazón empezó a palpitarme con fuerza. Se oyeron frenazos a mi lado. Los neumáticos rechinaron. Dieron órdenes a gritos. ¿Me buscaban a mí? No podía ver más que pantalones oscuros y una nube de medias negras de nailon. ¿Qué estaba pasando?
La multitud se alejó un poco. Abracé a Eloise para protegernos a ambas. Entre los tobillos y los zapatos pude ver el relámpago blanco de un coche patrulla que circulaba, luego otro más. Policías de uniforme salían de los coches. Y el último que salió fue el teniente Azzic con la corbata al viento.
Dios santo. Me dio un ataque de pánico. Mi instinto me decía que corriera. Lo sentí en mis pies, en cada músculo de mis piernas. La adrenalina se lanzaba por mi sistema sanguíneo instando al cuerpo a que huyera. Vete, corre.
– -Me duele --gemía Eloise--. Me duele mucho la espalda.
¿Y Eloise? Traté de pensar. No podía dejarla allí, sobre el pavimento. La pisarían. Y si me levantaba y huía, ella sin duda me delataría. No, quédate aquí. La multitud me ocultaba de los policías y me agaché aún más para que no me pudieran ver la cara.
Entonces me di cuenta. No me buscaban a mí. Se trataba de Grady y no había nada que yo pudiera hacer.
A continuación, un ejército de policías salió del edificio. En medio de ellos, más alto que la mayoría, estaba Grady. Tenía las manos esposadas a la espalda y los policías lo llevaban por los codos. Ante esa visión, sentí un ramalazo de dolor. Uno de los policías acarreaba sus cosas. Lo metieron en el asiento trasero de un coche y Azzic se sentó delante.
– Circulen, señores -dijo uno de los policías dispersando a la gente-. No hay nada que ver, nada que ver.
Eloise me miró a los ojos.
– -Agacha la cabeza, cariño. Están a punto de irse.