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– O tu mejor amiga.

Pareció triste.

– -Realmente lo siento, Bennie. Nunca quise meterte en líos.

Me ablandé.

– -¿Lo sabe tu madre?

– -¿Crees que quiero matarla? Sabe que soy gay, pero con eso es suficiente.

Pensé en la forma de vida de Sam, un homosexual que compartía las agujas para inyectarse. Sin la menor duda, intercambiaba sangres de alto riesgo.

– -Por lo que parece, a quien quieres matar es a ti mismo.

Los ojos angustiados de Sam se encontraron con los míos y no se mostraron en desacuerdo.

Más tarde, lo metí en la cama, ahora un colchón desnudo con una de las vistas más exquisitas de la ciudad, la de la plaza Rittenhouse. Donde había estado la mesita de noche había restos de pizza, ceniceros llenos de colillas y otros desperdicios.

Me puse a limpiar el piso mientras Sam dormía, agotado. Jammie 17 me hacía compañía y yo iba de habitación en habitación barriendo y pasando la aspiradora, como había hecho en mi apartamento después de la visita de la policía. Pero aquí no contaba con Bruce, ya que la radio y el aparato de música habían desaparecido. Por tanto, no tuve más remedio que cantar.

«Ten un poco de fe, hay magia en estaba la noche. No eres una belleza, pero, hey, estás muy bien.»

Cuando ya era de noche y Sam se despertó, el canto se convirtió en persuasión, luego en ruegos y finalmente, en chillidos. Lo abracé, le dije que comiera algo y lo metí en una ducha tibia mientras Jammie 17 desaparecía de la vista. Haría cualquier cosa para que aguantara la noche. Le hice tirar todo lo que utilizaba para drogarse y que tenía escondido en distintos sitios, un montón de agujas ensangrentadas, cucharas y distintos objetos que él denominaba sus «operativos». Examiné toda la casa con el detrás de mí, gritándome y rogándome que lo dejara. Pero no le presté atención hasta que finalmente cedió. Perdí la noción del tiempo; incluso llamé a un servicio telefónico de ayuda a drogadictos mientras Sam se desesperaba. Con ese apoyo, pasamos el vía crucis de sudores, temblores y náuseas a medida que iban haciendo acto de presencia. En el otro extremo de la línea telefónica, un alma generosa y con experiencia se mantuvo a mi lado y al lado de Sam a través de la oscuridad, sin hacer preguntas, solo ofreciendo su ayuda.

Al alba, Sam se había dormido del modo más profundo que yo jamás hubiera visto, más profundamente que Jammie 17, echado a sus pies, y sin que lo molestaran dos llamadas consecutivas de Ramón. A la tercera llamada, la voz del camarero parecía presa del pánico y vi claramente que lo que buscaba no era amor. Descolgué el teléfono.

Cuando finalmente se hizo de día, me levanté del duro suelo de madera y me estiré, al tiempo que miraba por la ventana hacia la plaza. Me dolía cada músculo del cuerpo, pero la vista era hermosa ese sereno amanecer de domingo. Las farolas aún estaban encendidas en la plaza y brillaban débilmente en la brumosa mañana gris. Los bancos verdes estaban vacíos, ni siquiera los vagabundos habían hecho acto de presencia. A mi izquierda, el centro de Filadelfia refulgía, pero el Silver Bullet parecía muy distante y hundido en la niebla. A la derecha se veían las casas residenciales del sur de la plaza y la calle que había sido nuestra, la de R amp; B. Pensé en Mark, luego en Grady.

Grady. Me pregunté cómo estaría. Miré el teléfono descolgado en el suelo al lado de Sam y Jammie 17. Era un riesgo, pero quise hablar con él. Una fugitiva necesita a su abogado, ¿no? La madrugada que lo había dejado había sido exactamente como esta. ¿Cuánto tiempo había pasado? La verdad es que lo echaba de menos. Recogí el teléfono y marqué su número.

– Residencia Wells -dijo una voz de mujer como un suave murmullo.

Me quedé perpleja. Tapé el auricular con la mano. ¿Su antigua novia? ¿Otra mujer?

– -¿Sí? --volvió a decir la mujer. Apenas pude oírla.

Adiós, pensé, y colgué.

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