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Embargado por una creciente inquietud, Kevin por fin se decidió a romper el silencio:

– Todavía no sé qué hacer -respondió-. Pero ya se me ocurrirá algo.

– Y una mierda -replicó Melanie-. Tú mismo dijiste que la única manera de descubrir qué hacen los animales es ir a la isla. ¿Lo has olvidado?

– No; no lo he olvidado -dijo Kevin-. Pero… bueno…

– Muy bien -dijo Melanie con desdén-, si eres demasiado gallina para ir a averiguar qué has hecho con tu manipulación genética, quédate. Contábamos con que nos ayudaras a conducir la piragua, pero no hay problema. Candace y yo nos apañaremos. ¿No es cierto, Candace?

– Claro.

– Verás -prosiguió Melanie-, hemos planeado esta operación con mucho cuidado. No sólo hemos alquilado una canoa grande con motor, sino también una de remos más pequeña. Una vez en la isla, remontaremos el río Deviso con el bote. Puede que ni siquiera toquemos tierra. Lo único que queremos es observar a los animales durante un rato.

Kevin asintió. Miró a las dos mujeres, que no le quitaban los ojos de encima. Incómodo, retiró su silla y se levantó.

– ¿Adónde vas? -preguntó Melanie.

– A buscar más vino -respondió.

Con una extraña sensación que rayaba en la furia, Kevin cogió la tercera botella de vino blanco y la llevó al comedor.

Acercó la botella a la copa de Melanie, que hizo un gesto de asentimiento. Después de llenar la copa, hizo lo propio con la de Candace y la suya.

Se sentó y bebió un buen trago. Después se aclaró la garganta y preguntó para cuándo habían planeado la gran expedición.

– Para mañana a primera hora-contestó Melanie-. Suponemos que tardaremos más de una hora en llegar a la isla, y queremos volver antes de la hora de más sol.

– Hemos comprado comida y bebida en la cantina -dijo Candace-. Y yo llevaré un ventilador portátil del hospital.

– Nos mantendremos alejados del puente y de la zona de estacionamiento -dijo Melanie-, así que no prevemos problemas.

– Yo creo que será divertido -añadió Candace-. Me encantaría ver un hipopótamo.

Kevin bebió otro sorbo de vino.

– Espero que no te importe que nos llevemos esos chismes electrónicos para localizar a los animales -dijo Melanie-. Y el mapa topográfico. Naturalmente, los cuidaremos bien.

Kevin suspiró y se reclinó en la silla.

– De acuerdo, me doy por vencido -dijo-. ¿Cuál es la hora prevista para la misión?

– ¡Bravo! -exclamó Candace aplaudiendo-. Sabía que nos acompañarías.

– El sol sale después de las seis -dijo Melanie-. Me gustaría que a esa hora estuviéramos en camino. Mi plan es que nos dirijamos al oeste y que nos internemos bastante en las aguas del estuario antes de girar hacia el este. De ese modo no despertaremos sospechas si alguien nos ve en la piragua. Pensarán que vamos a Acalayong.

– ¿Y qué hay del trabajo? ¿No notarán vuestra ausencia?

– No -respondió Melanie-. En el hospital he dejado dicho que estaría en el Centro de Animales, y en el Centro…

– Ya veo -interrumpió Kevin-. ¿Y tú, Candace?

– No hay problema -respondió Candace-. El señor Winchester se encuentra tan bien, que podría decirse que estoy en el paro. Los cirujanos se pasan el día jugando al golf y al tenis. Puedo hacer lo que me dé la gana.

– Yo llamaré al jefe de mis ayudantes -dijo Kevin-. Le diré que debo permanecer en casa porque tengo un ataque agudo de enajenación mental.

– Un momento -dijo Candace-. Hay un problema.

Kevin se irguió con brusquedad.

– ¿Cuál? -preguntó.

– No tengo bronceador con filtro total -respondió Candace-. No lo traje porque en mis viajes previos nunca llegué a ver el sol.

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