Cameron maldijo entre dientes y se apartó.
– Regístrenlos -ordenó Siegfried.
– Lamentamos mucho si… -comenzó Jack, pero Siegfried no le permitió continuar. Lo abofeteó con suficiente fuerza para girarle la cara y dejarle una marca roja en la mejilla.
El ayudante de Cameron registró rápidamente al grupo y les quitó los pasaportes, el dinero y las llaves del coche. Se los entregó a Siegfried, que los examinó despacio.
Después de hojear el pasaporte de Jack, alzó la vista y lo miro con desprecio.
– Yo me veo más bien como un competidor tenaz -corrigió Jack.
– Ah, así que también es arrogante -gruñó Siegfried-. Espero que su tenacidad le resulte útil cuando lo entreguemos a las autoridades ecuatoguineanas.
– Si nos permiten llamar a la embajada de Estados Unidos, estoy seguro de que resolveremos este embrollo -dijo Jack-.
Al fin y al cabo, somos funcionarios del gobierno.
Siegfried esbozó una sonrisa que resaltó aún más su permanente mueca de desprecio.
– ¿A la embajada de Estados Unidos? -preguntó con tono burlón-. ¿En Guinea Ecuatorial? ¡Muy gracioso! Por desgracia para usted, está en la isla de Bioko. -Se volvió hacia Cameron-: Enciérrelos, pero separe a las mujeres de los hombres.
– ¿De verdad piensa entregarlos a las autoridades ecuatoguineanas? -preguntó Cameron.
– Desde luego -respondió Siegfried-. Raymond me ha hablado de Stapleton. Tienen que desaparecer.
– ¿Cuándo? -preguntó Cameron.
– En cuanto se haya marchado Taylor Cabot -respondió Siegfried-. Quiero que este asunto se lleve con absoluta discreción.
– Entiendo -dijo Cameron. Saludó rozando el ala del sombrero y se marchó a supervisar el traslado de los prisioneros al calabozo situado en el sótano del ayuntamiento.