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CAPITULO 17

Marzo de 1997, 6.15 horas.

Cogo, Guinea Ecuatorial

El despertador de Kevin sonó a las cinco y media. Fuera, aún estaba oscuro. Kevin salió del mosquitero y encendió la luz para buscar la bata y las zapatillas. Un sabor pastoso en la boca y un leve dolor de cabeza le recordaron que la noche anterior había bebido demasiado. Con mano temblorosa, cogió el vaso de agua que estaba sobre la mesilla de noche y bebió un largo trago. Ligeramente recuperado, caminó con piernas tambaleantes hasta las habitaciones de sus invitadas y llamó a cada una de las puertas.

La noche anterior, los tres habían decidido que era mejor que las mujeres se quedaran a dormir. Kevin tenía habitaciones de sobra, y todos coincidieron en que el hecho de estar juntos simplificaría la partida por la mañana y que quizá así llamarían menos la atención. En consecuencia, a eso de las once de la noche, en medio de las risas y la algarabía general, Kevin había acompañado a las chicas a sus respectivas casas para que se cambiaran de ropa y recogieran sus cosas y la comida que habían comprado en la cantina.

Mientras las mujeres se preparaban, Kevin había hecho una escapada al laboratorio para coger el localizador, el radiorreceptor direccional, una linterna y el mapa topográfico de la isla.

Kevin tuvo que golpear dos veces en cada puerta, la primera con suavidad, y al no obtener respuesta, con más fuerza.

Intuía que las mujeres tenían resaca, sobre todo porque tardaron mucho más de lo previsto en bajar a la cocina. Las dos se sirvieron café y bebieron la primera taza sin decir palabra.

Después del desayuno, los tres se recuperaron notablemente. De hecho, cuando salieron de la casa de Kevin, estaban eufóricos, como si se marcharan de vacaciones. El tiempo era tan bueno como podía esperarse en aquel confín del mundo. Despuntaba el alba, y el cielo de color rosa y plata estaba bastante despejado. Al sur había una ristra de nubes abultadas. Al oeste, sobre el horizonte, se divisaban amenazadoras nubes púrpura de tormenta, pero estaban sobre el océano y seguramente permanecerían allí durante el resto del día.

El pueblo parecía abandonado. No había transeúntes ni vehículos, y los postigos de las casas estaban cerrados. Sólo vieron a un nativo fregando el suelo del Chickee Hut Bar

Caminaron hasta el imponente muelle construido por GenSys, que tenía seis metros de ancho por un metro ochenta de altura. Los rústicos maderos estaban húmedos por el aire de la noche. Al final del muelle, una rampa de madera conducía a un dique flotante. El dique parecía milagrosamente suspendido en el aire, pues la superficie tranquila del agua estaba oculta por una nube de niebla que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

Tal como habían prometido las mujeres, había una piragua motorizada de nueve metros de eslora, flotando plácidamente al final del dique. En un tiempo había estado pintada de rojo en el exterior y de blanco en el interior, pero ahora la mayor parte de la pintura estaba descolorida o desconchada.

Las tres cuartas partes de la embarcación estaban cubiertas por un techo de paja sostenido sobre postes de madera, y debajo del techo había bancos. El motor era un antiguo Evenrude fuera de borda. Amarrada a la popa, había una pequeña canoa con cuatro bancos estrechos que se extendían de borda a borda.

– ¿No está mal, eh? -dijo Melanie mientras tiraba del cable de amarre para acercar la piragua al dique.

– Es más grande de lo que esperaba -observó Kevin Siempre que el motor funcione, no habrá problemas. No quisiera tener que remar.

– En el peor de los casos, volveremos flotando con la corriente -dijo Melanie, impasible-. Al fin y al cabo, vamos río arriba

Subieron los bártulos y la comida a bordo. Mientras Melanie permanecía en el muelle, Kevin se dirigió a la popa para examinar el motor, cuyos mandos tenían instrucciones en inglés. Puso la palanca en posición Start y tiró de la cuerda.

Para su sorpresa, el motor se puso en marcha. Le hizo una seña a Melanie para que saltara a bordo, cambió la palanca a la posición Forward y zarparon.

Mientras se alejaban del muelle, todos miraron hacia Cogo para comprobar si alguien los había visto salir. La única persona a la vista era el hombre que limpiaba el bar, que ni siquiera se molestó en volverse a mirarlos.

Como habían planeado, pusieron rumbo al oeste, como si se dirigieran a Acalayong. Kevin pulsó el estrangulador y le alegró ver que la barca adquiría velocidad. Aunque era una embarcación grande y pesada, tenía poco calado. Kevin miró el bote que llevaban a remolque; flotaba suavemente sobre el agua.

El ruido del motor les impedía mantener una conversación, así que se contentaron con disfrutar del paisaje. El sol aún no había salido, pero comenzaba a clarear y, al este, los cúmulos de nubes sobre Gabón ya estaban ribeteados de oro. A su derecha, la costa de Guinea Ecuatorial parecía una sólida masa de vegetación que caía a plomo en el río. Otras piraguas salpicaban el estuario, moviéndose como fantasmas sobre la bruma que todavía cubría la superficie del agua.

Cuando se alejaron lo suficiente de Cogo, Melanie dio una palmada en el hombro a Kevin e hizo un movimiento circular con la mano. Kevin asintió y comenzó a girar la embarcación rumbo al sur.

