6 de marzo de 1997, 14.30 horas.
Nueva York
Con todos los análisis de Franconi pendientes, Jack había ido a su despacho y había procurado concentrarse en completar casos atrasados. Para su sorpresa, había conseguido hacer progresos notables hasta que sonó el teléfono, a las dos y media.
– ¿El doctor Stapleton? -preguntó una voz femenina con acento italiano.
– El mismo -respondió Jack-. ¿Es la señora Franconi?
– Imogene Franconi. Me han dicho que lo llamara.
– Se lo agradezco, señora Franconi -dijo Jack-. En primer lugar, permítame presentarle mis condolencias por la muerte de su hijo.
– Gracias -respondió Imogene-. Carlo era un buen muchacho. No hizo ninguna de esas cosas que dicen los periódicos. Trabajaba para la American Fresh Fruit Company, aquí, en Queens. No sé de dónde han sacado todas esas tonterías sobre la mafia. Se lo han inventado los periodistas.
– Es increíble lo que pueden llegar a hacer para vender periódicos -contestó Jack.
– El hombre que vino a verme esta mañana dijo que han recuperado el cadáver -dijo Imogene.
– Eso creemos. Necesitábamos una muestra de su sangre para confirmarlo. Gracias por su cooperación.
– Le pregunté por qué no podía ir a identificarlo, como la vez anterior. Me respondió que no sabía.
Jack se esforzó por encontrar una forma piadosa de explicar el problema de la identificación, pero no se le ocurrió ninguna.
– Faltan ciertas partes de su cuerpo -repuso con vaguedad, esperando que la señora Franconi se contentara con esa respuesta.
– ¿Ah sí? -preguntó ella.
– Deje que le explique por qué la he llamado -se apresuró a decir Jack. Temía que la mujer se molestara y se negara a contestar a sus preguntas-. Usted le dijo a nuestro investigador que la salud de su hijo había mejorado mucho después de un viaje. ¿Lo recuerda?
– Desde luego -respondió la mujer.
– Me han dicho que no sabe a dónde fue su hijo -continuó Jack-. ¿Tiene alguna forma de averiguarlo?
– No lo creo -respondió Imogene-. Me dijo que no tenía nada que ver con su trabajo y que era un asunto privado.
– ¿Recuerda cuándo se marchó?
– No exactamente. Hace cinco o seis semanas.
– ¿Y sabe si viajó a un lugar dentro del país? -preguntó Jack.
– No lo sé -respondió Imogene-. Sólo me dijo que era un asunto privado.
– ¿Me llamará si descubre adónde fue? -preguntó Jack.
– Claro.
– Gracias.
– Espere -dijo Imogene-. Acabo de recordar que mi hijo hizo algo extraño antes de irse. Me dijo que si no regresaba, debía recordar que me quería mucho.
– ¿Y eso la sorprendió? -preguntó Jack.
– Sí. Me preocupó. No son cosas para decirle a una madre.
Jack dio las gracias a la señora Franconi y colgó el auricular. No había terminado de hacerlo cuando el teléfono volvió a sonar. Era Ted Lynch.
– Será mejor que subas -le dijo.
– Ahora mismo.
Jack encontró a Ted sentado a su escritorio, rascándose la cabeza.
– Si no te conociera, creería que me estás jugando una broma pesada -dijo Ted-. ¡Siéntate!
Jack obedeció. Ted tenía un montón de páginas impresas en la mano y otro montón de películas reveladas, con centenares de bandas oscuras. Ted se inclinó encima del escritorio y dejó la pila en el regazo de Jack.
– ¿Qué demonios es esto? -preguntó Jack. Cogió varias de las hojas de celuloide y las levantó a la luz.
Ted se inclinó y señaló las películas con el extremo de goma de un anticuado lápiz.
– Son los resultados del análisis de ADN con marcadores.
Los gráficos del ordenador comparan las secuencias de nucleótidos de las regiones DQ alfa del complejo mayor de histocompatibilidad.
– ¡Vamos, Ted! -protestó Jack-. ¿Te importaría hablar en cristiano?
– De acuerdo -repuso Ted, que parecía enfadado-. El análisis con marcadores demuestra que el ADN de Franconi y el ADN del tejido hepático son diferentes.
– Bien, eso es una buena noticia -dijo Jack-. Significa que hubo un trasplante.
– Supongo -dijo Ted-. Pero la secuencia del DQ alfa es idéntica, hasta el último nucleótido.
– ¿Y eso qué significa? -inquirió Jack.
Ted abrió las manos como un suplicante.
– No lo sé. No me lo explico. Es matemáticamente imposible. Las posibilidades son tan remotas, que resulta increíble.
¿Hablamos de una coincidencia absoluta en miles y miles de bases de pares, incluso en zonas de repeticiones largas? Son absolutamente idénticos. Por eso obtuvimos esos resultados en la pantalla DQ alfa.
– Bueno, la conclusión es que hubo trasplante -sentenció Jack-. Y eso es lo que importa.
– Tengo que reconocer que hubo un trasplante -admitió Ted-. Pero no puedo entender cómo encontraron un donante con un DQ alfa idéntico.
– ¿Y qué me dices del análisis de ADN mitocondrial para confirmar que el cuerpo que apareció en el mar era el de Franconi? -preguntó Jack.
– Joder, les das una uña y se toman el codo -protestó Ted-.
Por el amor de Dios, acabamos de recibir la sangre. Tendrás que esperar los resultados. Después de todo, hemos puesto el laboratorio patas arriba para analizar rápidamente lo que nos diste. Además, me preocupa más la comparación del DQ alfa y los resultados del análisis con marcadores. Aquí hay algo que no encaja.
