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CAPITULO 23

10 de marzo de 1997, 1.45 horas.

Cogo, Guinea Ecuatorial

Siegfried había tenido el mismo sueño un centenar de veces, y en cada nueva ocasión era un poco peor. En él, se aproximaba a un elefante hembra con una cría. Se resistía a hacerlo, pero finalmente cedía al ruego de sus clientes. Eran una pareja, y la mujer quería ver la cría de cerca.

Había ordenado a unos rastreadores que cubrieran los flancos mientras el matrimonio se acercaba a la madre. Sin embargo, los rastreadores apostados al norte se habían asustado al ver a un enorme elefante macho, habían huido y, para completar el acto de cobardía, no habían advertido del peligro a Siegfried.

El ruido del gigantesco elefante entre la vegetación era como el rugido de un tren. Sus chillidos iban increscendo y, justo antes del impacto, él despertaba empapado en sudor.

Agitado, se volvió hacia un lado y se sentó en la cama.

Apartó el mosquitero, cogió el vaso de agua que estaba en la mesilla de noche y bebió un sorbo. El problema era que se trataba de un sueño demasiado real: en él revivía el accidente en el que había perdido el uso del brazo derecho y se había lacerado la cara.

Permaneció sentado en el borde de la cama unos instantes antes de percatarse de que los gritos que creía haber oído en sueños procedían del otro lado de su ventana. Poco después cayó en la cuenta de que alguien hacía sonar una cinta de rock africano a todo volumen en un magnetofón barato.

Miró el reloj y, al comprobar que eran casi las dos de la madrugada, se enfureció. ¿Quién tenía la osadía de hacer tanto ruido a esas horas?

Convencido de que la música procedía del otro lado de la plazoleta que estaba delante de su casa, se levantó y salió a la terraza. Para su sorpresa y horror comprobó que el alboroto salía de la casa de Kevin Marshall. En efecto, los responsables eran los soldados que custodiaban la casa.

La furia estremeció su cuerpo como una descarga eléctrica. Regresó al dormitorio, llamó a Cameron y le ordenó que se encontrara de inmediato con él frente a la casa de Kevin.

Antes de salir, cogió su vieja carabina de caza.

Cruzó la plazoleta. Cuanto más se acercaba a casa de Kevin, más ensordecedora era la música. Los soldados estaban en medio del círculo de luz que proyectaba una bombilla desnuda. Había un montón de botellas vacías de vino esparcidas a sus pies. Dos de ellos cantaban a coro con los intérpretes mientras tocaban instrumentos imaginarios. Los otros dos parecían dormidos.

En el mismo momento en que llegaba a la puerta de la casa, el coche de Cameron patinó sobre los adoquines de la calle y frenó con un chirrido. Cameron se apeó de un salto, abrochándose los botones de la camisa mientras iba al encuentro de Siegfried. Miró a los soldados ebrios con consternación.

Cuando comenzaba a disculparse, Siegfried lo interrumpió:

– Olvide las explicaciones y las excusas -ordenó-. Suba a la casa y compruebe si Kevin Marshall y sus amigas siguen ahí.

Cameron asintió con un saludo titubeante, llevándose la mano al ala del sombrero, y corrió escaleras arriba. Siegfried lo oyó aporrear la puerta. Un instante después, se encendieron las luces de la primera planta.

Siegfried miró con furia a los soldados, que ni siquiera habían reparado en su presencia ni en la de Cameron.

El jefe de seguridad regresó, pálido y sacudiendo la cabeza.

– No están.

Siegfried hizo un esfuerzo para contenerse y poder hablar.

La incompentencia de sus colaboradores era intolerable.

– ¿Y su todoterreno? -espetó.

– Lo comprobaré -respondió Cameron. Corrió una vez más en dirección a la casa, abriéndose paso entre los soldados que continuaban cantando. Un segundo después se volvió y dijo-: Tampoco está.

– Alerte a las fuerzas de seguridad -ordenó Siegfried-.

Quiero que localicen el coche de Kevin cuanto antes. Y también llame a la caseta de guardia de la valla. Comprueben que no haya salido de la Zona. Entretanto, lléveme al ayuntamiento.

Cameron habló por radio mientras maniobraba para dar la vuelta a la manzana. Los dos números estaban grabados en la memoria, de modo que no necesitó usar las manos. Pisó el acelerador y se dirigió hacia el norte.

Cuando llegaron al ayuntamiento, ya habían iniciado la búsqueda. Rápidamente supieron que el coche de Kevin no había intentado cruzar la valla. En cuanto giraron hacia el aparcamiento, Cameron y Siegfried oyeron música.

– ¡Vaya! -exclamó Cameron.

Siegfried guardó silencio, preparándose para lo que comenzaba a sospechar.

Cameron frenó junto al edificio. Los faros del coche iluminaron los escombros de la pared de donde habían arrancado los barrotes. La cadena estaba a la vista.

– Es un desastre -dijo Siegfried con voz trémula y bajó del vehículo empuñando la carabina. Aunque debía sujetar el arma con una sola mano, era un excelente tirador. Con tres disparos rápidos y certeros, hizo añicos tres de las botellas de vino que estaban sobre el alféizar de la ventana del puesto de guardia. Pero la música continuó.

Apretando el arma en su mano útil, se acercó al puesto de guardia y miró por la ventana. Sobre la mesa había un magnetófono con el volumen al máximo. Los cuatro soldados estaban dormidos en el suelo o repantigados sobre las desvencijadas sillas. Levantó el arma, disparó, y el aparato de música voló por los aires. Un segundo después, sobrevino un lastimoso silencio.

