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CAPITULO 21

5 de marzo de 1997. 4.50 horas.

Bata, Guinea Ecuatorial.

Jack despertó a las cuatro y no consiguió volver a conciliar el sueño. Paradójicamente, el alboroto de las ranas y los grillos en los plataneros del jardín era demasiado, incluso para alguien acostumbrado a las ruidosas sirenas y al bullicio general de la ciudad de Nueva York.

Cogió jabón y toalla y salió a la galería en dirección a la ducha. A mitad de camino se encontró con Laurie que regresaba a su habitación.

– ¿Qué haces? -preguntó Jack. Fuera todavía reinaba una oscuridad absoluta.

– Nos acostamos hacia las ocho. Y ocho horas de sueño es todo lo que necesito.

– Tienes razón -dijo Jack, que había olvidado que todos habían quedado rendidos muy temprano.

– Bajaré a la cocina para ver si encuentro café -dijo Laurie.

– Te veré allí dentro de un momento.

Cuando Jack bajó al comedor, se sorprendió de encontrar al resto del grupo desayunando. Cogió una taza de café y un poco de pan y se sentó entre Warren y Esteban.

– Arturo cree que es una locura ir a Cogo si no tienen invitación -dijo Esteban. Puesto que tenía la boca llena, Jack sólo pudo hacer un gesto de asentimiento-. Dice que no conseguirán entrar -añadió.

– Ya lo veremos -dijo Jack después de tragar lo que tenía en la boca-. Ahora que hemos llegado hasta aquí, no pienso regresar sin arriesgarme.

– Al menos la carretera está en buen estado -continuó Esteban-. Y gracias a GenSys.

– En el peor de los casos, habremos hecho una excursión interesante -concluyó Jack.

Una hora después, volvieron a reunirse en el comedor.

Jack recordó a los demás que el viaje a Cogo no era ningún juego y que aquellos que prefirieran quedarse en Bata podían hacerlo. Dijo que tardarían cuatro horas en llegar.

– ¿Cree que podrán arreglarse solos? -preguntó Esteban.

– Desde luego -respondió Jack-. No podemos perdernos, puesto que sólo hay una carretera que conduce al sur. Seguro que hasta un tipo como yo es capaz de encontrar el camino.

– Entonces me quedaré. Me gustaría visitar a algunos parientes.

Una vez en camino, con Jack al volante, Warren de copiloto y las dos mujeres en el asiento central, el cielo comenzó a iluminarse al este del horizonte. Mientras avanzaban hacia el sur, les sorprendió la gran cantidad de gente que caminaba por la carretera en dirección a la ciudad, la mayoría mujeres y niños; las primeras llevaban bultos sobre la cabeza.

– Aunque son pobres, parecen felices -observó Warren.

A su paso, muchos niños se detenían a saludarles con la mano. Warren les devolvió el saludo.

Cuando llegaron a las afueras de la ciudad, los edificios de cemento dejaron paso a sencillas cabañas de barro con techo de paja. Los corrales para las cabras estaban cercados con esteras de junco.

Una vez fuera de Bata, comenzaron a ver grandes tramos de exuberante vegetación selvática.

Prácticamente no había tránsito, y sólo de tanto en tanto se cruzaban con camiones que iban en dirección contraria.

– ¡Tío, cómo corren esos camiones! -observó Warren.

A unos veintidós kilómetros al sur de Bata, Warren desplegó el mapa. Si no querían perder tiempo, debían estar atentos para torcer por la curva adecuada y coger el camino correcto en una bifurcación. El camino no estaba señalizado.

Cuando el sol ascendió en el cielo, todos se pusieron las gafas de sol. El paisaje se volvió monótono; sólo se veía selva, interrumpida de tanto en tanto por pequeños grupos de cabañas con techos de paja.

Casi dos horas después de la salida de Bata, torcieron por la carretera que conducía a Cogo.

– Este camino está en mejores condiciones -señaló Warren mientras Jack aceleraba.

– Parece nuevo -dijo éste.

La carretera anterior había sido aplanada recientemente, pero la superficie parecía una colcha hecha de retazos, debido a las distintas obras de reparación.

Ahora se dirigían al sudeste, alejándose de la costa y penetrando en una selva más densa. El terreno también comenzaba a elevarse. A lo lejos se veían montañas bajas, cubiertas de vegetación selvática.

De repente se oyó un violento e inesperado trueno. Poco antes, el cielo se había convertido en un torbellino de nubes negras. En cuestión de segundos se hizo de noche. Cuando por fin se desató la tormenta, la lluvia cayó en cascadas, y los viejos y desvencijados limpiaparabrisas de la furgoneta no alcanzaban a contener el agua. Jack tuvo que reducir la velocidad a menos de treinta kilómetros por hora.

Quince minutos después, el sol apareció detrás de las grandes nubes, convirtiendo el camino en una cinta de vapor humeante. En un tramo recto, vieron un grupo de mandriles cruzando la carretera. Los animales parecían andar sobre una nube.

Más allá de las montañas, la carretera volvió a girar hacia el sudeste. Warren consultó el mapa y anunció que estaban a treinta kilómetros de su destino.

Tras girar otra curva, todos vieron algo similar a un edificio blanco en mitad de la carretera.

– ¿Qué coño es eso? -preguntó Warren-. Todavía no hemos llegado. lEs imposible.

– Creo que es una valla -dijo Jack-. Me enteré de su existencia anoche. Cruzad los dedos. Es probable que tengamos que poner en práctica el plan B.

