6 de marzo de 1997, 19.30 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
– ¿A qué hora espera a sus invitadas? -preguntó Esmeralda a Kevin. La mujer se había envuelto la cabeza y el cuerpo con una bonita tela de color anaranjado y verde.
– A las siete -respondió Kevin, agradeciendo la distracción. Estaba sentado ante su escritorio, fingiendo leer una revista sobre biología molecular. En realidad, no hacía más que torturarse repitiendo una y otra vez en su mente el horripilante incidente de esa tarde.
Todavía podía ver a los soldados con sus boinas rojas y sus uniformes de camuflaje, apareciendo de la nada. Oía el ruido de sus botas contra el suelo húmedo y el alboroto de sus avíos mientras corrían. Peor aún, revivía el mismo pánico que había sentido en el momento en que se había girado para escapar, convencido de que en cualquier momento oiría las detonaciones de los rifles.
En cierto modo, la carrera por el claro en dirección al coche y el frenético viaje de regreso al pueblo no habían sido nada comparados con el susto inicial. Las ventanillas destrozadas daban a los recuerdos posteriores un carácter casi surrealista, que no tenía parangón con lo que había experimentado al descubrir a los soldados.
Una vez más, Melanie y él habían reaccionado de manera completamente distinta. Kevin se preguntó si el hecho de haberse criado en Manhattan la habría endurecido, preparándola de algún modo para esa clase de experiencias.
Melanie estaba más enfadada que asustada. Se enfureció con los soldados por destruir lo que ella consideraba su propiedad, aunque, oficialmente, el coche pertenecía a GenSys.
– La cena está lista -anunció Esmeralda- La mantendré caliente.
Kevin le dio las gracias y el ama de llaves desapareció en la cocina. El dejó la revista y salió a la terraza. Había oscurecido, y comenzaba a preocuparse por el paradero de Melanie y Candace.
La casa daba a una pequeña plaza arbolada iluminada por antiguas farolas. Directamente enfrente estaba la casa de Siegfried Spallek, que se parecía a la suya, con una arcada en la planta baja, una terraza que rodeaba la segunda, y un techo casi triangular.
Oyó risas a su izquierda y se volvió en dirección a la costa.
Acababa de caer un chaparrón tropical, que había durado una hora y había amainado apenas quince minutos antes. Sobre los adoquines de la calle, todavía calientes por el sol, se alzaban pequeñas nubecillas de vapor. Entre la bruma, vio aparecer a las dos mujeres, cogidas del brazo y riendo con desparpajo.
– ¡Eh, Kevin! -exclamó Melanie al verlo en la terraza-.
¿Cómo es que no has enviado una carroza a recogernos?
Las mujeres caminaron hasta situarse directamente debajo de él, que se sentía avergonzado por sus risas.
– ¿De qué hablas? -preguntó Kevin.
– Bueno, no debiste permitir que nos mojáramos -bromeó Melanie. Candace rió.
– Subid -dijo él mirando a un lado y otro de la plaza. Esperaba que el alboroto de las jóvenes no molestara a sus vecinos, en especial a Siegfried Spallek.
Las mujeres subieron ruidosamente por las escaleras. Kevin las esperaba en el vestíbulo. Melanie insistió en darle un beso en cada mejilla y Candace la imitó.
– Lamentamos llegar tarde -dijo Melanie-. Pero la lluvia nos obligó a refugiarnos en el bar Chickee.
– Y unos tipos muy agradables del área de servicio nos in vitaron a una piña colada -añadió Candace con júbilo.
– No pasa nada -dijo Kevin-, aunque la cena ya está lista.
– Estupendo -respondió Candace-. Estoy muerta de hambre.
– Yo también -dijo Melanie mientras se descalzaba-. Espero que no te importe, Kevin, pero en el camino hacia aquí se me empaparon los zapatos.
– Los míos también -dijo Candace, imitándola.
El les indicó el comedor y las siguió hacia allí. Esmeralda había puesto el mantel, los platos y los cubiertos en un extremo de la mesa, pues ésta era lo bastante grande para doce personas. Había velas en candeleros de cristal.
– ¡Qué romántico! -observó Candace.
– Supongo que beberemos vino -dijo Melanie sentándose en el primer sitio que encontró.
Candace se sentó frente a ella, dejando la cabecera a Kevin.
– ¿Blanco o tinto? -preguntó él.
– El color da igual -dijo Melanie con una risita.
– ¿Qué hay de cenar? -preguntó Candace.
– Un pescado típico de aquí -respondió Kevin.
– ¡Pescado! ¡Qué apropiado! -exclamó Melanie y las dos mujeres rieron hasta que se les saltaron las lágrimas.
– No lo he cogido -dijo él. Siempre que estaba con las dos jóvenes, tenía la sensación de que perdía el control y no entendía ni la mitad de lo que decían.
– Te lo explicaremos luego -consiguió decir Melanie entre risas-. Ahora trae el vino. Es lo más importante.
– Que sea blanco -dijo Candace.
Kevin entró en la cocina y cogió la botella de vino que había puesto en el frigorífico. Rehuyó la mirada de Esmeralda, preocupado por lo que ésta podía pensar de sus desvergonzadas amigas. El mismo no sabía qué pensar.
Mientras descorchaba la botella, oyó más risas y fragmentos de una animada conversación. Se recordó a sí mismo que lo bueno de la compañía de Melanie y Candace era que nunca se producían silencios incómodos.
