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CAPITULO 20

8 de marzo de 1997, 16.40 horas.

Bata, Guinea Ecuatorial

Jack se percató de que estaba apretando los dientes. También apretaba la mano de Laurie con más fuerza de la razonable.

Hizo un esfuerzo consciente para relajarse. Lo peor había sido el trayecto desde Douala, Camerún, hasta Bata. Viajaban en una compañía barata, que usaba aviones antiguos, la clase de aparatos que solían aparecer en las pesadillas de Jack tras la pérdida de su familia.

El vuelo no había sido fácil. El avión había esquivado varias tormentas eléctricas, entre enormes nubes que variaban de color, de blanco nata a morado intenso. Veían constantes fogonazos de relámpagos, y la turbulencia era feroz.

En comparación, la parte anterior del viaje había sido un sueño. El vuelo desde Nueva York hasta París había transcurrido tranquilo y sin incidentes. Todos habían dormido al menos unas horas.

Habían llegado a París diez minutos antes de lo previsto, de modo que habían tenido tiempo de sobra para hacer la conexión con las líneas aéreas de Camerún. En el viaje hacia Douala, habían dormido incluso mejor. Pero el último tramo hasta Bata había sido horripilante.

– Estamos aterrizando -anunció Laurie.

– Espero que sea un aterrizaje controlado -bromeó Jack.

Miró a través de la ventanilla sucia. Como había previsto, el paisaje parecía una ininterrumpida alfombra verde. Mientras se aproximaban más y más a las copas de los árboles, deseó ver una pista de aterrizaje.

Finalmente tocaron la pista de cemento y Jack y Warren suspiraron aliviados.

Mientras los cansados pasajeros descendían del pequeño y anticuado avión, Jack contempló la descuidada pista de aterrizaje y vio algo inesperado. La silueta de un resplandeciente y solitario jet blanco se recortaba contra el fondo verde oscuro de la selva. Apostados junto a los cuatro extremos del avión, había soldados con uniformes de camuflaje y boinas rojas. Aunque ostensiblemente erguidos, habían adoptado diversas posturas de descanso. Todos llevaban rifles automáticos en bandolera.

– ¿De quién es ese avión? -preguntó Jack a Esteban. Puesto que el aparato no tenía señas de identificación, era obvio que se trataba de un jet privado.

– No tengo ni idea -respondió Esteban.

El caos de la terminal de llegadas del aeropuerto cogió por sorpresa a todos, salvo a Esteban. Los viajeros procedentes del extranjero estaban obligados a pasar por la aduana. Dos individuos con uniformes sucios y pistolas automáticas en las fundas del cinturón condujeron al grupo, con sus maletas, a un cuarto privado.

En un principio, dejaron a Esteban fuera de la sala, pero después de una fuerte discusión en un dialecto local, le permitieron entrar. Los hombres abrieron todas las maletas y desparramaron su contenido sobre una mesa grande.

Esteban explicó a Jack que los oficiales de aduana esperaban un soborno. Jack se negó a darles dinero por cuestiones de principios, pero cuando quedó claro que permanecerían horas en aquel atolladero, se dio por vencido. El problema se resolvió con diez francos franceses.

Mientras salían al vestíbulo del aeropuerto, Esteban se disculpó:

– Aquí es un problema. Todos los funcionarios del gobierno piden sobornos.

Los recibió Arturo, el primo de Esteban. Era un hombre rollizo, excepcionalmente cordial, con ojos brillantes y dientes inmaculados, que estrechó las manos de todos con entusiasmo. Vestía ropas nativas: una colorida túnica estampada y un gorro cuadrangular.

Salieron del aeropuerto al aire húmedo y sofocante del Africa Ecuatorial. Alrededor, la vista se perdía en la distancia, pues el terreno era relativamente llano. Sobre sus cabezas, el cielo del atardecer era de un intenso color azul, pero grandes nubes de tormenta acechaban en el horizonte.

– ¡Tío, no puedo creerlo! -exclamó Warren, mirando alrededor como un niño en una juguetería-. Hace años que quiero venir a Africa, pero nunca pensé que lo conseguiría.

– Miró a Jack-. Gracias, colega. ¡Chócala! -añadió tendiendo la mano. Jack y él chocaron las palmas de las manos, como si estuvieran en el campo de baloncesto del barrio.

Arturo había aparcado la furgoneta alquilada junto a la acera. Tras entregar un par de billetes a un policía, hizo señas al grupo para que subiera al vehículo.

Esteban insistió en dejar a Jack el asiento del copiloto. Demasiado cansado para discutir, Jack obedeció. Laurie y Natalie se sentaron en el fondo, mientras Warren y Esteban lo hacían en el asiento del medio.

Mientras salían del aeropuerto, avistaron el mar. La playa era ancha y arenosa, y el suave oleaje bañaba la costa.

Poco después pasaron junto a un edificio grande y semiderruido de cemento. Unas barras oxidadas de hierro se proyectaban sobre la parte superior como las púas de un erizo de mar. Jack preguntó qué era.

– Iba a ser un hotel para turistas -respondió Arturo-. Pero no había dinero ni turistas.

– Mala combinación para un negocio -dijo Jack.

Mientras Esteban hacía de guía turístico y señalaba distintos parajes, Jack preguntó a Arturo si faltaba mucho para llegar a destino.

– No; diez minutos -respondió.

