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Las estanterías de caoba llenas de informes del Tribunal Supremo rodeaban el inmenso y silencioso despacho. Su escritorio era de estilo colonial auténtico, el llamado lowboy, y solo tenía encima un jarrón Waterford lleno de plumas blancas de ave. Había tres teléfonos sobre varias superficies lacadas, pero ninguno había sonado en toda la mañana. No había ningún ordenador a la vista, pero sí una caja de bombones Godiva sobre la mesita de café. Al lado de un gato.

– -Es una belleza --dijo Grun. Nos sentamos en un sofá cubierto con una funda de damasco azul marino.

– -Y ya se lo he entrenado para hacer sus necesidades. -No mencioné que prefería como papel los informes jurídicos. No quise poner en peligro mi suerte.

– Me hace acordarme de mi Tiger. Tenía un color de piel parecido.

– Creía que Tiger tenía rayas.

– -Por debajo de las rayas, era parecida. Amarronada.

– Pues es suyo si lo quiere. Ahora necesita un hogar, ya que su dueño está… de vacaciones. -No le dije que Sam estaba en pleno tratamiento de rehabilitación, ya que todo el mundo en la empresa creía que estaba en Disney World, dada su afición a los cómics.

– -¿Crees que le caigo bien? --Le hizo cosquillas a Jammie 17 con su arrugado dedo índice, pero el gato prefirió una Mont Blanc negra que había al lado.

– Por supuesto que sí. ¿Cómo podría ser de otra manera?

– A ti yo no te caía nada bien -dijo con cierto resentimiento.

– Ya se lo he dicho. Eso fue antes de que lo conociera de verdad. -Habíamos pasado la mañana juntos. Yo le confesé mi engaño en el papel de Linda Frost y el Grande y Poderoso me había perdonado después de hacerme jurar que devolvería a la empresa el valor de mi vestido de buscona y de los bocadillos de atún.

– No me parece que le gusté. No me presta ninguna atención.

– -Lo hará con el tiempo.

– -Tengo ochenta y dos años, Bennie. No tengo mucho tiempo.

– Basta de eso. -No quise pensarlo. Había tenido suficientes muertes como para que me duraran toda la vida.

Miró a Jammie 17 revolcarse encima de la mesa jugando con la estilográfica con su patita peluda.

– Sin duda, es juguetón. Tiger también lo era. Era igual de pequeña cuando me la dieron. -Marcó unos quince centímetros en el aire con las manos-. Le encantaba el requesón.

– Lo recuerdo. Usted me lo dijo.

– -¿Qué le gusta a este gato?

– Pues… galletas Snickers y Coca-Cola de dieta.

– -Estás bromeando.

– -Pues sí. --Si supiera…--. Le gusta el salmón. Sólo lo mejor para el pobre gatito.

Guardó silencio.

– -Debo decirte, Bennie, que no supe qué pensar cuando vi tu nota… --Se refería a la que le había dejado cuando se quedó dormido en la sala D de reuniones. Estaba arrugada entre nosotros sobre la mesita de café, una sola página de papel amarillo en la que yo había escrito mi mensaje.

– Se lo debía. Le debía un gato y pedirle perdón. Ahora ya tiene ambas cosas.

– No recuerdo que me hayas pedido perdón. Tal vez podrías repetirlo. Soy muy viejo y me falla la memoria. -Sonreía con socarronería.

– Pues muy bien. Ya estoy lista. Lamento haber pensado que usted era una mala persona.

– Acepto tus disculpas. -Acarició a Jammie 17, que se lanzó a juguetear con él con una patita en el aire. Volvió a acariciarlo y el gato volvió a jugar. Finalmente abandonó la estilográfica por uno de los juristas más prominentes de su época.

– -Mire, usted le cae bien, señor Grun. Tiene que adoptarlo, ya que no tiene dónde ir.

– -¿Por qué no te lo quedas tú?

– A mi perra no le gusta. Está celosa. -Otra mentira, pero esta me había salido con total naturalidad. La práctica lo perfecciona todo. A Bear le encantaba Jammie 17, pero Grun necesitaba un gato mucho más que yo-. No tiene un hogar. Le necesita.

– Bueno, supongo que me lo quedaré.

– ¡Maravilloso! -exclamé, pero sin convicción. Los dos miramos al gato; yo por última vez, pero no quise pensar en eso. Tal vez podría visitarlo. En Boca. En diciembre.

– Bennie -dijo él-, ¿dónde trabajarás ahora? Hay un lugar para ti aquí, en Grun. Yo puedo arreglar que tengas un despacho bonito cerca del mío. Tengo muchos clientes importantes que necesitan atención. Y considerando tus años de experiencia, la probabilidad de hacerte socia es muy considerable.

Me hizo pensar. ¿Un despacho en la Costa Dorada? ¿Una paga millonaria? ¿Clientes de primera categoría y colegas de las mejores universidades? Fue una negativa bien pensada.

– -No, muchas gracias, señor Grun. Estoy abriendo un nuevo bufete con un socio.

– -Comprendido --dijo sonriente mientras acariciaba a Jammie 17-. ¿Dices que el gato no tiene nombre?

– -Ninguno.

– -Un gato tendría que tener un nombre.

– -¿Por qué? Sólo es un gato.

– -¡Bennie! Me escandaliza que digas eso.

– -No es un animal de compañía de verdad, como un perro. Apuesto a que se lo puede dejar en un coche todo el día.

– Jamás! ¡Los gatos son criaturas inteligentes, sensibles!

– Lo siento. -Ambos miramos a. Jammie 17, que bailaba un vals sobre la caja de bombones y la husmeaba con delicadeza. Su cerebro de gato le decía que se trataba de Snickers, pero sólo era una caja de Godiva-. Entonces, ¿qué nombre le pondrá, señor Grun?

– Confieso que no se me ocurren nombres apropiados.

Simulé pensar seriamente.

– -¿Y qué tú Jammie 17?

– -Es un nombre horrible. --Arrugó su rugosa nariz.

– Lo siento.

– Horrible.

– Lo entiendo.

Lo observó investigando la caja de bombones.

– Podría llamarlo Tiger, como al otro.

– No, es una tontería ponerle el mismo nombre a gatos distintos.

– Tienes razón. Acepto la crítica. -Meneó la cabeza-. ¿Qué nombre puede ser? -Hizo una pausa-. Ya tengo el nombre perfecto.

– -¿Cuál?

– Piensa. Es un gato marrón. ¿Qué más es marrón?

¿Mierda?

– Me rindo.

– Te daré una pista. A nosotros dos nos encanta.

– ¿Café?

– No, usa la cabeza.

Lo miré; él me miró a mí.

Los dos sonreímos al unísono.

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