– Creo que me preocuparía más si fueras solo -dijo Laurie-. Cuenta conmigo.
– ¿Natalie? -preguntó Jack-. No te dejes influir por estos chalados. ¿Qué quieres hacer?
– Voy con vosotros.
– De acuerdo -dijo él. Puso el coche en marcha y torció a la izquierda, en dirección a Acalayong.
– -
Siegfried se levantó del escritorio con una taza de café en la mano y fue hasta la ventana con vistas a la plaza. Estaba perplejo. En los seis años de existencia de la operación de Cogo, nadie había llegado a la caseta de guardia pidiendo autorización para entrar. Guinea Ecuatorial no era un país de paso ni de vacaciones.
Siegfried bebió un sorbo de café y se preguntó si podría haber alguna conexión entre este insólito episodio y la llegada de Taylor Cabot, el director ejecutivo de GenSys. No había previsto ninguno de las dos visitas, y ambas se le antojaban particularmente inoportunas, dada su coincidencia con un importante problema en el proyecto de los bonobos.
Hasta que resolvieran aquel desafortunado incidente, Siegfried no quería extraños en los alrededores, e incluía al director ejecutivo en esa categoría.
Aurielo asomó la cabeza por la puerta y anunció la visita del doctor Raymond Lyons.
Siegfried puso los ojos en blanco. Tampoco estaba contento con la presencia de Raymond.
– Hazlo pasar-ordenó de mala gana.
Raymond entró en el despacho, luciendo su bronceado y su habitual aspecto saludable. Siegfried envidiaba la apariencia aristocrática del hombre y el hecho de que tuviera sus dos brazos sanos.
– ¿Ha localizado a Kevin Marshall? -preguntó Raymond.
– No; todavía no -respondió Siegfried, molesto por el tono de Raymond.
– Tengo entendido que han pasado cuarenta y ocho horas desde la última vez que lo vieron. ¡Quiero que lo encuentren!
– Siéntese, doctor -dijo Siegfried con brusquedad. Raymond vaciló un instante. No sabía si enfadarse o intimidarse por la súbita agresividad del gerente de la Zona-. ¡He dicho que se siente!
Raymond obedeció. El cazador furtivo, con su horrible cicatriz y su brazo paralizado, podía resultar amedrentador, sobre todo rodeado de sus múltiples presas.
– Debo aclararle un punto con respecto a las jerarquías -dijo Siegfried-. Usted no me da órdenes. Por el contrario, mientras usted se encuentre aquí en calidad de invitado, deberá acatar las mías. ¿Lo ha entendido?
Raymond se dispuso a protestar, pero se lo pensó mejor.
Sabía que, desde un punto de vista puramente formal, Siegfried tenía razón.
– Y ya que estamos hablando claro -añadió Siegfried-, ¿dónde está mi bonificación por el último trasplante? En el pasado, siempre me la entregaron cuando el paciente abandonaba la Zona para regresar a Estados Unidos.
– Es verdad -respondió Raymond con nerviosismo-, pero ha habido gastos importantes. Tenemos varios clientes nuevos apalabrados, y se le pagará en cuanto recibamos las cuo tas de ingreso.
– No crea que puede darme largas así como así.
– Claro que no.
– Y otra cosa -dijo Siegfried-: ¿Hay alguna forma de adelantar la partida del director ejecutivo? Su presencia aquí, en Cogo, interfiere en nuestro trabajo. ¿No puede poner como excusa la salud del paciente?
– No veo cómo. Está informado de que el paciente está en condiciones de viajar. ¿Qué más puedo decirle?
– Piense en algo.
– Lo intentaré -dijo Raymond-. Entretanto, le ruego que haga todo lo posible para localizar a Kevin Marshall. Estoy preocupado por su desaparición. Temo que cometa alguna imprudencia.
– Creemos que fue a Coco Beach, en Gabón -dijo Siegfried, satisfecho con el súbito tono servil de Raymond.
– ¿Está seguro de que no fue a la isla?
– No podemos estar totalmente seguros -admitió Siegfried-. Pero no creemos que lo haya hecho. Aunque hubiera ido allí, no habría podido quedarse. Ya debería estar de vuelta. Han pasado cuarenta y ocho horas.
Raymond se puso en pie y suspiró.
– Ojalá apareciera de una vez. Estoy muy preocupado por él, sobre todo ahora que Taylor Cabot se encuentra aquí. Es un problema más entre los tantos que hemos tenido últimamente en Nueva York, problemas que han amenazado el proyecto y me han hecho la vida imposible.
– Seguiremos buscándole aseguró Siegfried.
Intentaba parecer comprensivo, pero en realidad se preguntaba cómo reaccionaría Raymond cuando se enterara de que estaban enjaulando a los bonobos para trasladarlos al Centro de Animales. Todos los demás problemas parecían una nimiedad comparados con la noticia de que los animales estaban matándose entre sí.
– Veré si se me ocurre algo para convencer a Taylor Cabot de que adelante su viaje -dijo Raymond mientras se dirigía a la puerta-. Si es posible, le agradeceré que me informe de cualquier novedad acerca del paradero de Kevin Marshall.
– Desde luego -dijo Siegfried con cordialidad.
Observó con satisfacción cómo el orgulloso doctor se retiraba con el rabo entre las piernas. Pero de inmediato recordó que Raymond venía de Nueva York. Corrió a la puerta y alcanzó a Raymond en las escaleras.
– Doctor -llamó Siegfried con fingido respeto. Raymond se detuvo y miró hacia atrás-. ¿Por casualidad no conocerá a un médico llamado Jack Stapleton?
