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CAPITULO 12

5 de marzo de 1997, I8.45 horas.

Nueva York

– Esto es cosa de brujería -dijo Jack. Llevaba quince minutos examinando una muestra en el microscopio.

Chet había intentado entablar conversación, pero finalmente se había dado por vencido. Cuando Jack se concentraba, era imposible distraerlo.

– Me alegro de que te diviertas -dijo Chet. Preparado para marcharse, cogió su maletín.

Jack se echó hacia atrás en la silla y cabeceó.

– Esto es de locos. -Miró a Chet y se sorprendió de verlo con el abrigo puesto-. ¿Cómo? ¿Ya te marchas?

– Sí, llevo quince minutos despidiéndome de ti.

– Mira esto antes de irte -pidió Jack. Señaló el microscopio y se apartó de la mesa para dejarle el sitio a Chet.

Chet titubeó. Consultó su reloj. Tenía que estar a las siete en el gimnasio para su clase de aerobic. Le había echado el ojo a una de las chicas que acudían con regularidad, y había decidido apuntarse a la clase con el fin de reunir valor para abordarla. El problema era que ella estaba en mejor estado físico que él, de modo que después de la clase siempre se sentía demasiado agotado para hablar.

– Vamos, colega -insistió Jack-. Necesito tu sabia opinión.

Chet dejó el maletín en el suelo, se inclinó y miró por el ocular del microscopio. Sin ninguna explicación de Jack, tuvo que figurarse de qué clase de tejido se trataba.

– Así que sigues examinando este corte congelado de tejido hepático-dijo.

– Me ha entretenido toda la tarde -respondió Jack.

– ¿Por qué no esperas los preparados histológicos de los cortes fijados? -preguntó Chet-. Las muestras congeladas no permiten una investigación a fondo

– Le he pedido a Maureen que me los traiga en cuanto pueda, pero mientras tanto esto es todo lo que tengo. ¿Qué opinas de la zona que está debajo del marcador?

Chet reguló el objetivo.

Uno de los múltiples problemas de los cortes congelados era que a menudo eran demasiado gruesos y la estructura celular aparecía borrosa.

– Parece un granuloma -dijo Chet. Un granuloma es el signo de una inflamación celular crónica.

– Lo mismo pienso yo -convino Jack-. Ahora mueve el campo a la derecha. Debería mostrar una parte de la superficie del hígado. ¿Qué ves ahí?

Chet obedeció, aunque estaba preocupado porque llegaría tarde al gimnasio y no tendría sitio en la clase de aerobic. El profesor era uno de los más solicitados.

– Veo algo que parece un quiste grande con cicatrices -dijo.

– ¿Ves algo que te resulte familiar?

– No lo creo. De hecho, me parece muy extraño.

– Bien dicho -señaló Jack-. Ahora deja que te haga una pregunta.

Chet alzó la cabeza y miró a su compañero de despacho.

Jack tenía la frente arrugada en una mueca de confusión.

– ¿Te parece un hígado trasplantado hace relativamente poco tiempo? -preguntó.

– Claro que no -respondió Chet-. Yo habría esperado ver una inflamación aguda, pero no un granuloma, sobre todo si la lesión podía observarse a simple vista, como sugiere la superficie tabicada del quiste.

Jack suspiró.

– Gracias. Comenzaba a dudar de mi propio juicio. Es alentador saber que has llegado a la misma conclusión que yo.

– Hola -dijo una voz.

Jack y Chet alzaron la vista y vieron a Ted Lynch, el director del laboratorio de ADN, en el umbral. Era un hombre corpulento, que podría haber estado en la liga de Calvin Washington. Antes de iniciar su doctorado, había jugado de atajador de fútbol americano en el equipo de Princeton.

– Tengo tus resultados, Jack -anunció. Como me temo que no son lo que esperabas, he bajado a informarte personalmente. Sé que estabas convencido de que hubo un trasplante de hígado, pero el DQ alfa ha revelado una asimilación perfecta, lo que sugiere que se trata del propio hígado de la víctima.

Jack levantó las manos.

– Me rindo -dijo.

– Aún queda una posibilidad remota de que se tratara de un trasplante -dijo Ted-. Hay veintiún genotipos posibles en la secuencia DQ alfa, y la prueba no alcanza a discriminar aproximadamente un siete por ciento. Pero fui más allá e investigué el grupo sanguíneo ABO del cromosoma nueve y también coincidía perfectamente. Combinando los dos resultados, las posibilidades de que el hígado no pertenezca a la víctima son prácticamente nulas.

– Me dejas anonadado -dijo Jack. Entrelazó los dedos y se puso las manos sobre la cabeza-. Hasta he llamado a un amigo cirujano para preguntarle si podría haber otra razón para encontrar suturas en la vena cava, la arteria hepática y el sistema biliar. Dijo que no, que tenía que ser obligatoriamente un trasplante.

– ¿Qué quieres que te diga? -dijo Ted-. Si quieres, como favor personal, estoy dispuesto a falsear los resultados. -Rió y Jack fingió asestarle un puñetazo.

El teléfono de Jack comenzó a sonar insistentemente. Jack hizo una seña a Ted para que esperara mientras levantaba el auricular.

– ¿Qué pasa? -respondió con grosería.

– Yo me largo -dijo Chet. Se despidió de Jack con la mano y pasó junto a Ted.

Jack escuchó con atención. La ira de su expresión se trocó rápidamente en interés. Asintió varias veces con la cabeza mientras miraba a Ted. Levantó el índice y pidió con mímica que lo esperara un minuto.

