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CAPITULO 11

5 de marzo de 1997, 23.30 horas.

Cogo, Guinea Ecuatorial

Kevin oyó el ruido de la pesada puerta que se abría en lo alto de la escalera de piedra y percibió una rendija de luz. Dos segundos después se encendieron sucesivamente las bombillas desnudas del techo del pasillo. A través de los barrotes, vio a Melanie y a Candace en sus respectivas celdas. Igual que él, estaban deslumbradas por el súbito resplandor.

Unos pasos ruidosos sobre los peldaños de granito precedieron la aparición de Siegfried Spallek. Lo acompañaban Cameron McIvers y Mustafá Abud, jefe de la guardia marroquí.

– ¡Ya era hora, Spallek! -exclamó Melanie-. ¡Exijo que me dejen salir de inmediato o tendrá serios problemas!

Kevin dio un respingo.

No era forma de hablarle a Siegfried Spallek en ninguna ocasión, y mucho menos en aquellas circunstancias.

Kevin, Melanie y Candace habían estado acurrucados en la oscuridad de sus celdas separadas en la sofocante y húmeda prisión del sótano del ayuntamiento. Cada celda tenía una pequeña ventana en arco que se abría a un alféizar que daba al patio trasero del edificio. Las aberturas tenían barrotes, pero no cristal, de modo que las sabandijas podían atravesarlas sin problemas. Los tres prisioneros habían estado aterrorizados por los ruidos de los insectos, sobre todo por que antes de que apagaran las luces habían visto varias tarántulas. Su único consuelo era que podían hablar entre sí.

Los primeros cinco minutos de tormento habían sido los peores. En cuanto el ruido de las ametralladoras se había apagado, unos potentes proyectores manuales los habían cegado. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, notaron que habían caído en una especie de emboscada.

Estaban rodeados por un grupo de jóvenes soldados ecuatoguineanos, que parecían encantados de apuntarles con sus AK-47. Varios de ellos fueron lo bastante osados para empujar a las mujeres con los caños de sus armas. Temiéndose lo peor, ni Kevin ni ellas habían movido un músculo.

Estaban muertos de miedo por el tiroteo indiscriminado y temían que comenzara nuevamente ante la menor provocación.

Los soldados se serenaron únicamente cuando aparecieron varios guardias marroquíes. Kevin nunca había imaginado que podría ver a los intimidantes árabes como salvadores, pero se habían comportado como tales. Los guardias tomaron la custodia del grupo y los condujeron en el coche de Kevin, primero al edificio de la guardia marroquí, situado en el Centro de Animales, donde los mantuvieron durante horas en una habitación sin ventanas, y luego al pueblo, para encerrarlos en la vieja prisión.

– ¡Este tratamiento es inadmisible! -insistió Melanie.

– Nada de eso -replicó Siegfried-. Mustafá me ha asegurado que han sido tratados con el debido respeto.

– ¡Respeto! -exclamó Melanie-. Nos dispararon con ametralladoras y luego nos metieron en este agujero en la oscuridad. ¿A eso le llama respeto?

– Nadie les disparó -corrigió Siegfried-. Fueron sólo algunos disparos al aire de advertencia. Después de todo, han violado una regla importantísima en la zona. El acceso a la isla Francesca está prohibido. Todo el mundo lo sabe.

Siegfried hizo una seña a Cameron en dirección a Candace. El jefe de la guardia marroquí abrió la celda con una llave grande y vieja. Candace no tardó un segundo en salir. Rápidamente se sacudió la ropa para asegurarse de que no se le hubiera adherido ningún bicho. Todavía llevaba el uniforme de cirugía del hospital.

– Le pido disculpas -dijo Siegfried-. Supongo que nuestros investigadores residentes la arrastraron a aquel lugar sin su conocimiento. Supongo que ni siquiera estaba al tanto de la ley que prohíbe visitar la isla.

Cameron abrió la celda de Melanie y luego la de Kevin.

– En cuanto me informaron de la detención, llamé al doctor Raymond Lyons -dijo Siegfried-. Quería consultarlo sobre la mejor manera de resolver esta situación. Puesto que no lo encontré, me veo obligado a asumir personalmente la responsabilidad. Los dejaré libres a todos, confiando en su buen criterio. Espero que sean conscientes de la gravedad de sus actos. Según las leyes ecuatoguineanas, han cometido un delito castigado con la pena de muerte.

– ¡Y una mierda! le espetó Melanie.

Kevin se encogió. Temía que Melanie hiciera enfadar a Siegfried y que éste ordenara que volvieran a encerrarlos. La benevolencia no se contaba entre sus virtudes.

Mustafá entregó las llaves del coche a Kevin.

– Su coche está aparcado detrás del edificio -dijo con marcado acento francés.

Kevin cogió las llaves, que tintinearon con el temblor de sus manos hasta que las guardó en el bolsillo.

– Sin duda hablaré con el doctor Lyons mañana. Luego me pondré en contacto con ustedes individualmente.

Melanie iba a hablar otra vez, pero Kevin se sorprendió a sí mismo cogiéndola del brazo y tirando de ella hacia la escalera.

– Ya me han maltratado lo suficiente -protestó Melanie, procurando soltarse.

– Vamos al coche -murmuró Kevin con los dientes apretados y la obligó a seguir andando.

– ¡Qué noche! -exclamó ella.

