9 de marzo de 1997, 4.15 horas.
Isla Francesca
– Aquí pasa algo raro -dijo Kevin.
– Pero ¿qué? -preguntó Melanie-. ¿Crees que podemos hacernos ilusiones?
– ¿Dónde estarán los demás animales? -preguntó Candace.
– No sé si debemos ilusionarnos o preocuparnos -repuso Kevin-. ¿Y si ahí fuera están librando una batalla apocalíptica y la lucha se extiende hasta aquí?
– ¡Dios mío! -exclamó Melanie-. No había pensado en esa posibilidad.
Hacía dos días que los tres habían sido hechos prisioneros por los bonobos. En todo ese tiempo no les habían permitido salir de la pequeña cueva interior, que ahora olía igual o peor que la de los animales. Para hacer sus necesidades se habían visto obligados a internarse en el túnel, que ahora apestaba como una cloaca.
Ellos no olían mejor. Tras cuarenta y ocho horas con la misma ropa, durmiendo sobre las rocas y el suelo de tierra, estaban mugrientos. Los tres tenían el cabello enmarañado, y la cara de Kevin estaba cubierta por el rastrojo de una barba de dos días. Se sentían débiles por la falta de ejercicio y comida, aunque todos habían acabado por aceptar algunos de los alimentos que les habían ofrecido.
Esa mañana, hacia las diez, habían tenido la impresión de que ocurría algo extraño. Los animales estaban alborotados.
Algunos habían salido de la cueva, sólo para volver poco después emitiendo sonidos estridentes. El bonobo número uno se había marchado y aún no había regresado. No era normal.
– Un momento -dijo Kevin de repente y levantó las manos para indicar a las mujeres que no hicieran ruido. Aguzó el oído y giró la cabeza lentamente de un lado a otro.
– ¿Qué pasa? -preguntó Melanie con tono apremiante.
– Me ha parecido oír una voz.
– ¿Una voz humana? -preguntó Candace.
Kevin asintió con la cabeza.
– ¡Eh, yo también le he oído! -exclamó Melanie, ilusionada.
– Y yo -dijo la otra-. Estoy segura de que era una voz humana. Alguien ha gritado algo así como "de acuerdo".
– Arthur también la ha oído -dijo Kevin. No había tenido un motivo especial para bautizar con el nombre de Arthur al bonobo que con mayor frecuencia hacía guardia junto a la entrada de la cueva; lo habían hecho sencillamente para referirse a él de alguna forma. Durante las interminables horas de encierro, habían establecido algo similar a un diálogo con su guardián, lo que les había permitido adivinar el significado de determinados gestos y palabras.
Por ejemplo, estaban seguros de que "arak" significaba "fuera", sobre todo cuando al mismo tiempo abrían los dedos y sacudían los brazos, un gesto que Candace ya había observado en el quirófano. También sabían que "hana" era "silencio", y "zit", "ir". No les cabía duda alguna de que "comida" y "agua" se decían respectivamente "bumi" y "carak". Sin embargo, no estaban muy seguros del significado de la palabra "sta", que los animales pronunciaban con los brazos en alto y las palmas hacia fuera. Creían que podía ser el equivalente del pronombre "tú".
Arthur se levantó y se dirigió con chillidos a los pocos bonobos que quedaban en la cueva. Los demás lo escucharon y se marcharon de inmediato.
Acto seguido, Kevin y los demás oyeron varias detonaciones de un arma de fuego, quizá de una escopeta de aire comprimido. Unos minutos después, sobre el brumoso cielo del atardecer vislumbraron las siluetas de dos individuos vestidos con uniformes del Centro de Animales. Uno de ellos llevaba una escopeta y el otro una potente lámpara de pilas.
– ¡Socorro! -gritó Melanie. Desvió la vista de la luz de la lámpara, pero sacudió frenéticamente los brazos por si los hombres no lo veían.
Un ruido seco retumbó en el interior de la caverna, y Arthur dejó escapar un gemido. Con una expresión de desconcierto en la cara, el bonobo miró el extremo rojo del dardo que tenía clavado en el pecho. Hizo ademn de arrancárselo, pero antes de conseguirlo, comenzó a temblar. Como si se tratara de una escena filmada en cámara lenta, el animal cayó al suelo y rodó sobre un costado.
Kevin, Melanie y Candace salieron a gatas de su celda sin puerta e intentaron incorporarse. Tardaron unos instantes en estirarse y, cuando lo consiguieron, los hombres ya estaban junto al bonobo, administrándole una dosis adicional de tranquilizante.
– ¡Vaya, no saben cuánto nos alegramos de verlos! -exclamó Melanie, apoyándose contra una roca. Por un instante tuvo la impresión de que la cueva se movía alrededor como un torbellino.
Los hombres se pusieron en pie y alumbraron con la lámpara a las mujeres y a Kevin. Los tres se cubrieron los ojos con las manos.
– Están hechos un asco-dijo el hombre de la lámpara.
– Soy Kevin Marshall y éstas son Melanie Becket y Candace Brickmann.
– Ya sabemos quiénes son-respondió el hombre-. Salgamos de esta cloaca.
Kevin y las mujeres salieron de la cueva con paso tambaleante. Una vez fuera, el resplandor del sol los obligó a entornar los ojos. A los pies del macizo había otra media docena de trabajadores del Centro de Animales. Estaban ocupados envolviéndolos en esteras de juncos y llevándolos hasta un carro de remolque, donde los acomodaban cuidadosamente lado a lado.
– Ahí arriba, en la cueva, hay otro -dijo el hombre de la lámpara.
