– De acuerdo -respondió Franco-. Si quieres seguir comiéndote el coco es cosa tuya.
Al llegar al otro lado del puente, Franco se dirigió directamente hacia la carretera que conducía a Palisades Avenue.
Como Angelo seguía de morros, encendió la radio. Tras pulsar unos cuantos botones, sintonizó una emisora que ponía música para carrozas. Subió el volumen y tarareó Sweet Caroline a coro con Neil Diamond. Cuando iba por la segunda estrofa, Angelo se inclinó y apagó la radio.
– Tú ganas -dijo-. Yo me animaré un poco siempre y cuando me prometas que no cantarás más.
– ¿No te gusta esa canción? -preguntó Franco-. A mí me trae dulces recuerdos. -Se lamió los labios, como si saboreara algo exquisito-. Me recuerda a Maria Provolone.
– No empieces -dijo Angelo riendo a su pesar. Le gustaba trabajar con Franco Ponti, pues era un profesional y tenía mucho más sentido del humor que él.
Franco salió de la carretera y giró en dirección a Palisades Avenue. Cruzó la G-W y descendió una larga cuesta hacia el oeste, rumbo a Englewood, Nueva Jersey. Rápidamente, los restaurantes de comida rápida y las áreas de servicio dejaron paso a una lujosa zona residencial.
– ¿Tienes el mapa y la dirección a mano? -preguntó Franco.
– Aquí mismo. -Estiró el brazo y encendió la luz de mapas-. Vamos a Overlook Place. Debería de estar a la izquierda.
Fue sencillo encontrar la zona y cinco minutos más tarde recorrían una sinuosa calle flanqueada por árboles. Los jardines que se extendían entre las casas eran tan grandes que parecían pistas de un campo de golf.
– ¿Te imaginas vivir en un sitio así? -dijo Franco mirando hacia un lado y otro-. Joder, me perdería yendo de la puerta a la calle.
– Esto no me gusta -dijo Angelo-. Está demasiado tranquilo. Llamaremos la atención. Aquí cantamos más que una mosca en la leche.
– No empieces -lo reprendió Franco-. Por el momento, sólo estamos haciendo un reconocimiento del terreno ¿Qué número buscamos?
Angelo consultó la nota que tenía en la mano.
– Overlook Place, número 8.
– Eso significa que está a la izquierda. -Acababan de pasar el número 12.
Unos instantes después, Franco disminuyó la velocidad y aparcó al lado derecho de la calle. Ambos contemplaron el camino serpenteante bordeado de farolas que conducía a una casa estilo Tudor, rodeada de altos pinos. La mayoría de las ventanas estaban iluminadas. La residencia era del tamaño de un campo de fútbol.
– Parece un maldito castillo -protestó Angelo.
– Debo reconocer que no esperaba algo así.
– Bien, ¿y qué vamos a hacer? No podemos permanecer aquí. No nos hemos cruzado con un solo coche desde que salimos de la carretera.
Franco encendió el contacto. Sabía que Angelo tenía razón. Si se quedaban allí, despertarían sospechas y alguien llamaría a la policía.
Ya habían pasado uno de esos condenados carteles que anunciaban Guardia vecinal, con la silueta de un tipo con un pañuelo en la cabeza.
– Investiguemos algo más sobre esa niñata de dieciséis años -sugirió Angelo-. Como a qué colegio va, qué le gusta hacer o quiénes son sus amigos. No podemos arriesgarnos a ir a la casa. De ninguna manera.
Franco asintió con un gruñido. Cuando estaba a punto de pisar el acelerador, vio una figura pequeña que salía de la casa. Desde esa distancia no podía asegurar si se trataba de un hombre o de una mujer.
– Acaba de salir alguien.
– Ya lo he visto -respondió Angelo.
Los dos hombres observaron en silencio la figura que descendía una escalinata de piedra y echaba a andar por el camino.
– Sea quien fuere, le sobra chicha y lleva un perro -dijo Angelo.
– ¡Virgen santa! -exclamó Franco tras unos segundos-. Es la chica.
– No me lo creo. ¿De verdad es ella? No estoy acostumbrado a estos golpes de suerte.
Atónitos, los dos hombres miraron a la joven que bajaba por el camino como si fuera directamente a su encuentro.
Delante de ella, iba un perrito faldero con su rabo redondo proyectado hacia arriba.
– ¿Qué hacemos? -preguntó Franco, aunque no esperaba una respuesta. Sólo pensaba en voz alta.
– ¿Qué me dices del numerito de la poli? A Tony y a mí siempre nos funciona.
– Buena idea. -Se giró hacia él y tendió la mano-. Dame tu placa de la policía de Ozone Park.
Angelo metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta Brioni y le entregó una funda parecida a un billetero.
– Tú quédate aquí -indicó Franco-. De momento, no hay motivo para asustarla con esa cara.
– Gracias por el cumplido -repuso Angelo con amargura.
Angelo se preocupaba por su aspecto y vestía elegantemente en un vano intento por desviar la intención de una cara plagada de cicatrices, consecuencia de la varicela en la infancia, un caso de acné grave en la adolescencia y múltiples quemaduras de tercer grado a causa de una explosión sucedida cinco años antes. Irónicamente, la explosión se había producido gracias a Laurie Montgomery.
– No seas tan sensible -bromeó Franco, dándole una palmada en la nuca-. Ya sabes que te queremos, aunque pareces escapado de una película de terror.
Angelo le apartó la mano. Sólo permitía chistes sobre su problema facial a dos personas: Franco y su jefe, Vinnie Dominick. Sin embargo, esa clase de comentarios no le gustaban.
La joven se aproximaba a la calle. Llevaba un anorak de esquí de color rosado que la hacía parecer aún más gorda.
