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– Están muy callados -observó Laurie-. Es extraño.

– Están abatidos -explicó Kevin-. Puede que se deba a los tranquilizantes o a las horas de cautividad. Pero no os acerquéis. Aunque parezcan tranquilos, son muy fuertes.

– ¿Cómo podemos ayudar? -preguntó Candace.

– Abriendo jaulas -respondió Kevin.

Los siete pusieron manos a la obra y tardaron apenas unos minutos en abrir todas las jaulas. Una vez liberado el último animal, Kevin indicó por señas que lo siguieran hacia el puente.

El bonobo número uno, que no se había separado de Kevin en ningún momento, batió palmas, como cuando se habían encontrado con él en la arboleda. Luego emitió una serie de sonidos estridentes y echó a andar detrás de los humanos. Los demás bonobos lo siguieron en silencio.

Los siete humanos guiaron a los bonobos quiméricos hacia el puente que los conduciría a la libertad. Al llegar junto a él, se apartaron del camino. El bonobo número uno se detuvo junto a la estructura de cemento.

– Sta zit arak -dijo Kevin mientras abría los dedos y apartaba la mano del pecho por última vez. Luego señaló hacia el inexplorado bosque africano.

El bonobo número uno asintió con la cabeza y trepó al montante de cemento. Miró a sus congéneres y vocalizó por última vez antes de dar la espalda a la isla Francesca y cruzar el puente hacia la zona continental. Los bonobos los siguieron en silencio.

– Es como mirar el Exodo -bromeó Jack.

– No blasfemes -replicó Laurie. Sin embargo, como en casi todas las bromas, había algo de verdad. Estaba verdaderamente fascinada por el espectáculo.

Los animales se fundieron silenciosamente con la selva, como por arte de magia. Al principio eran una multitud inquieta al otro lado del puente y un instante después desaparecieron como agua absorbida por una esponja.

Los humanos permanecieron inmóviles y callados durante unos minutos, hasta que Kevin rompió el silencio:

– Lo han hecho, y me alegro por ellos. Gracias a todos por ayudarme. Puede que ahora consiga perdonarme el error que cometí al crearlos.

Se acercó a la estructura de cemento y apretó el botón rojo. El puente volvió a plegarse con un zumbido.

El grupo echó a andar hacia la piragua.

– Ha sido el espectáculo más extraño que he visto en mi vida -dijo Jack.

A mitad de camino de la piragua, Melanie se detuvo en seco y gritó:

– ¡Oh, no! ¡Mirad!

Todo el mundo miró al otro lado del río, en la dirección que señalaba la joven. Entre el follaje se filtraban las luces de varios vehículos, que obviamente descendían por el sendero que conducía al mecanismo del puente.

– ¡No podremos llegar a la piragua! -exclamó Warren-.

¡Nos verán!

– Tampoco podemos quedarnos aquí -replicó Jack.

Todos se volvieron y corrieron hacia la selva. En el preciso momento en que se escondían detrás de las jaulas, los coches giraron hacia el oeste y sus luces iluminaron el claro. Los vehículos se detuvieron, pero las luces permanecieron encendidas y los motores en marcha.

– Son soldados ecuatoguineanos -dijo Kevin.

– Y Siegfried está con ellos -añadió Melanie-. Lo reconocería en cualquier parte. Y aquél es el coche de Cameron McIvers.

Al otro lado del río encendieron un potente reflector para iluminar primero las jaulas y luego la costa de la isla. Rápidamente localizaron la piragua.

Pese a estar a cincuenta metros de los soldados, Kevin y sus amigos oyeron sus gritos de entusiasmo al descubrir la embarcación.

– Mal asunto -dijo Jack-. Ya saben que estamos aquí.

Una súbita y persistente ráfaga de ametralladora rompió la quietud de la noche.

– ¿Adónde demonios disparan? -preguntó Laurie.

– Me temo que están destruyendo nuestra piragua -respondió Jack-. Supongo que no podré recuperar el depósito del alquiler.

– No es momento para bromas -protestó ella.

Una explosión hizo vibrar el aire de la noche y una bola de fuego iluminó fugazmente a los soldados.

– Le han dado al tanque de gasolina -dijo Kevin-. Nos hemos quedado sin medio de transporte.

Unos minutos después, se apagó el reflector. Entonces el primer vehículo dio la vuelta y desapareció por el camino que conducía a Cogo.

– ¿Alguien entiende qué está pasando? -preguntó Jack.

– Supongo que Siegfried y Cameron regresan a la ciudad -respondió Melanie-. Es obvio que ahora que saben que estamos en la isla, se han quedado tranquilos.

Las luces del segundo vehículo se apagaron y el claro quedó a oscuras. La luna se había ocultado al oeste, de modo que su luz era apenas un tenue resplandor.

– Me sentía más seguro cuando sabía dónde estaban y qué hacían -dijo Warren.

– ¿Esta isla es grande? -preguntó Jack.

– Tiene nueve kilómetros de largo por tres de ancho -respondió Kevin-, pero…

– Están haciendo fuego -interrumpió Warren.

Un punto de luz iluminó parte del mecanismo del puente y de inmediato las llamas se propagaron, formando una fogata. Las figuras espectrales de los soldados se movían alrededor del fuego.

– Muy bonito -dijo Jack-. Parece que se están poniendo cómodos.

– ¿Qué se proponen? -preguntó Laurie, desesperada.

– No tenemos muchas posibilidades de escapar mientras estén ahí sentados -dijo Warren-. Si no he contado mal, son seis.