– Yo los conozco -dijo Melanie después de mirar mejor a los hombres que habían entrado en la cueva-. Son Dave Turner y Daryl Christian.
Los hombres no le hicieron caso. Dave, el más alto de los dos, sacó una radio de la funda de cinturón. Daryl comenzó a descender por los gigantescos peldaños.
– Turner a la base -dijo Dave pegando la boca a la radio.
– Le oigo -respondió Bertram.
– Hemos cogido al último bonobo y estamos cargando -dijo Dave.
– Buen trabajo -respondió Bertram.
– Y también hemos encontrado a Kevin Marshall y a las dos mujeres en una cueva.
– ¿En qué estado? -preguntó Bertram.
– Asquerosamente sucios, pero al parecer sanos y salvos -contestó Dave.
– ¡Déme eso! -exclamó Melanie, tratando de arrebatarle la radio a Dave.
No podía consentir que un subordinado hablara de ella en esos términos.
Sin embargo, Dave no se dejó quitar la radio.
– ¿Qué quiere que haga con ellos?
Melanie puso las manos en jarras. Estaba furiosa.
– ¿Qué quiere decir con qué hace con nosotros?
– Tráigalos al Centro de Animales -ordenó Bertram-. Yo informaré a Siegfried Spallek. Estoy seguro de que querrá hablar con ellos.
– Entendido. Corto y fuera -dijo Dave, apagando la radio.
– ¿A qué viene este tratamiento? -preguntó Melanie-. Hemos estado prisioneros aquí durante más de dos días.
Dave se encogió de hombros.
– Nosotros nos limitamos a cumplir órdenes, señorita. Por lo visto han hecho enfadar a los altos mandos.
– ¿Qué demonios hacen con los bonobos? -preguntó Kevin. En un primer momento había supuesto que estaban inmovilizando a los bonobos con el solo propósito de rescatarlos a él y a las mujeres. Pero ahora no comprendía por qué subían a los animales al carro de remolque.
– Los tiempos felices de los bonobos en la isla han pasado a la historia -repuso Dave-. Han estado peleando y matándose entre sí. Hemos encontrado cuatro cadáveres que dan fe de ello. Todos murieron como consecuencia de heridas hechas con cuñas de piedra. Por lo tanto, estamos enjaulando a los animales para llevarlos al centro. A partir de hoy, vivirán en celdas de cemento de dos metros por uno.
Kevin se quedó boquiabierto. A pesar del hambre, el cansancio y los dolores, sintió una profunda compasión por aquellas desafortunadas criaturas que no habían pedido que las trajeran al mundo. De manera súbita y arbitraria, las condenaban a una vida de monótona cautividad. Nadie reconocería su potencial humano, y pronto olvidarían sus sorprendentes logros.
Daryl y otros tres hombres subían a la cueva con una camilla. Kevin se volvió a mirar en el interior. Entre las sombras, divisó el perfil de Arthur junto al borde de la cámara interior, donde los habían tenido prisioneros. Las lágrimas asomaron a sus ojos cuando imaginó cómo se sentiría Arthur al despertar y verse rodeado de barrotes.
– Muy bien -dijo Dave-, regresemos. ¿Se sienten con fuerzas para andar o prefieren ir en el remolque?
– ¿Cómo mueven el remolque? -preguntó Kevin.
– Hemos traído un todo terreno a la isla.
– Yo iré andando, gracias -dijo Melanie con frialdad.
Sus amigos hicieron un gesto de asentimiento.
– Sin embargo, estamos muertos de hambre -dijo Kevin-.
Los animales sólo nos ofrecieron insectos, gusanos y hierba.
– Tenemos algunas chocolatinas y refrescos en el remolque -dijo Dave.
– Estupendo -dijo Kevin.
El descenso por el peñasco rocoso fue la peor parte del viaje. Una vez en tierra llana, caminaron sin dificultad, sobre todo porque los trabajadores del Centro de Animales habían desmontando el camino para facilitar el paso del todoterreno.
Kevin estaba asombrado del trabajo que esos hombres habían hecho en tan poco tiempo. Cuando llegaron a las tierras cenagosas, al sur del lago de los Hipopótamos, se preguntó si la piragua seguiría oculta entre los juncos. Supuso que sí.
Dudaba de que la hubiesen encontrado.
Candace se alegró de ver el puente de troncos cubierto de tierra y lo dijo. Hasta ese momento, no sabía cómo iban a cruzar el río Deviso.
– Han estado muy ocupados -comentó Kevin.
– No había alternativa -respondió Dave-. Teníamos que atrapar a los animales lo antes posible.
En el tramo comprendido entre el puente del río Deviso y la zona de estacionamiento, Kevin, Melanie y Candace comenzaron a sucumbir al cansancio. Lo notaron especialmente cuando se vieron obligados a apartarse del camino para dejar paso al todoterreno, que regresaba a buscar el último cargamento de bonobos. Cuando se detuvieron y permanecieron quietos durante unos minutos, sus piernas se les antojaron de plomo.
Todos suspiraron de alivio al salir de la semipenumbra de la selva al claro de la zona de estacionamiento. Otra media docena de empleados con monos azules trabajaban bajo el sol ardiente.
Descargaban a los animales de un segundo remolque y los encerraban en jaulas rápidamente, antes de que despertaran.
Las jaulas eran cajas de aluminio de un metro cuadrado, de modo que sólo los animales más jóvenes podían ponerse de pie. La única fuente de ventilación eran los barrotes de las puertas, aseguradas con un pestillo situado fuera del alcance del bonobo. Kevin notó que algunos animales estaban aterrorizados, encogidos entre las sombras de las jaulas.