– ¿Todavía queda alguna zona en estado salvaje en Africa? -preguntó Candace.
– ¡Claro que sí! -respondió Melanie-. Desde la costa de Guinea Ecuatorial, y subiendo hacia el noroeste, hay enormes extensiones de bosques tropicales sin explorar. Y estamos hablando de un territorio de mil quinientos kilómetros cuadrados.
– ¿Cuánto tiempo seguirá así? -quiso saber Candace.
– Esa es otra historia -dijo Melanie.
– ¿Por qué no me pasas una bebida fresca? -pidió Kevin.
– Marchando -dijo ella y abrió la nevera de playa.
Veinte minutos después, Kevin redujo la velocidad y viró hacia el norte, alrededor del extremo oriental de la isla Francesca. El sol había subido aún más y el calor apretaba. Candace puso la nevera a babor para mantenerla a la sombra.
– Nos acercamos a otro pantano -dijo Candace.
– Ya lo veo -repuso él.
Una vez más, Kevin dirigió la embarcación hacia la costa.
El pantano tenía unas dimensiones similares al de la costa occidental y, nuevamente, la jungla se cerraba sobre él a unos cien metros de distancia.
Cuando estaba a punto de anunciar una nueva derrota, vio una abertura en el hasta entonces impenetrable muro de juncos. Viró en dirección a la abertura y redujo la velocidad.
Unos diez metros más allá, puso el motor en punto muerto y finalmente lo apagó.
El ruido del motor se ahogó y se detuvieron con una sacudida.
– ¡Jo! Me zumban los oídos -protestó Melanie.
– ¿Crees que es un canal? -preguntó Kevin a Candace, que había vuelto a la proa.
– No estoy segura.
Kevin levantó la parte posterior del motor y la inclinó hacia la borda. No quería que las hélices se enredaran con la vegetación subacuática.
La piragua se internó entre los juncos, pasó a duras penas entre los tallos y se detuvo. Kevin levantó el cable de remolque para evitar que la piragua chocara contra la popa.
– Parece muy sinuoso -dijo Candace. Sujetándose al techo de paja, se había subido a la borda para mirar por encima de los juncos.
Kevin arrancó una caña y la partió en trozos pequeños, que luego arrojó al agua. Los trozos se movieron lenta pero inexorablemente hacia delante.
– Parece que hay corriente -dijo-. Es buena señal. Hagamos la prueba con la piragua.
Tiró de la pequeña embarcación hasta ponerla paralela a la piragua.
Con cierto esfuerzo debido a la inestabilidad de la canoa, consiguieron subir a bordo de la pequeña embarcación con los bultos y la comida. Kevin se sentó en la popa y Candace en la proa. Melanie tomó asiento en el medio, pera no en el banco, sino directamente sobre el fondo. Las piraguas la ponían nerviosa y prefería estar sobre una superficie segura.
Mediante una combinación de esfuerzos -remar, tirar de las cañas y empujar la canoa- consiguieron adelantar a la piragua. Una vez en el interior de lo que esperaban que fueraun canal, avanzaron con mayor facilidad.
Con Kevin a los remos en la popa y Candace en la proa, consiguieron moverse a paso de hombre. El estrecho canal de apenas dos metros de ancho, serpenteaba en apretadas curvas. Aunque sólo eran las ocho de la mañana, el sol calentaba con la intensidad propia del ecuador. Los juncos bloqueaban el paso del viento, elevando aún más la temperatura.
– No hay muchos caminos en la isla -observó Melanie, que había desplegado el mapa y lo estaba estudiando.
– El camino principal sale de la zona de estacionamiento, donde el puente cruza hacia el lago de los hipopótamos -dijo Kevin.
– Hay algunos más -comentó Melanie-. Todos empiezan en el lago de los hipopótamos. Supongo que los han abierto para facilitar la recogida.
– Seguramente-convino Kevin.
Miró el agua turbia y vio que los tallos de las plantas subacuáticas se extendían en la dirección hacia donde avanzaban, lo que indicaba que iban con la corriente. Se sintió más animado.
– ¿Por qué no pruebas el localizador? -propuso-. Comprueba si el bonobo número sesenta se ha movido.
Melanie introdujo la información con el pequeño teclado.
– No lo parece -dijo. Redujo la escala para equipararla a la del mapa topográfico y localizó el punto rojo. Sigue en el mismo punto del pantano -informó.
– Al menos podremos desvelar ese misterio -señaló Kevin-, aunque no veamos a ningún otro ejemplar.
Se aproximaban a un muro de jungla de treinta metros de altura. Cuando giraron por la última curva del pantano, vieron que el canal desaparecía en la enmarañada vegetación.
– Dentro de un momento estaremos a la sombra -observó Candace-. Estará mucho más fresco.
– No cuentes con ello -repuso Kevin.
Empujando las ramas hacia un lado, se deslizaron silenciosamente en la perpetua oscuridad del bosque. A diferencia de lo que esperaba Candace, fue como entrar en un sofocante y opresivo invernadero. La vegetación rezumaba humedad y no corría ni un soplo de aire fresco. Aunque la densa bóveda de árboles, enredaderas y lianas impedía el paso de los rayos del sol, también mantenía el calor como una pesada manta de lana. Algunas de las hojas medían treinta centímetros de diámetro. La oscuridad del túnel de vegetación los tomó por sorpresa a los tres, hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Poco a poco, comenzaron a percibir detalles del paisaje, hasta que les pareció estar en el crepúsculo, poco antes del anochecer.