– Esperemos que no crucen -dijo Jack.

– No lo harán hasta el amanecer-explicó Kevin-. No se arriesgarán a cruzar en la oscuridad. Además, no tienen necesidad de hacerlo. No esperan que nos larguemos de aquí.

– ¿Por qué no cruzamos el canal a nado? -propuso Jack-.

Son sólo trece o catorce metros y casi no hay corriente.

– No soy un buen nadador -dijo Warren con nerviosismo-. Ya te lo advertí.

– Esta zona está infestada de cocodrilos -terció Kevin.

– ¡Vaya! -exclamó Laurie-. Y nos lo dice ahora.

– Escuchadme -dijo Kevin-, no necesitamos nadar. Al me nos no lo creo. La embarcación que usamos Melanie, Candace y yo para llegar aquí debería estar donde la dejamos, y es lo bastante grande para todos.

– ¡Estupendo! -exclamó Jack-. ¿Y dónde está?

– Me temo que tendremos que andar un poco -dijo Kevin-. Está a poco más de un kilómetro y medio de aquí, pero al menos el camino está despejado.

– Será como un paseo por el parque -dijo Jack.

– ¿Qué hora es? -preguntó Kevin.

– Las tres y veinte -respondió Warren.

– Entonces falta aproximadamente una hora y media para que amanezca -dijo Kevin-. Deberíamos ponernos en camino.

Lo que Jack había calificado jocosamente de un paseo por el parque resultó ser una de las experiencias más inquietantes que hubieran vivido. Puesto que no deseaban usar la linterna hasta alejarse unos doscientos o trescientos metros de la costa, la primera parte del trayecto habría podido describirse como un itinerario donde unos ciegos guiaban a otros. En el interior de la selva reinaba la más absoluta oscuridad. De hecho, era como si anduvieran con los ojos cerrados.

Kevin había tomado la delantera para tantear el terreno, pero se había equivocado en varias ocasiones y habían tenido que retroceder. Conocedor de las criaturas que habitaban la selva, contenía el aliento cada vez que extendía una mano o apoyaba un pie en la oscuridad.

Los demás lo seguían en fila india, cada uno cogido de la persona que tenía delante. Jack intentó desdramatizar la situación con sus comentarios jocosos, pero después de unos minutos hasta él perdió su inagotable sentido del humor.

A partir de ese momento, todos fueron presa de sus propios temores, mientras las criaturas nocturnas ululaban, croaban, bramaban, gorjeaban y de tanto en tanto chillaban al rededor.

Cuando por fin consideraron que era seguro encender la linterna, comenzaron a avanzar más aprisa. Sin embargo, al ver la cantidad de serpientes e insectos de todas las clases que había en el camino, todos se estremecieron, conscientes de que antes de encender la linterna habían pasado inadvertidamente junto a las mismas criaturas.

Cuando llegaron a los campos cenagosos que rodeaban el lago de los Hipopótamos, ya comenzaban a clarear al este del horizonte. Al dejar atrás la oscuridad de la selva, habían creído equivocadamente que lo peor había pasado, pero no fue así. Los hipopótamos estaban pastando y, a la luz tenue del alba, sus siluetas se veían gigantescas.

– Aunque no lo parezca, son muy peligrosos -advirtió Kevin-. Matan a más personas de las que creéis.

El grupo dio un rodeo para esquivar a los hipopótamos, pero cuando se acercaban a los juncos detrás de los cuales esperaban que siguiera escondida la canoa, se vieron obligados a pasar junto a dos ejemplares enormes. Los animales los miraron con expresión soñolienta, hasta que, de improviso, corrieron hacia ellos.

Por fortuna, se dirigieron hacia el lago con una violenta conmoción y gran estruendo. Cada uno de ellos abrió un nuevo y ancho sendero entre los juncos. Por un instante, a todos les dio un vuelco el corazón.

Tardaron unos minutos en recuperarse lo suficiente para poder seguir. El cielo estaba cada vez más claro y sabían que no tenían tiempo que perder. La caminata había llevado más tiempo de lo previsto.

– Gracias a Dios que sigue aquí -dijo Kevin cuando apartó los juncos y vio la pequeña canoa. Hasta la nevera de playa seguía en su sitio.

Pero entonces se planteó otro problema. Pronto decidieron que la embarcación era demasiado pequeña para siete personas. Después de una acalorada discusión, decidieron que Warren y Jack se quedarían en la orilla hasta que Kevin regresara con la canoa.

La espera fue un infierno. A la creciente claridad del cielo, que anunciaba la inminencia del amanecer y la probable aparición de los soldados, se sumaba la preocupación por que la piragua motorizada hubiera desaparecido. Jack y Warren se miraban y consultaban alternativamente sus relojes, mientras espantaban nubes de insaciables insectos. Para colmo, estaban agotados.

Cuando empezaban a temer por la suerte de los demás, Kevin apareció como un espejismo, remando entre los juncos.

Warren y Jack subieron a la canoa.

– ¿La piragua motorizada está bien? -preguntó Jack con inquietud.

– Por lo menos sigue ahí-respondió Kevin-. No he probado el motor.

Retrocedieron entre los juncos y viraron hacia el río Deviso. Por desgracia, se vieron obligados a remar el doble de lo necesario para esquivar a los hipopótamos y los cocodrilos.

Antes de internarse entre la vegetación que ocultaba la embocadura del río, vieron que los soldados entraban en el claro.

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