– Sí, claro -respondió Jack a su interlocutor en el teléfono-. Si UNOS sugiere que lo intentemos en Europa, hagamos la prueba. -Consultó su reloj de pulsera-. Claro que allí es medianoche, pero haz lo que puedas.

Jack colgó el auricular.

– Era Bart Arnold -dijo. Tengo el instituto forense en pleno buscando a un trasplantado de hígado desaparecido recientemente.

– ¿Qué es UNOS? -preguntó Ted.

– El Banco Nacional de órganos -respondió Jack.

– ¿Han tenido suerte?

– No. Es desconcertante. Bart ha hablado con los principales hospitales que hacen trasplantes de hígado.

– Puede que no fuera un trasplante -señaló Ted-. Ya te he dicho que la posibilidad de que estos dos análisis coincidan por casualidad es muy remota.

– Estoy convencido de que ha sido un trasplante -insistió Jack-. No tiene sentido que a una persona le extirpen el hígado para volver a implantárselo.

– ¿Estás seguro? -preguntó Ted.

– Claro que lo estoy.

– Pareces obsesionado por este caso -observó Ted.

Jack dejó escapar una risita desdeñosa.

– He decidido que voy a desvelar este misterio pase lo que pase -dijo-. Si no lo consigo, perderé el respeto por mí mismo. Al fin y al cabo, no se hacen tantos trasplantes de hígado; si no puedo resolver este acertijo, más vale que me retire de la profesión.

– De acuerdo. Te diré en qué puedo ayudarte. Puedo hacer un análisis con marcadores múltiples, que compara áreas en los cromosomas cuatro, seis, siete, nueve, once y diecinueve.

Hay sólo una posibilidad entre miles de millones de una asimilación casual. Y para mi propia tranquilidad, repetiré la secuencia de DQ alfa en la muestra de tejido hepático y en el paciente para figurarme por qué coincidieron.

– Te agradezco que hagas todo lo que puedas.

– Es más, subiré y empezaré esta misma noche -se ofreció Ted-. Así tendrás los resultados mañana.

– ¡Eso es un colega! -exclamó Jack. Levantó una mano y Ted le dio una palmada.

Cuando Ted se hubo marchado, Jack apagó la luz del mi croscopio. Se sentía como si la muestra que examinaba se hubiera estado burlando de él con sus intrigantes detalles.

Llevaba tanto tiempo mirándola que le dolían los ojos.

Después de unos minutos, Jack se sentó frente al escritorio y contempló el montón de casos inconclusos. Las carpetas estaban apiladas desordenadamente. Calculó que, en el mejor de los casos, había veinticinco o treinta. El papeleo nunca había sido su fuerte, y la cosa se complicaba aún más cuando se obsesionaba por un caso en particular. Maldiciéndose a sí mismo por su ineptitud, se separó del escritorio y descolgó su cazadora acolchada del perchero situado detrás de la puerta. Había permanecido sentado y concentrado más de lo que era capaz de resistir. Necesitaba un poco de ejercicio enérgico y el campo de baloncesto del barrio lo esperaba.

La vista de Nueva York desde el puente George Washington era sobrecogedora. Franco Ponti intentó girar la cabeza para apreciarla, pero el congestionado tránsito de la hora punta se lo impedía. Franco iba al volante de un Ford robado, de camino a Englewood, Nueva Jersey. Angelo Facciolo, sentado a su lado, miraba fijamente al frente. Los dos llevaban guantes.

– Contempla el paisaje a la izquierda -dijo Franco-. Mira esas luces. Se ve la isla entera, incluida la estatua de la Libertad.

– Sí, ya la he visto -respondió Angelo de mal humor.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Franco-. Pareces un perro rabioso.

– Detesto estos trabajos. Me recuerdan a cuando Cerino se volvió loco y nos envió a mí y a Tony Ruggerio por toda la ciudad haciendo la misma mierda. Deberíamos limitarnos al trabajo de siempre y tratar con la gente de siempre.

– Vinnie Dominick no es Pauli Cerino. ¿Y qué hay de malo en ganarse unos pavos extra con un trabajo fácil?

– La pasta está bien -dijo Angelo-. Lo que no me gusta son los riesgos.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Franco-. No hay ningún riesgo. Somos profesionales y no corremos riesgos.

– Siempre puede surgir un imprevisto. Y en mi opinión, ya ha surgido.

Franco miró la cara picada de viruela de Angelo a la luz tenue del interior del coche. Sabía que hablaba en serio.

– ¿De qué hablas?

– De Laurie Montgomery -respondió-. Todavía tengo pesadillas con esa mujer. Tony y yo intentamos cargárnosla, pero no pudimos. Era como si Dios la protegiera.

A pesar de la seriedad de Angelo, Franco rió.

– La tal Laurie Montgomery debería sentirse halagada por darle pesadillas a un tío con tu reputación. Es descojonante.

– Yo no le veo la gracia -replicó Angelo.

– No la tomes conmigo. Además, ella no tiene nada que ver con lo que vamos a hacer ahora.

– Todo está relacionado. La tía le dijo a Vinnie Amendola que se ocuparía personalmente de investigar la desaparición del cadáver de Franconi.

– ¿Y qué va a hacer? -preguntó Franco-. Además, en el peor de los casos, el trabajo sucio lo hicieron Freddie Capuso y Richie Herns. Creo que te estás apresurando a sacar conclusiones.

– ¿Ah, sí? Tú no conoces a esa mujer. Es una puta obstinada.

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