– Tengo entendido que usted trabajó para GenSys -dijo Jack.

– Sí, tres años. Pero me marché. El gerente es una mala persona. Prefiero quedarme en Bata. Soy afortunado porque tengo trabajo.

– Queremos visitar el edificio de GenSys -continuó-.

¿Cree que habrá algún inconveniente?

– ¿No los esperan? -preguntó Arturo con asombro.

– No. Es una visita sorpresa.

– Entonces podrían tener problemas. No les gustan las visitas. Cuando repararon la única carretera que lleva a Cogo, construyeron una valla. Los soldados la vigilan las veinticuatro horas del día.

– ¡Guau! -exclamó Jack-. Eso no suena bien.

No había considerado la posibilidad de que el acceso a la ciudad estuviera restringido. Confiaba en poder conducir hasta allí y entrar sin dificultad. Sólo había previsto problemas para entrar en el laboratorio o el hospital.

– Cuando Esteban me telefoneó para decir que iban a Cogo, di por sentado que los habían invitado -explicó Arturo-. Por eso no mencioné la valla.

– Entiendo. No es culpa suya. Dígame, ¿cree que los soldados aceptarán un soborno para dejarnos entrar?

Arturo se giró brevemente para mirar a Jack y se encogió de hombros.

– No lo sé. Les pagan mucho mejor que a las tropas regulares.

– ¿A qué distancia está la verja de la ciudad? -preguntó Jack-. ¿No podríamos entrar por el bosque?

Arturo volvió a mirar a Jack. La conversación había tomado un giro inesperado.

– Está bastante lejos -respondió con evidente incomodidad-. A unos cinco kilómetros. Y no es fácil abrirse paso en la selva. Puede ser peligroso.

– ¿Y sólo hay una carretera? -preguntó Jack.

– Sólo una.

– He visto en el mapa que Cogo está en la costa. ¿No podríamos viajar por agua?

– Supongo que sí.

– ¿Y dónde podemos conseguir una embarcación? -preguntó Jack.

– En Acalayong. Allí hay muchos botes. Los usan para ir a Gabón.

– ¿Y habrá embarcaciones de alquiler?

– Si tienen bastante dinero…

En ese momento atravesaban el centro de Bata, cuyas calles, sorprendentemente anchas y flanqueadas por árboles, estaban cubiertas de desperdicios. Había muchas personas en los alrededores, pero pocos vehículos. Los edificios eran estructuras bajas de cemento.

Al llegar al sur de la ciudad, salieron de la calle principal y enfilaron por una carretera sin pavimentar, llena de rodadas.

La lluvia reciente había dejado grandes charcos.

El hotel era un discreto edificio de cemento de dos plantas, con unas barras de hierro en la parte superior que indicaban planes de expansión. La fachada, originariamente pintada de azul, estaba descolorida y era de un indeterminado tono pastel.

En cuanto el vehículo se detuvo, un alegre batallón de niños y adultos salió por la puerta principal. Les presentaron a todos, hasta a la más pequeña y tímida de las criaturas.

Al parecer, en la planta baja del edificio vivían varias generaciones de distintas familias. El hotel estaba en la segunda planta.

Las habitaciones eran pequeñas, pero limpias. Todas daban al exterior del edificio con forma de "U" y se accedía a ellas a través de una galería con vistas al jardín. En cada extremo de la "U" había un lavabo y una ducha.

Después de dejar las maletas en su habitación, y reparar en la alentadora presencia de un mosquitero alrededor de una cama insólitamente estrecha, Jack salió a la galería. Laurie salió de su habitación. Juntos, se inclinaron sobre la barandilla y miraron hacia el jardín. Era una interesante combinación de plataneros, neumáticos viejos, niños desnudos y gallinas.

– No es exactamente un hotel de cinco estrellas -comentó Jack.

Laurie sonrió.

– Es encantador. Estoy contenta. En mi habitación no hay ni un solo bicho, y ese punto era el que más me preocupaba.

Los propietarios, el cuñado de Esteban, Florencio, y su esposa Celestina, habían preparado un gran banquete de bienvenida. El plato principal era un pescado local acompañado de una verdura similar al nabo, llamada malanga. De postre había una especie de budín y frutas exóticas. Bajaron la comida con abundante cerveza camerunense helada.

La combinación de la copiosa comida y la cerveza se cobró su tributo sobre los exhaustos viajeros. Poco después, todos luchaban contra el sueño. Subieron por las escaleras con esfuerzo y se retiraron a sus respectivas habitaciones, tras acordar que se levantarían temprano y partirían hacia el sur.

Bertram subió por las escaleras hasta el despacho de Siegfried. Estaba agotado. Eran casi las ocho y media de la noche y estaba levantado desde las cinco de la mañana, cuando había acompañado a sus hombres a la isla Francesca para poner en marcha la operación de recogida de los animales. Habían trabajado todo el día y hacía apenas una hora que habían regresado al Centro de Animales.

Aurielo ya se había marchado a casa, de modo que Bertram entró directamente en el despacho del gerente. Siegfried, con un vaso en la mano, estaba junto a la ventana que daba a la plaza. Miraba hacia el hospital. Igual que tres noches antes, la estancia estaba iluminada únicamente con la vela embutida en el cráneo. La llama temblaba con el aire del ventilador de techo, arrojando sombras que danzaban sobre los animales desecados.

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