Sus rasgos angulosos acentuaban la redondez de su cara moteada por alguna que otra espinilla. Tenía el pelo liso, peinado con raya al medio.
– ¿Se parece a Maria Provolone? -preguntó Angelo para devolver la burla.
– Muy gracioso -respondió Franco. Abrió la portezuela y bajó del coche-. Perdón -dijo con la mayor dulzura posible.
Fumaba como un carretero desde los ocho años y en consecuencia su voz sonaba áspera y ronca-. ¿No serás tú, por casualidad, la famosa Cindy Carlson?
– Es posible -respondió la adolescente-. ¿Y usted quién es?
Se había detenido al pie del camino que conducía a su casa.
El perro levantó la pata junto al poste de la cancela.
– Somos agentes de policía -dijo Franco. Levantó la placa y la luz de la farola de la calle destelló sobre la superficie brillante-. Estamos investigando a varios jovencitos de la zona y nos han dicho que tú podrías ayudarnos.
– ¿De veras? -preguntó Cindy.
– Claro. Por favor, acércate para que mi colega pueda hablar contigo.
Cindy miró a un lado y otro de la calle, aunque hacía cinco minutos que no pasaba un coche. Cruzó, tirando de su perro que olfateaba insistentemente el tronco de un olmo.
Franco le dejó paso para que Cindy Carlson pudiera inclinarse para mirar a Angelo, que estaba sentado en el asiento delantero. Antes de que pronunciara una sola palabra, Franco la empujó de cabeza dentro del coche. Cindy gritó, pero Angelo le tapó rápidamente la boca y la inmovilizó. franco le arrancó la correa de la mano y ahuyentó al perro. Luego se apretujó en el asiento delantero, empujando a Cindy contra Angelo. Puso el coche en marcha y se alejaron.
– -
Laurie se había sorprendido a sí misma. Tras recibir la cinta de vídeo del asesinato de Franconi, había conseguido volver a concentrarse en el papeleo. Había trabajado con eficacia y avanzado notablemente en su tarea. Ahora había una gratificante pila de carpetas terminadas en el extremo de su escritorio.
Cogió la última bandeja de preparados histológicos y se dispuso a trabajar en el último caso, que complementaría con el material y los informes que obraban en su poder.
Cuando examinaba la primera muestra al microscopio, oyó un golpe en la puerta. Era Lou Soldano.
– ¿Qué haces aquí tan tarde? -preguntó Lou. Se dejó caer pesadamente en una silla junto al escritorio de Laurie. No se tomó la molestia de quitarse la gabardina ni el sombrero, que llevaba encajado sobre la coronilla.
Laurie miró su reloj.
– ¡Dios! -exclamó-. He perdido la noción del tiempo.
– Te llamé a tu casa cuando llegaba al puente de Queens.
Al comprobar que no estabas, decidí pasarme por aquí. Tenía el pálpito de que seguirías al pie del cañón. ¿Sabes?, trabajas demasiado.
– Quien fue a hablar -repuso Laurie con sarcasmo-. Mírate. ¿Cuándo has dormido por última vez? Y no me refiero a una siesta sentado al escritorio.
– Hablemos de cosas más agradables -sugirió Lou-. ¿Qué tal si salimos a comer un bocado? Tengo que pasar otra hora en la jefatura para dictar un informe y luego me encantaría ir a algún sitio. Los críos están con su tía, que Dios la bendiga.
¿Te apetecería comer pasta?
– ¿Crees que estás en condiciones de salir? -preguntó Laurie.
Las oscuras ojeras de Lou se tocaban con las arrugas de su sonrisa. El rastrojo de la barba era algo más que la sombra típica de las cinco de la tarde. Laurie calculó que llevaba al menos dos días sin afeitarse.
– Tengo que comer -repuso-. ¿Piensas seguir trabajando mucho rato?
– Estoy con el último caso -dijo Laurie-. Quizá otra media hora.
– Tú también tienes que comer.
– ¿Habéis hecho algún progreso en el caso Franconi? -preguntó ella.
Lou dejó escapar un resuello de irritación.
– Ojalá. El problema con estos atentados de la mafia es que si no actúas con rapidez el rastro se desvanece de inmediato.
No hemos conseguido ninguna pista importante.
– Lo siento -dijo Laurie.
– Gracias. ¿Y tú? ¿Tienes alguna idea sobre cómo pudo desaparecer el cadáver de Franconi?
– Ese rastro también se ha desvanecido. Calvin me riñó por interrogar al asistente del turno de noche, y lo único que hice fue hablar con el tío. Me temo que la administración prefiere que el incidente se olvide.
– Así que Jack tenía razón cuando te sugirió que lo dejaras.
– Probablemente -admitió Laurie de mala gana-. Pero no se lo digas.
– Ojalá el alcalde demostrara la misma falta de interés -murmuró Lou-. Demonios, puede que me degraden por culpa de este asunto.
– Sí que he tenido una idea dijo ella-. Una de las funerarias que recogió un cadáver la noche de la desaparición de Franconi se llama Spoletto. Está en Ozone Park. Por alguna razón, el nombre me sonaba. Entonces recordé que allí asesinaron a un joven mafioso en la época de Cerino. ¿Crees que es una coincidencia que retiraran un cuerpo de allí esa misma noche?
– Sí -aseguró Lou-, y te diré por qué. Después de tantos años de luchar contra el crimen organizado en Queens, conozco bien esa funeraria. Hay una conexión indirecta e inocente por matrimonio entre la funeraria Spoletto y la mafia de Nueva York. Pero es con la familia equivocada: con los Lucia, no con los Vaccaro, que mataron a Franconi.