Me incliné hacia adelante en el banco de la galería de la audiencia para no perderme una sola palabra. La nueva amiga de mi ex amante, Eve Eberlein, estaba recibiendo una humillación pública a manos del juez Edward J. Thompson en medio de su contra interrogatorio. Me dio un ataque de alegría incontrolable; hubiera bailado allí mismo, en plena sala, pero no me quedó más remedio que celebrarlo en mi interior, en algún sitio a la izquierda de mi dolorido corazón. No hay peor furia que la de una abogada despechada.
– -Permítame recordarle algo que usted ha olvidado por completo, señorita Eberlein --decía el juez Thompson. Era un magistrado calvo y un auténtico caballero que había perdido su legendaria paciencia ante el ataque de Eve contra una anciana testigo-. Este es un tribunal de justicia. Hay normas de comportamiento. Modales, civismo. No se deja la buena educación a la puerta de mi sala de audiencias.
– Pero, Su Señoría, esta testigo no está siendo honrada con la sala -dijo Eve. Mantenía un desafiante y altivo porte mientras se dirigía al estrado; su maquillaje era perfecto y el vestido rojo resaltaba convenientemente sus curvas. No es que yo sea celosa.
– ¡Un disparate, señorita Eberlein! -replicó el juez Thompson bajando la mirada a través de unas gafas bifocales que hacían juego con su toga-. No le permitiré que siembre dudas sobre el carácter de la testigo. Usted le ha hecho la misma pregunta una y otra vez y ella le ha dicho que no recuerda dónde está el expediente Cetor. Hace dos años que se jubiló, como usted recordará. Pase a su siguiente pregunta, por favor.
– -Con el debido respeto, Su Señoría, la señora Debs era la archivera de Wellroth Chemical y recuerda perfectamente dónde está el expediente Cetor. ¡Yo afirmo que la testigo está mintiendo al tribunal! -Eve dirigió un dedo tembloroso hacia la señora Debs, a la que se le subieron los colores bajo el maquillaje.
– ¡Dios santo! -exclamó manoseando nerviosamente las perlas que colgaban de su cuello. La señora Debs tenía un nimbo de cabello gris ensortijado y un rostro de absoluta honradez-. ¡Yo jamás mentiría a un tribunal! -dijo, y cualquiera con dos dedos de frente podía ver que estaba diciendo la verdad-. ¡Santo cielo, lo he jurado sobre la Biblia!
– ¡Señorita Eberlein! -exclamó furioso el juez Thompson-. ¡Le retiro la palabra! --Cogió el mazo y lo golpeó con fuerza. ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac!
Mientras tanto, Mark Biscardi, mi ex novio y aún socio del bufete, hacía como si leyera documentos en la mesa de la defensa. Trataba de quitar importancia al desastre a los ojos del jurado, pero sin duda prestaba atención a cada sílaba. Yo esperaba que recordase mi predicción de que Eve iba a estropear el caso para poder decirle: «Ya te lo había dicho».
– -¡Protesto, Su Señoría! --gritó Gerry Mclllvaine, el representante de la acusación-. ¡El comportamiento de la señorita Eberlein con esta testigo es un escándalo! ¡Un verdadero escándalo! -Mclllvaine, un abogado con experiencia, había permanecido ajeno a la escaramuza, manteniendo la boca cerrada hasta que fuera el momento de actuar para el jurado. La sala del tribunal no es más que un escenario y los abogados son como actores.
Entonces, empecé a estudiar al jurado. La mayoría de los miembros de la primera fila miraban con rechazo a Eve mientras el juez Thompson daba rienda suelta a su reprimenda. Dos jurados al fondo, ambas jubiladas como la señora Debs, mostraban una sonrisa de desprecio ante la actuación de Eve. Había logrado poner a todos en su contra, lo que influiría negativamente en su planteamiento de la defensa. En este juicio, las apuestas eran muy altas; por desgracia el demandado era uno de los mejores clientes de nuestro bufete legal, Rosato amp; Biscardi.
Maldita sea. Me senté bien erguida y miré preocupada a Mark, pero él seguía jugueteando con las pruebas. Él y yo habíamos fundado R amp; B hacía siete años y lo vimos crecer hasta convertirse en una de las boutiques jurídicas más renombradas de Filadelfia. Me importaba tanto la empresa que en verdad ni siquiera podía disfrutar al ver cómo Eve destrozaba nuestra reputación, aparte de mi vida amorosa. Tenía que hacer algo.
Me puse de pie en medio del procedimiento llamando la atención, no porque dijera nada, sino por mi estatura, casi un metro noventa. Es una buena estatura para una abogada, aunque cuando era adolescente no lo llevaba tan bien. Luego crecí y me hice más alta, más rubia y más fuerte, de modo que ahora parezco una montaña dorada con título de abogado.
– -¡Ay! --exclamó el letrado sentado a mi lado cuando le pisé fuertemente un pie.
– -Oh, disculpe --dije en voz alta, casi tan alta como la del juez Thompson, que seguía reprendiendo a Eve ante la atención fascinada del jurado.
– -Sshh --murmuró otro letrado.
– Lo siento, lo siento -dije abriéndome paso entre la fila atestada de gente como un espectador de fútbol que intenta ir a comprar una cerveza en el descanso. Por el rabillo del ojo, me percaté de que conseguía distraer a uno de los miembros del jurado, el hispano del fondo-. Ay, lo siento -dije prácticamente gritando.
Una vez fuera de la fila, caminé por el pasillo hasta la mesa de la defensa, donde mi ex amado sudaba la gota gorda bajo su chaqueta inglesa a rayas. Mark se dio la vuelta para ver de dónde provenía la conmoción y yo me incliné sobre sus cabellos castaños y engominados y le susurré con cierto placer por encima de sus lociones y cremas:
– -Estás perdido, cielo.