– ¿Qué vino es? -preguntó Melanie cuando Kevin volvió al comedor. El le enseñó la botella-. ¡Oh, vaya! -exclamó con aires de experta-. ¡Montrachet! Esta noche estamos de suerte.
Kevin había escogido al azar una botella de su bodega, pero se alegró de impresionar a Melanie. Sirvió el vino mientras Esmeralda entraba con el primer plato.
La cena fue un éxito rotundo. Hasta Kevin comenzó a relajarse después de intentar beber tanto como las mujeres. A mitad de la comida, tuvo que levantarse a buscar otra botella
– No te imaginas quién estaba en el bar Chickee -dijo Melanie mientras Esmeralda retiraba los platos-. Nuestro temerario jefe, Siegfried.
Kevin se atragantó con el vino y se secó la cara con la servilleta.
– No habréis hablado con él, ¿no?-dijo.
– Imposible negarse -dijo Melanie-. Nos invitó generosamente a que lo acompañáramos e incluso pagó una ronda.
Y no sólo para nosotras, sino también para los muchachos del área de servicio.
– En realidad, estuvo encantador -comentó Candace.
Un escalofrío recorrió la espalda de Kevin. El segundo episodio terrorífico de aquella tarde había sido la visita al despacho de Siegfried. En cuanto hubieron escapado de los soldados ecuatoguineanos, Melanie había insistido en dirigirse allí y todo lo que Kevin había dicho para convencerla de que no lo hicieran había sido en balde.
– No pienso tolerar esta clase de tratamiento -había dicho Melanie mientras subían por las escaleras. Ni siquiera se había molestado en hablar con Aurielo. Tras irrumpir en el despacho de Siegfried, le había exigido que se ocupara de la reparación de su coche.
Candace había entrado con Melanie, pero Kevin había permanecido fuera, mirándolas desde el escritorio de Aurielo.
– Anoche perdí mis gafas de sol -había dicho Melanie-.
Así que volvimos a buscarlas, y nada más llegar allí nos dispararon otra vez.
Kevin había supuesto que Siegfried estallaría, pero no lo había hecho. En cambio, se había disculpado diciendo que los soldados tenían órdenes de impedir que cualquier persona cruzara a la isla, pero que no deberían haber disparado.
No sólo había aceptado reparar el coche de Melanie, sino que le había asegurado que mientras tanto le asignaría otro vehículo. También había prometido ordenar a los soldados que buscaran las gafas de Melanie.
Esmeralda llegó con el postre, que estaba preparado con cacao de la zona. Las mujeres estaba encantadas.
– ¿Siegfried hizo alguna alusión a lo ocurrido ayer? -pre guntó Kevin.
– Se disculpó otra vez -respondió Candace-. Dijo que había hablado con la guardia marroquí y nos aseguró que no habrá más disparos. Según él, tienen órdenes de hablar con cualquier persona que se acerque al puente y explicarle que es una zona restringida.
– Muy verosímil -dijo Kevin-. Con lo que les gusta disparar a esos críos que llaman soldados, es imposible que cumplan esa orden. Melanie rió.
– Hablando de los soldados, Siegfried nos contó que se pasaron horas buscando mis inexistentes gafas. ¡Lo tienen bien merecido!
– Nos preguntó si queríamos hablar con los obreros que habían ido a la isla y habían quemado malezas -dijo Candace-. ¿Puedes creerlo?
– ¿Y qué le respondisteis?
– Le dijimos que no era necesario -contestó Candace-.
No queremos que piense que seguimos preocupados por el humo, y mucho menos que planeamos hacer una visita a la isla.
– Pero no planeamos nada semejante -repuso Kevin. Miró a las mujeres que intercarnbiaron una sonrisa cómplice-. ¿O sí?
Los dos tiroteos habían sido más que suficientes para disuadir a Kevin de su intención de visitar la isla.
– Antes preguntaste por qué nos reímos cuando dijiste que había pescado para cenar -dijo Melanie-. ¿Recuerdas?
– Sí -respondió Kevin, preocupado. Tenía toda la impresión de que no iba a gustarle lo que iba a decir Melanie.
– Nos reímos porque hemos pasado gran parte de la tarde hablando con los pescadores que vienen a Cogo un par de veces a la semana -explicó Melanie-. Puede que sean los mismos que cogieron el pescado que acabamos de comer. Vienen desde una aldea llamada Acalayong, que está a unos quince kilómetros al este.
– Conozco el pueblo -dijo Kevin. Era un sitio de paso para las personas que viajaban desde Guinea Ecuatorial a Coco Beach, en Gabón. El viaje se hacía en unas canoas motorizadas que llamaban piraguas.
– Les hemos alquilado un bote para dos o tres días -anunció Melanie con orgullo-. Así que no tendremos necesidad de acercarnos al puente. Viajaremos por agua.
– No contéis conmigo -dijo Kevin con énfasis-. Ya he tenido suficiente. Creo que es un milagro que sigamos vivos.
Si vosotras queréis ir, adelante. Sé que no podré convenceros de que no lo hagáis.
– ¡Vaya, genial! -exclamó Melanie con desdén-. Conque ya te has dado por vencido. Entonces, ¿cómo piensas descubrir si tú y yo hemos creado una raza de protohumanos? Al fin y al cabo, fuiste tú quien mencionó el tema por primera vez y quien nos metió esta preocupación en la cabeza.
Melanie y Candace miraron fijamente a Kevin. Durante unos instantes, nadie dijo nada. Oyeron los ruidos de la selva, que hasta el momento habían pasado inadvertidos.