Desde el momento en que las primeras ramas se cerraron tras ellos, los atacaron enjambres de insectos: mosquitos, tábanos, moscas y abejorros. Melanie buscó desesperadamente el repelente de insectos. Después de aplicárselo, se lo pasó a los demás.
– Huele como una maldita cloaca -dijo Candace desde la popa-. Y acabo de ver una serpiente. Detesto las serpientes.
– Mientras permanezcamos en la canoa, estaremos a salvo -dijo Kevin.
– Entonces tengamos cuidado de no volcar -terció Melanie.
– ¡No te atrevas a mencionar siquiera esa posibilidad! -gimió Candace-. Tenéis que recordar que yo acabo de llegar.
Vosotros lleváis años aquí.
– Sólo tenemos que preocuparnos por los cocodrilos y los hipopótamos -dijo Kevin-. Cuando veas uno, dímelo.
– ¡Genial! -repuso Melanie con nerviosismo-. ¿Y qué haremos entonces?
– No quería preocuparte -dijo él-. No creo que nos topemos con ninguno hasta que lleguemos al lago.
– ¿Y entonces qué? -preguntó Candace-. Creo que debí informarme de los peligros del viaje antes de salir.
– No nos molestarán -aseguró Kevin-. Al menos, eso me han dicho. Mientras estén en el agua, lo único que tenemos que hacer es permanecer a una distancia prudencial. Sólo cuando están en tierra pueden volverse imprevisiblemente agresivos y tanto los hipopótamos como los cocodrilos son más rápidos de lo que crees.
– Empiezo a asustarme -admitió Candace-. Y yo que creía que nos íbamos a divertir.
– Nadie dijo que fuera a ser un día de campo -protestó Melanie-. Hemos venido con un propósito; no a hacer turismo.
– Espero que tengamos suerte -dijo Kevin. Entendía perfectamente a Candace; él mismo no acababa de creer que lo hubieran arrastrado hasta allí.
Además de los insectos, la fauna silvestre dominante eran las aves, que salían incesantemente de entre las ramas, llenando el aire con sus melodías.
A ambos lados del canal, el bosque era un muro impenetrable. Sólo de tanto en tanto, Kevin y las dos jóvenes alcanzaban a divisar algo a más de unos pocos metros de distancia.
Hasta la costa era invisible, oculta tras una maraña de plantas y raíces acuáticas.
Mientras remaba, Kevin observó la oscura superficie del pantano, que estaba cubierta de innumerables arañas de agua. Calculó la velocidad a la que flotaban junto a los troncos y supuso que avanzaban a una marcha rápida de hombre.
A ese paso, calculó que llegarían al lago de los hipopótamos en unos diez o quince minutos.
– ¿Por qué no programas el localizador en el modo de búsqueda? -sugirió Kevin a Melanie-. Si reduces el alcance a esta zona, sabremos si hay bonobos cerca.
Melanie estaba inclinada sobre el pequeño ordenador cuando percibió una súbita conmoción a su izquierda. Un instante después, oyeron chasquidos de ramas en el bosque.
– ¡Dios mío! -exclamó Candace con una mano en el pecho-. ¿Qué demonios ha sido eso?
– Supongo que otro dsiker -respondió Kevin-. Esos pequeños antílopes están incluso en las islas.
Melanie volvió a concentrarse en el localizador y muy pronto informó a los demás de que no había bonobos en las proximidades.
– Desde luego -dijo Kevin con sarcasmo-. Habría sido demasiado sencillo.
Veinte minutos después, Candace divisó un tenue haz de luz entre las ramas, un poco más adelante.
– Debe ser el lago -aventuró Kevin.
Remaron durante unos instantes y por fin la canoa se deslizó sobre la superficie despejada del lago de los hipopótamos. Deslumbrados por la luz radiante del sol, los tres se pusieron las gafas de sol.
El lago no era grande. En realidad, parecía más bien una laguna larga, salpicada de islotes cubiertos de matorrales y atestados de blancas íbises. Densos muros de juncos bordeaban la costa y, aquí y allí, inmaculados nenúfares se alzaban sobre la superficie del agua. Cúmulos de vegetación flotante, lo bastante densos para sostener el peso de las aves más pequeñas, giraban perezosamente en círculos, empujados por la suave brisa.
A ambos lados, el límite del bosque se había alejado de la orilla, formando vastos campos cubiertos de hierba. Algunos de ellos estaban salpicados de palmeras. A la izquierda, por encima de las copas de los árboles, las peñascosas cimas del macizo de piedra caliza se divisaban claramente en la brumosa luz de la mañana.
– Es muy bonito -dijo Melanie.
– Me recuerda a las pinturas sobre la época prehistórica -comentó Kevin-. Hasta puedo imaginarme un par de brontosaurios en el fondo.
– ¡Dios mío! Ya veo los hipopótamos a la izquierda! -exclamó Candace, alarmada, señalando con el remo.
Kevin miró en la dirección indicada. En efecto, sobre la superficie del agua se veían las cabezas y las orejas de una docena de esos enormes mamíferos. Posados sobre sus coronillas, unos cuantos pájaros blancos se limpiaban las plumas.
– Tranquila -dijo-. Mira cómo se alejan lentamente de nosotros. No nos crearán ningún problema.
– Nunca he sido una gran amante de la naturaleza -musitó Candace.
– No es preciso que te justifiques -repuso Kevin, que recordaba con claridad su propia inquietud ante la fauna silvestre durante su primer año en Cogo.