A medida que se aproximaban, vieron que a ambos lados del edificio central había enormes cercos de rejilla blancos.

Funcionaban como una compuerta rodante, de modo que podían abrirse para dejar paso a los vehículos.

Jack pisó el freno y detuvo la furgoneta a unos diez metros de la valla. De la caseta de guardia de dos plantas salieron tres soldados con un aspecto similar a los que custodiaban el jet privado en el aeropuerto. Igual que aquellos, estos hombres llevaban rifles de asalto, aunque en esta ocasión los empuñaban, apuntando a la furgoneta.

– Esto no me gusta -murmuró Warren-. Parecen críos.

– Tranquilo -dijo Jack mientras bajaba la ventanilla-.

Hola, muchachos, bonito día, ¿eh?

Los soldados no se movieron, y sus expresiones permanecieron pétreas.

Jack estaba a punto de pedirles amablemente que abrieran la valla, cuando un cuarto hombre salió de la caseta.

Para sorpresa de Jack, este hombre llevaba un traje negro, camisa blanca y corbata, cosa que parecía absurda en medio de la sofocante jungla. También le sorprendió ver que no era negro, sino árabe.

– ¿Puedo servirles en algo? -preguntó el árabe con tono de pocos amigos.

– Eso espero -respondió Jack-. Hemos venido a visitar Cogo.

El árabe echó un vistazo al parabrisas de la furgoneta, seguramente buscando una identificación. Al no verla, preguntó a Jack si tenía un pase.

– No tengo pase -admitió Jack-. Somos médicos y estamos interesados en el trabajo que están haciendo aquí.

– ¿Como se llama? -preguntó el árabe.

– Soy el doctor Jack Stapleton. Vengo de Nueva York.

– Un momento -dijo el árabe y regresó a la caseta de guardia.

– Aquí huele a chamusquina -murmuró Jack-. ¿Cuánto debería ofrecerle? No estoy acostumbrado a los sobornos.

– Seguro que en este sitio el dinero vale mucho más que en Nueva York -dijo Warren-. Apuesto a que les das veinte pavos y alucinan. Siempre que a ti te parezca una inversión rentable, claro.

Jack convirtió mentalmente veinte dólares en francos franceses. Luego sacó los billetes del cinturón donde guardaba el dinero. Unos minutos después regresó el árabe.

– El gerente dice que no lo conoce y que no puede entrar -dijo el árabe.

– Caramba -dijo Jack y extendió el brazo izquierdo, con los francos franceses metidos como al descuido entre los de dos índice y anular-. Le agradeceríamos mucho su ayuda.

El árabe miró el dinero durante unos instantes antes de cogerlo y metérselo en el bolsillo.

Jack lo miró fijamente, pero el hombre no se movió. Jack no conseguía descifrar su expresión, porque el bigote del árabe le cubría la boca.

Jack se volvió hacia Warren.

– ¿No le he dado suficiente?

Warren negó con la cabeza.

– No creo que sea eso.

– ¿Quieres decir que cogió el dinero a cambio de nada? -preguntó Jack.

– Eso diría yo.

Jack volvió a mirar al hombre del traje negro. Era un individuo delgado, de poco más de setenta kilos. Por un momento Jack consideró la posibilidad de bajar del coche y pedirle que le devolviera el dinero, pero una rápida mirada a los soldados le bastó para cambiar de idea.

Con un suspiro de resignación, dio la vuelta con la furgoneta y regresó por donde había venido.

– Uf -dijo Laurie desde el asiento trasero-. Eso no me ha gustado ni un pelo.

– ¿No te ha gustado? -bromeó Jack-. Ahora sí que estoy enfadado.

– ¿Cuál es el plan B? -preguntó Warren.

Jack les explicó que podían alquilar una embarcación en Acalayong y llegar a Cogo por agua. Pidió a Warren que mirara el mapa y calculara cuánto tardarían en llegar a Acalayong, basándose en el tiempo que les había llevado llegar hasta el punto donde se encontraban entonces.

– Yo diría que unas tres horas. Siempre que la carretera esté en condiciones. El problema es que tenemos que retroceder unos cuantos kilómetros antes de girar hacia el sur.

Jack consultó su reloj de pulsera. Eran casi las nueve de la mañana.

– Eso significa que llegaríamos allí a mediodía. Y calculo que el viaje de Acalayong a Cogo nos llevaría otra hora, incluso en la embarcación más lenta del mundo. Si permanecemos en Cogo un par de horas, creo que podríamos volver a una hora razonable. ¿Qué decís?

– Yo estoy de acuerdo -dijo Warren.

Jack miró por el retrovisor.

– Podría llevaros de regreso a Bata y volver mañana, chicas.

– Lo único que me preocupa de la visita son esos soldados con rifles de asalto -dijo Laurie.

– No creo que nos causen problemas -dijo Jack-. Si tienen soldados apostados en la entrada, no creo que los necesiten en la ciudad. Claro que cabe la posibilidad de que haya otros en la costa, lo que me obligaría a poner en práctica el plan C.

– ¿ Cuál es el plan C? -preguntó Warren.

– No lo sé -respondió Jack-. Todavía no lo he pensado.

¿Y tú qué opinas, Natalie? -añadió.

– Todo esto me parece muy interesante -respondió Natalie-. Iré con vosotros.

Tardaron casi una hora en llegar al punto del camino donde debían tomar una decisión. Jack frenó junto al arcén.

– ¿Qué hacemos, colegas? -preguntó. Quería estar absolutamente seguro-. ¿Volvemos a Bata o vamos a Acalayong?

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