– -Está empezando --murmuró--. Ha cometido una equivocación.
– -No, tú cometiste la equivocación. Te dije que no era una procesalista. No puede conectar con la gente; es demasiado fría. Ahora, elige una prueba para que podamos luchar en paz.
Mark cogió una prueba.
– ¿Qué pasa con el jurado? Esto nos está matando.
Eché una rápida mirada. La mayoría de los miembros del jurado nos estaban observando. Sólo podía esperar que mi peinado les pareciera menos extravagante que de costumbre.
– Calma, Mark. El jurado se está preguntando si aún nos acostamos juntos. ¿Dónde está el cliente? ¿El alemán? Es la estrella, ¿no?
– Sí, el doctor Otto Haupt. El tipo de las gafas metálicas de primera fila. ¿Cómo reacciona?
Observé atentamente su rostro, pero su expresión era absolutamente impasible.
– -Es una cosa, no una cara. Y basta de excusas con tu amiguita. Soluciónale el problema.
– ¿Qué quieres que haga? ¿Que le dé un azote?
– Lo que quieras. -Lo intentó una vez conmigo, pero me reí en su cara-. Ponía en la retaguardia. No le permitas que interrogue a nadie más.
– -Necesita practicar su don de gentes. Eso es todo.
– -Detesto esa expresión, «don de gentes». ¿Qué significa? Es algo que se tiene o no se tiene.
Me lanzó una de sus sonrisas fotogénicas.
– ¿Por qué estás aquí, Bennie? ¿De verdad crees que tengo que aguantar estas tonterías tuyas? ¿En medio de una sesión?
– Es lo menos que puedes hacer. Estoy a punto de salvarte el culo. Pásame el vaso que está al lado de esa carpeta. -Cogí una jarra de agua de la mesa. Pesaba y estaba fría, y hasta tenía unos cubitos de hielo. Perfecto.
– -¿Por qué estoy haciendo esto? --dijo él, y cogió el vaso.
– -¿Recuerdas a Leo Melly, el travestido que quería desfilar el día de Colón? De los viejos tiempos, cuando luchabas por cosas que importaban, como el derecho a vestirse de mujer a plena luz del día.
Un relámpago de reconocimiento cruzó los magníficos ojos castaños de Mark; me pasó el vaso.
– -¡Melly! Lo recuerdo muy bien, Bennie. Pero no estropees el invento. Fue algo original.
– Anímate. -Estiré la mano para coger el vaso, pero se me resbaló de entre los dedos y cayó dando vueltas como una pelota de rugby.
– ¡Ay! -exclamé con un tono más agudo de lo necesario. Me lancé a por el vaso, pero con tanta pericia que también volqué la jarra. El agua fría y los cubitos de hielo se derramaron como un manantial de montaña, rebasaron el vaso errante y aterrizaron con ruidoso chapoteo en medio del regazo de Mark.
– ¡Ay! -gritó Mark poniéndose de pie-. ¡Dios santo! ¡Está frío! -Con los ojos desorbitados se alejó de un salto de la mesa pisoteando los cubitos de hielo en un baile frenético.
– ¡Oh, no! -grité, y dejé caer la jarra sobre su pie-. ¡Ay, se me ha resbalado!
– ¡Ay, ay! -Mark se cogió el pie-. ¡Por todos los santos!
– ¡Oh, lo siento! ¡Lo siento! -Agité los brazos como una cría de foca y traté de parecer indefensa, lo que no me resulta fácil. No he estado indefensa un solo minuto en mi vida.
Mientras, se armó el caos. Un miembro del jurado de la primera fila hacía señales. Los de la última, en su mayoría mujeres, se pusieron a reír. Eve se dio la vuelta y se quedó con la boca abierta. El juez Thompson se quitó las gafas en medio de su interrumpido discurso.
– ¡Alguacil! ¡Agente! -gritó-. ¡Traiga toallas de papel! ¡No permitiré que se manchen mis mesas!
– Sí, Su Señoría -contestó el oficial de justicia, que ya se acercaba a toda prisa con unas toallas de papel. Me echó una mirada asesina mientras secaba el agua de la mesa, que goteaba sobre la alfombra azul.
– -¿Me permite unas cuantas? --le preguntó Mark. Las cogió y empapó su pantalón con ellas, lo que provocó otra oleada de risitas entre el jurado.
El juez Thompson suspiró sonoramente.
– Hagamos el descanso matinal, señoras y caballeros. Señorita Howard, escolte al jurado, ya que el agente está ocupado. -Y dio un mazazo. Se levantó y abandonó el estrado sacudiendo la cabeza.
– Es culpa vuestra -nos dijo el agente-. Y será mejor que lo sequéis todo. -Puso un montón de toallas sobre la mesa y se dirigió a la taquígrafa, que flexionaba los dedos.
La sala se vació rápidamente. Los abogados se reían mientras salían. El abogado del demandante cogió su portafolios y se retiró pasando al lado del doctor Haupt, que se demoraba en la puerta. Sus severas facciones solo dejaban vislumbrar un mínimo de disgusto. Mi actuación había sido tan buena que lo había engañado. Valía más así. No sería la primera vez que hiciera el papel de idiota por la causa.
– Muchísimas gracias, Bennie -dijo Mark mientras se secaba la mancha inmensa y húmeda que se extendía como una mala noticia sobre su bragueta.
– Lo siento, socio -le dije sorprendida por sentir una levísima pizca de remordimiento. Los cubitos de hielo se derretían sobre la alfombra. Eve pasó delicadamente sobre ellos para llegar a nosotros.