Raymond palideció, y su reacción no pasó inadvertida a los ojos de Siegfried.
– Será mejor que vuelva usted a mi despacho -dijo el gerente de la Zona.
Siegfried cerró la puerta detrás de Raymond, quien de inmediato le preguntó dónde había oído el nombre de Stapleton.
Siegfried rodeó su escritorio y se sentó, señalando una silla a Raymond. El gerente estaba intranquilo. Había asociado vagamente la inesperada visita de los médicos con Taylor Cabot, pero no se le había ocurrido que pudiera tener alguna relación con Raymond.
– Poco antes de que usted llegara, me llamaron desde la caseta de guardia -explicó-. El guardia marroquí me dijo que varias personas en una furgoneta querían entrar a echar un vistazo a la Zona. Nunca habíamos recibido visitas inesperadas con anterioridad. La furgoneta la conducía un tal doctor Jack Stapleton, de Nueva York.
Raymond se enjugó el sudor de la frente, luego se pasó las dos manos por el pelo. No dejaba de decirse que aquello no podía estar ocurriendo, puesto que, en teoría, Vinnie Dominick se había ocupado de Jack Stapleton y Laurie Montgomery. Raymond no había llamado para averiguar qué les había pasado, pues no quería conocer los detalles. Cuando uno paga veinte mil dólares por un trabajo, no tiene que preocuparse por los detalles… Al menos eso había pensado. De verse forzado a pensar en ellos, habría supuesto que en esos momentos Stapleton y Montgomery flotaban en algún lugar del océano.
– Su reacción me preocupa -dijo Siegfried.
– ¿No habrá dejado entrar a Stapleton y sus amigos? -preguntó Raymond.
– No, claro que no.
Ruiz debería haberlo hecho. Entonces habríamos podido hacer algo al respecto. Jack Stapleton está poniendo en peligro el proyecto. ¿Hay alguna forma de ocuparse de esta clase de individuos en la Zona?
– Sí -respondió Siegfried-. Podemos entregarlos al Ministerio de Justicia o al de Defensa, junto con una importante bonificación en metálico. El castigo sería discreto y muy rápido. El gobierno pone especial celo en luchar contra cualquiera que amenace a la gallina de los huevos de oro. Sólo tenemos que decir que esas personas suponen un serio peligro para las operaciones de GenSys.
– Entonces, si vuelven, deberían dejarlos entrar -dijo Raymond.
– Tal vez debería explicarme por qué.
– ¿Recuerda a Carlo Franconi?
– ¿Carlo Franconi, el paciente? -dijo Siegfried. Raymond asintió con la cabeza-. Claro que sí.
– Bueno, todo empezó con él -dijo Raymond y pasó a relatarle la complicada historia del mafioso.
– -
– ¿Crees que es seguro? -preguntó Laurie, mirando la enorme piragua de troncos con techo de paja que estaba atracada en la playa. En la parte posterior había un abollado motor fuera borda, que, a juzgar por la mancha opalescente en la popa, perdía combustible.
– Según me han dicho, viaja hasta Gabón dos veces al día -repuso Jack-. Y eso está más lejos que Cogo.
– ¿Cuánto pagaste por el alquiler? -preguntó Natalie. Jack había regateado durante media hora antes de decidirse a quedársela.
– Más de lo que esperaba -respondió él-. Por lo visto, unas personas alquilaron una embarcación similar hace un par de días, y no han vuelto a devolverla. Me temo que ese incidente ha subido las tarifas de alquiler.
– ¿Más o menos de cien? -preguntó Warren. El tampoco parecía convencido de la seguridad de la embarcación-. Por que si te han cobrado más de cien pavos, te han tomado el pelo.
– Bueno, no discutamos -dijo Jack-. Pongámonos en marcha; a menos que hayáis cambiado de opinión y queráis quedaros.
Se produjo un silencio, durante el cual todos intercambiaron miradas.
– No soy un gran nadador -admitió Warren.
– Os aseguro que no tendremos que nadar -dijo Jack.
– De acuerdo -dijo Warren-, vamos.
– ¿Y vosotras, señoritas, venís con nosotros? -preguntó Jack.
Laurie y Natalie asintieron sin demasiada convicción. En esos momentos, el sol del mediodía era exasperante. Aunque estaban junto a la costa del estuario del Munino corría un soplo de aire.
Las mujeres tomaron posiciones en la popa para ayudar a levantar la piragua, mientras Jack y Warren empujaban la pesada embarcación al agua. Luego saltaron uno detrás del otro. Todos remaron hasta llegar a unos quince metros de la costa Jack se ocupó del motor, apretando la pequeña bomba de mano situada encima de la cubierta roja. En su infancia había navegado en una lancha en un lago del Medio Oeste, y tenía experiencia con los motores fuera borda.
– Esta piragua es mucho más estable de lo que parece -observó Laurie. Aunque Jack se movía en la popa, la embarcación apenas se sacudía.
– Y no entra agua -dijo Natalie-. Eso era lo que más me preocupaba.
Warren permaneció callado. Se había cogido a la borda con tanta fuerza, que sus nudillos estaban blancos.
Para sorpresa de Jack, el motor se puso en marcha después de accionar la bomba dos veces. Un instante después, zarparon en dirección al este. Comparada con el calor sofocante de la playa, la brisa del río les pareció una bendición. Había llegado a Acalayong antes de lo previsto, aunque la carretera estaba más deteriorada que la que conducía a Cogo. No había habido tráfico, y sólo se habían cruzado con alguna que otra camioneta increíblemente atiborrada de pasajeros. Hasta viajaban dos o tres personas colgadas de la baca del equipaje.