Siegfried se volvió hacia Cameron.

– Llame al coronel y cuéntele lo sucedido. Dígale que quiero que aplique la ley marcial a estos hombres. Y que envíe de inmediato un contingente de tropas con un vehículo.

– ¡Sí, señor!

Siegfried pasó debajo de la arcada y observó los barrotes arrancados de las ventanas de la celda. Estaban forjados a mano. Tras examinar las aberturas, comprendió por qué habían cedido con tanta facilidad. Debajo del estucado, la argamasa que unía los ladrillos se había convertido en arena.

Decidió dar una vuelta alrededor del ayuntamiento para controlar sus nervios. Cuando doblaba la última esquina, vio las luces de un vehículo en la calle y luego en el aparcamiento. El coche de las fuerzas de seguridad se detuvo haciendo chirriar las ruedas y el oficial de guardia se apeó.

Siegfried maldijo entre dientes mientras iba a su encuentro. Con Kevin, las mujeres y los neoyorquinos desaparecidos, el proyecto de los bonobos corría serio peligro. Tenían que encontrarlos cuanto antes.

– Señor Spallek -dijo Cameron-, tengo información para usted. El oficial O'Leary cree haber visto el coche de Kevin Marshall hace unos diez minutos. Naturalmente, podemos confirmar de inmediato si sigue allí.

– ¿Dónde? -preguntó Siegfried.

– En el aparcamiento del bar Chickee -respondió O'Leary-. Lo vi cuando hacía la última ronda.

– ¿Había alguien dentro?

– No señor. Nadie.

– En teoría, allí hay un guardia. ¿Lo vio?

– En realidad, no, señor.

– ¿Qué quiere decir con "en realidad, no"? -gruñó Siegfried, harto de tanta incompetencia.

– No prestamos mucha atención a los soldados -respondió O'Leary.

Siegfried fijó la vista en un punto lejano. Haciendo un nuevo esfuerzo por controlar su furia, se obligó a sí mismo a contemplar la luz de la luna sobre la vegetación. La belleza del paisaje lo tranquilizó ligeramente, y admitió a regañadientes que él tampoco prestaba mucha atención a los soldados, más que servir a un propósito determinado, sencillamente estaban allí; eran uno de los costos de hacer negocios con el gobierno ecuatoguineano. Pero ¿qué hacía el coche de Kevin en el aparcamiento del bar Chickee? De repente lo entendió.

– Cameron, ¿han averiguado cómo entraron los neoyorquinos a la ciudad?

– Me temo que no -respondió Cameron.

– ¿Buscaron alguna embarcación? -preguntó Siegfried.

Cameron miró a O'Leary, que respondió con reticencia:

– No me ordenaron que lo hiciera.

– ¿Y qué pasó cuando sustituyó a Hansen a las once?

Cuando lo puso al tanto de lo ocurrido, ¿le comentó él que hubieran registrado la zona en busca de un bote?

– No, señor-respondió O'Leary.

Cameron tragó saliva y se volvió hacia Siegfried.

– Investigaré este asunto y me pondré en contacto con usted en cuanto sepa algo.

– En otras palabras, ¡nadie registró la costa para ver si había algún maldito bote! -gritó Siegfried-. Esto parece una comedia, pero le advierto que a mí no me hace la menor gracia.

– Yo di órdenes específicas de buscar una embarcación -dijo Cameron.

– Pues está claro que no basta con dar órdenes, cabeza de alcornoque. En teoría, usted está al mando y es el responsable de lo que suceda.

Siegfried cerró los ojos y apretó los dientes. Había perdido a los dos grupos. Lo único que podía hacer a estas alturas era llamar al puesto de guardia de Acalayong, por si los prófugos decidían desembarcar allí. Pero Siegfried no era optimista. Sabía que, en caso de encontrarse en una situación parecida, él habría huido a Gabón.

De repente abrió los ojos. Acababa de cruzársele por la cabeza una idea aún más inquietante.

– ¿La isla Francesca está vigilada? -preguntó.

– No, señor. No hemos recibido órdenes al respecto.

– ¿Y el puente que conduce a la parte continental? -insistió Siegfried.

– Estaba vigilado hasta que usted ordenó que retiráramos la guardia -respondió Cameron.

– Entonces vamos hacia allí -dijo Siegfried mientras echaba a andar hacia el coche de Cameron. En ese momento, tres vehículos torcieron la esquina a toda velocidad y entraron en el aparcamiento. Eran jeeps del ejército. Se acercaron a los vehículos estacionados y se detuvieron. Los tres estaban llenos de soldados armados hasta los dientes.

Del primer vehículo descendió el coronel Mongomo.

A diferencia de sus desaliñados soldados, lucía un uniforme reluciente, con medallas incluidas. A pesar de la hora, llevaba gafas de sol similares a las de los aviadores. Saludó con solemnidad a Siegfried y dijo que estaba a sus órdenes.

– Le agradecería que se ocupara de esos soldados borrachos -dijo Siegfried con voz controlada mientras señalaba hacia el puesto de guardia-. El oficial O'Leary lo llevará junto a otro grupo que está en idénticas condiciones. Y ordene que uno de esos coches con soldados nos siga. Puede que tengan que usar sus armas.

– -

Kevin hizo una seña a Jack para que disminuyera la velocidad. Jack obedeció y la piragua respondió en el acto. Había entrado en el estrecho canal entre la isla Francesca y la zona continental. Estaba más oscuro que en el resto del trayecto porque los árboles de ambas orillas formaban una bóveda sobre el agua.

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