Diez minutos después, Kevin inició un lento giro hacia el oeste. Estaban como mínimo a un kilómetro y medio de la costa, así que al pasar frente a Cogo era prácticamente imposible distinguir los edificios.

Finalmente salió el sol: una enorme bola de oro rojizo. Al principio, la bruma ecuatorial era tan densa que podían mirarlo directamente, sin necesidad de cubrirse los ojos. Pero el calor del sol comenzó a evaporar la niebla, que, a su vez intensificó rápidamente el resplandor. Melanie fue la primera en ponerse las gafas de sol, pero Candace y Kevin la imitaron de inmediato. Unos minutos después, todos empezaron a despojarse de algunas de las prendas que se habían puesto para protegerse del fresco de la madrugada.

A la izquierda apareció la fila de islas que bordeaban la costa ecuatoguineana. Kevin había girado hacia el norte para completar el amplio círculo alrededor de Cogo. Ahora movió el timón para dirigir la proa hacia la isla Francesca, que comenzaba a vislumbrarse a lo lejos.

Cuando los rayos solares terminaron de evaporar la niebla, una agradable brisa agitó el agua, y las olas enturbiaron la superficie, hasta entonces cristalina. Con el viento de frente, la piragua empezó a sacudirse, chocando contra las crestas y salpicando de tanto en tanto a los pasajeros.

La isla Francesca parecía diferente a las islas circundantes, diferencia que se hacía más notable a medida que se aproximaban. Además de ser considerablemente más grande, el macizo de piedra caliza le daba un aspecto mucho más recio.

Jirones de niebla pendían como nubes de los picos.

Una hora y cuarto después de la salida del muelle de Cogo, Kevin redujo la velocidad. A treinta metros de distancia se alzaba la densa costa del extremo sudoeste de la isla Francesca.

– Desde aquí tiene un aspecto amenazante -gritó Melanie por encima del ruido del motor.

Kevin hizo un gesto de asentimiento. La isla no era un lugar atractivo; no tenía playa y la costa parecía cubierta de densos mangles.

– ¡Tenemos que encontrar la desembocadura del río Deviso! -gritó Kevin.

Después de acercarse a una distancia prudencial de los mangles, giró el timón a estribor y comenzó a bordear la costa occidental. A sotavento, las olas desaparecieron. Kevin se puso en pie con la esperanza de detectar posibles obstáculos bajo la superficie, pero no pudo. El agua era de un impenetrable color de barro.

– ¿Qué te parece esa zona de juncos? -gritó Candace desde la proa, señalando un pantano que acababa de aparecer a la vista.

Kevin hizo un gesto de asentimiento, redujo aún más la velocidad y dirigió la embarcación hacia las cañas de casi dos metros de altura.

– ¿Ves algún obstáculo bajo el agua? Gritó a Candace.

La j oven negó con la cabeza y respondió:

– El agua está demasiado turbia.

Kevin volvió a girar la embarcación, de modo que una vez más avanzaron en línea con la costa. Los juncos eran densos, y ahora el pantano se extendía unos cien metros hacia el interior.

– Esta debe de ser la desembocadura del río -dijo Kevin-.

Espero que haya un canal; de lo contrario, estamos perdidos.

No podremos pasar entre esos juncos con la piragua.

Diez minutos más tarde, sin que hubieran encontrado una brecha entre los juncos, Kevin dio la vuelta con cuidado de no enredar el cable de remolque de la pequeña piragua.

– No quiero seguir en esta dirección -dijo-. El pantano se está estrechando y no hay señales de un canal. Además, tengo miedo de acercarme demasiado a la zona de estacionamiento y al puente.

– Está bien -convino Melanie-. ¿Por qué no vamos al otro lado de la isla, donde está la embocadura del río Deviso?

– Esa era mi idea -repuso Kevin.

Melanie levantó una mano. -¿Qué haces?

– Choca esos cinco, tonto -dijo ella.

Kevin le dio una palmada en la mano y rió.

Regresaron por el mismo camino y rodearon la isla en dirección al este. Kevin redujo ligeramente la velocidad. El viaje le había permitido observar la cara sur del espinazo montañoso de la isla. Desde aquel ángulo, no se veía piedra caliza. La isla parecía cubierta de selva virgen.

– Sólo veo pájaros -gritó Melanie por encima del ruido del motor.

Kevin asintió. El también había visto muchos íbises y al caudones.

El sol ya estaba bastante alto, y el techo de paja les resultó útil. Los tres se apretaron en la popa para aprovechar la sombra. Candace se puso un bronceador que Kevin había encontrado en su botiquín.

– ¿Crees que los bonobos de la isla serán tan asustadizos como los demás? -gritó Melanie.

Kevin se encogió de hombros.

– Ojalá lo supiera-respondió a gritos-. Si es así, será difícil ver alguno y nuestro esfuerzo habrá sido en vano.

– Pero éstos tuvieron contacto con seres humanos mientras estaban en el Centro de Animales -gritó Melanie-. Creo que si no nos aproximamos demasiado, tendremos ocasión de observarlos.

– ¿Los bonobos son tímidos en su hábitat natural? -preguntó Candace a Melanie.

– Mucho. Igual o más que los chimpancés. Es casi imposible ver a un chimpancé en su medio natural. Son extraordinariamente asustadizos, y su sentido del oído y del olfato está mucho más desarrollado que el nuestro, de modo que la gente no puede acercarse.

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