Al llegar al pie de las escaleras, consiguió soltar el brazo y echó a andar con evidente crispación. Kevin dejó paso a Candace y luego siguió a las mujeres hasta la planta baja. Salieron al despacho usado por los soldados ecuatoguineanos que holgazaneaban en las puertas del ayuntamiento. Había cuatro soldados en total. Teniendo en cuenta que el gerente de la Zona, el jefe de seguridad y el comandante de la guardia marroquí estaban en el edificio, los soldados se comportaban con mayor respeto de lo habitual. Los cuatro se hallaban en posición de firmes con los rifles sobre los hombros.

Cuando aparecieron Kevin y las mujeres, sus expresiones delataron confusión. Melanie les hizo un gesto obsceno con el dedo corazón mientras Kevin las escoltaba a ella y a Candace hacia la puerta que daba al aparcamiento.

– Por favor, Melanie -suplicó él-, ¡no los provoques!

Kevin no supo si los soldados no habían comprendido el significado del gesto de Melanie o simplemente estaban confundidos por la rareza de las circunstancias. Fuera como fuese, no corrieron tras ellos como había temido que hicieran.

Cuando llegaron junto al coche, Kevin abrió la portezuela del lado del pasajero y Candace se apresuró a subir. Pero Melanie no. Se volvió hacia Kevin con los ojos resplandecientes en la oscuridad.

– Dame las llaves -exigió.

– ¿Qué? -preguntó Kevin, aunque había oído perfecta mente.

– He dicho que me des las llaves.

Desconcertado por tan inesperada petición, pero no queriendo enfurecerla más de lo que estaba, le entregó las llaves.

De inmediato, Melanie rodeó el coche y se sentó al volante.

Kevin subió al asiento del copiloto. No le importaba quién condujera mientras salieran pitando de allí. Ella puso el motor en marcha, hizo chirriar las ruedas y salió del aparcamiento.

– ¡Joder, Melanie! -exclamó-. No vayas tan rápido.

– Estoy furiosa.

– Como si no se notara.

– No pienso volver a casa ahora mismo -anunció Melanie-, aunque no tengo ningún inconveniente en dejaros en la vuestra.

– ¿Adónde piensas ir? Es medianoche.

– Voy al Centro de Animales. No pienso tolerar que me traten así. Me propongo descubrir qué coño está pasando.

– ¿Y qué vas a hacer en el Centro de Animales? -preguntó Kevin.

– Buscar las llaves de ese maldito puente. Quiero una copia porque para mí este asunto va más allá de la simple curiosidad.

– Quizá deberíamos parar y discutirlo con calma -sugirió Kevin.

Melanie frenó con brusquedad y el coche se detuvo con una violenta sacudida.

Tanto Kevin como Candace chocaron contra el respaldo del asiento.

– Yo pienso ir al Centro de Animales -repitió Melanie. Vosotros podéis venir conmigo o volver a casa. Como queráis.

– ¿Por qué esta noche? -inquirió Kevin.

– Primero, porque ahora mismo estoy rabiosa, y, segundo, porque no sospecharán nada. Es obvio que esperan que volvamos a casa a temblar en la cama. Por eso nos trataron tan mal. Pero, ¿sabéis una cosa? A mí no me asustan con tanta facilidad.

– A mí sí -replicó él.

– Creo que Melanie tiene razón-intervino Candace-. Es evidente que pretendían asustarnos.

– Y lo han hecho de maravilla ¿O es que soy el único cuerdo de los tres?

– Hagámoslo-sugirió Candace.

– ¡Oh, no! -exclamó Kevin-. Me superáis en número.

– No hay problema -dijo Melanie-. Te llevaremos a casa.

– Cuando iba a poner la marcha atrás, él la detuvo cogiéndole la mano.

– ¿Cómo vas a conseguir las llaves? -preguntó-. Ni siquiera sabes dónde están

– Sin duda están en el despacho de Bertram. Al fin y al cabo, él está a cargo de los bonobos. Mierda, tú mismo sugeriste que debía de tenerlas él.

– De acuerdo, es posible que estén en el despacho de Bertram. Pero, ¿qué hay de las medidas de seguridad? Los despachos están cerrados con llave.

Melanie metió la mano en el bolsillo del traje del Centro de Animales y sacó una tarjeta magnética, -Olvidas que soy miembro del personal jerárquico del centro -respondió Melanie-. Esta es una tarjeta magnética, y no me la han dado para hacer compras. Este chisme me permite abrir cualquier puerta del Centro de Animales las veinticuatro horas del día. Recuerda que mi participación en el proyecto de los bonobos no se limita a la fertilización in vitro.

Kevin se giró y miró a Candace. Su cabellera rubia brillaba en la penumbra del interior del coche.

– Si tú estás dispuesta, supongo que yo también -dijo.

– Vamos-respondió Candace.

Melanie aceleró y giró hacia el norte, pasando junto al área de servicio. Esta estaba en pleno funcionamiento, con enormes lámparas de mercurio iluminando la plaza de estacionamiento. Por la noche había más personal que nunca, pues era la hora de mayor circulación de camiones entre la Zona y Bata.

Melanie adelantó a varios camiones, hasta que dejó atrás el cruce hacia Bata. A partir de ahí, no se cruzaron con ningún otro vehículo hasta llegar al Centro de Animales. El centro funcionaba en tres turnos, igual que el área de servicio, aunque aquí el personal de noche se reducía al mínimo. La mayoría de los empleados de este turno trabajaban en el Hospital Veterinario. Melanie aprovechó este hecho y aparcó el Toyota de Kevin frente a una de las puertas del hospital, donde pasaría inadvertido entre los demás vehículos.

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