– Bueno, no permitas que te quite el sueño -dijo Jack. Se levantó y devolvió a Ted todo el material-. Te agradezco mucho lo que has hecho. Es la información que necesitaba.
Cuando estén los resultados del análisis de ADN mitocondrial, llámame.
Jack estaba entusiasmado con el hallazgo de Ted y no le preocupaba el estudio mitocondrial. Tras comparar las radiografías, estaba convencido de que el hombre que había aparecido en el agua y Franconi eran la misma persona.
Jack cogió el ascensor. Ahora que había confirmado lo del trasplante, contaba con que Bart Arnold le proporcionara las respuestas que desvelarían el resto del misterio. Mientras bajaba, pensó en la reacción de Ted ante los resultados del DQ alfa. Sabía que Ted no perdía los nervios con facilidad, por lo tanto su inquietud debía de estar fundada. Por desgracia, los escasos conocimientos de Jack sobre el tema no le permitían emitir una opinión. Se prometió que en cuanto tuviera ocasión se informaría al respecto.
Pero su entusiasmo duró poco, hasta que entró en el despacho de Bart. El investigador forense estaba hablando por teléfono, pero al ver a Jack sacudió la cabeza, como si tuviera malas noticias. Jack se sentó a esperar.
– ¿No ha habido suerte? -preguntó en cuanto Bart colgó el auricular.
– Me temo que no -respondió Bart-. Esperaba que UNOS nos diera alguna pista, pero cuando me dijeron que no habían proporcionado ningún órgano a Carlo Franconi y que éste ni siquiera estaba en lista de espera, supe que nuestras posibilidades de rastrear el hígado eran mínimas. En este momento estaba hablando con el Hospital Presbiteriano de Columbia, y me han dicho que Franconi no fue intervenido allí. Lo mismo con todos los demás hospitales que hacen trasplantes. Nadie sabe nada de Carlo Franconi.
– Es absurdo -afirmó Jack y le explicó a Bart que los análisis de Ted confirmaban la teoría del trasplante.
– No sé qué decir.
– ¿En qué otro sitio, aparte de Estados Unidos o Europa, puede hacerse un trasplante? -preguntó Jack.
Bart se encogió de hombros.
– Hay muy pocas posibilidades de que la operación se haya llevado a cabo en otro sitio -respondió Bart-. Podrían haberla hecho en Australia, Sudáfrica o incluso América del Sur. Pero después de hablar con mi contacto en UNOS, no lo creo posible.
– ¿Hablas en serio? -preguntó Jack, que esperaba oír otra cosa.
– Es un misterio-señaló Bart.
– Este caso no deja de complicarse -dijo Jack.
– Seguiré investigando.
– Te lo agradecería.
Desanimado, Jack salió del área forense. Tenía la inquietante sensación de que estaba pasando por alto un detalle importante, pero no sabía cuál era ni qué podía hacer para descubrirlo.
En la sala de identificaciones se sirvió otra taza de café, que a esa hora del día parecía barro. Con la taza en la mano, subió por las escaleras hacia el laboratorio.
– He analizado tus muestras -dijo John DeVries-. No hemos detectado ni ciclosporina ni FK506.
Atónito, Jack se quedó mirando fijamente la cara pálida y demacrada del jefe del laboratorio. No sabía qué era más sorprendente, si el hecho de que ya hubieran analizado las muestras o el de que los resultados fueran negativos.
– Bromeas -atinó a decir.
– Claro que no -repuso John-. Yo nunca bromeo.
– Pero el paciente tenía que seguir necesariamente un tratamiento con inmunosupresores -dijo Jack-. Le habían hecho un trasplante de hígado poco tiempo antes. ¿Hay alguna posibilidad de que se trate de un falso negativo?
– Siempre hacemos pruebas de control -respondió John.
– Esperaba que detectaríais la presencia de un fármaco u otro.
– Lamento no haberte dado los resultados que esperabas -dijo John-. Y ahora, si me disculpas, tengo trabajo.
El director del laboratorio se dirigió a un instrumento e hizo algunos ajustes. Jack dio media vuelta y se marchó.
Ahora sí que estaba deprimido. Los resultados de los análisis llevados a cabo por Ted Lynch y John DeVries eran contradictorios. Si Franconi había sido sometido a un trasplante reciente, tenía que estar tomando ciclosporina A o FK506.
Era el tratamiento habitual.
Salió del ascensor en la quinta planta y, de camino al departamento de histología, buscó una explicación racional para los datos que acababan de proporcionarle. No se le ocurrió nada.
– Vaya, si es nuestro buen doctor otra vez lo saludó Maureen O'Connor con su característico acento irlandés-. ¿Qué pasa? ¿Sólo tienes un caso? ¿Por eso nos das tanto la paliza?
– Sólo tengo uno y me está haciendo perder la chaveta -dijo Jack-. ¿Qué pasa con mis preparados?
– Algunos están listos -respondió Maureen-. ¿Quieres llevártelos o prefieres esperar a que estén todos?
– Me llevaré los que pueda.
Con pericia, Maureen cogió las muestras que estaban secas y las colocó en el portaobjetos. Luego le entregó la bandeja a Jack.
– ¿Por casualidad hay algún corte de hígado aquí? -preguntó el forense, esperanzado.
– Eso creo -dijo Maureen-. Al menos uno o dos. Las demás las tendrás más tarde.