Aunque estas estrechas jaulas estaban previstas sólo para el transporte, un elevador de carga las levantaba laboriosa mente y las colocaba a la sombra de los árboles de la costa norte de la isla, señal de que permanecerían allí. Uno de los trabajadores rociaba las jaulas y a los animales con agua del río, usando la manguera de una bomba a gasolina.
– ¿No dijo que iban a trasladar a los bonobos al Centro de Animales? -preguntó Kevin.
– Hoy no -respondió Dave-. Por el momento, no hay sitio disponible. Lo haremos mañana o, como muy tarde, pasado mañana.
No tuvieron dificultades para llegar a la zona continental, ya que el puente telescópico estaba desplegado. El puente era de acero y resonaba bajo sus pies con un ruido hueco, similar al de un tambor. La pickup de Dave estaba aparcada junto al mecanismo del puente.
– Suban -dijo éste, señalando la caja de la camioneta.
– ¡Un momento! -exclamó Melanie, que hablaba por primera vez desde que había salido de la cueva-. No viajaremos en la caja.
– Entonces irán andando. No pienso llevarlos en la cabina.
– Vamos, Melanie -pidió Kevin-. Será agradable viajar al aire libre.
Kevin le tendió la mano a Candace para ayudarla a subir.
Dave rodeó el vehículo y se sentó al volante.
Melanie se resistió un minuto más. Con las manos en jarras, las piernas separadas y los labios apretados parecía una niña pequeña haciendo pucheros.
– No es tan lejos -dijo Candace, tendiéndole la mano. Su amiga la cogió de mala gana.
– No esperaba que nos recibieran como a héroes -protestó-, pero tampoco que nos trataran de esta manera.
Comparado con el agobiante encierro de la cueva y el húmedo calor de la selva, el viaje al viento resultó inesperada mente placentero. Las esteras de junco que habían usado para envolver a los animales acolchaban la superficie de la caja y, aunque despedían un olor rancio, Kevin y sus amigas sabían que ellos no olían mejor.
Se tendieron de espaldas y contemplaron los retazos del cielo del atardecer entre las ramas de los árboles.
– ¿Qué crees que nos harán? -preguntó Candace-. No quiero volver al calabozo.
– Esperemos que nos despidan en el acto -dijo Melanie-.
Estoy decidida a decir adiós a la Zona, al proyecto y a Guinea Ecuatorial. Ya he tenido suficiente.
– Ojalá sea tan sencillo -terció Kevin-. Por otra parte, me preocupan los animales. Los han condenado a cadena perpetua.
– No podemos hacer nada por ellos -dijo Candace.
– No sé -repuso Kevin-. Me pregunto qué dirían los grupos de protección de los animales si se enteraran de este asunto.
– No se te ocurra mencionar ese tema hasta que hayamos salido de aquí -advirtió Melanie-. Se pondrían furiosos.
Entraron en la ciudad por el este, pasando junto al campo de fútbol y las pistas de tenis. Ambos sitios bullían de actividad; no había una sola pista de tenis libre.
– Después de una experiencia como ésta, te sientes menos importante de lo que creías ser-señaló Melanie-. Hemos estado desaparecidos durante dos horribles días, y aquí la vida sigue como si nada.
Todos reflexionaron sobre el comentario mientras se preparaban inconscientemente para lo que les esperaba en el Centro de Animales. Sin embargo, la camioneta disminuyó la velocidad y se detuvo. Kevin se sentó y vio el jeep Cherokee de Bertram.
– Siegfried quiere que vayan directamente a la casa de Kevin-gritó Bertram.
– De acuerdo -respondió Dave.
La camioneta arrancó con una sacudida y siguió al vehículo de Bertram.
Kevin volvió a recostarse sobre las esteras.
– Vaya sorpresa. Puede que no nos traten tan mal, después de todo.
– Podríamos pedirles que nos llevaran antes a mí, y a Candace -sugirió Melanie-. Les pilla casi de camino. -Se miró la ropa-. Lo primero que quiero hacer es ducharme y cambiarme. Sólo entonces comeré algo.
Kevin se arrodilló sobre la caja de la camioneta, junto a la cabina. Golpeó la ventanilla trasera para atraer la atención de Dave y le comunicó la petición de Melanie. Dave respondió con un gesto despectivo.
Kevin volvió a su posición original.
– Creo que primero tendréis que pasar por mi casa -dijo.
En cuanto llegaron a la zona de adoquines, el traqueteo se hizo tan violento que tuvieron que sentarse. Cuando torcieron por la calle de la casa de Kevin, éste miró al frente con expectación. Estaba tan ansioso como Melanie por darse una ducha. Por desgracia, lo que vio no era alentador: Siegfried, Cameron y cuatro soldados ecuatoguineanos, armados hasta los dientes, los esperaban en la puerta de su casa. Uno de los soldados era un oficial.
– Caray -dijo-. Creo que he abrigado falsas esperanzas.
La camioneta se detuvo. Dave bajó de la cabina y dio la vuelta para abrir la compuerta de cola. En primer lugar bajó Kevin, con las piernas entumecidas. Melanie y Candace lo siguieron de inmediato.
Preparándose para lo inevitable, Kevin fue al encuentro de Siegfried y Cameron. Sabía que Melanie y Candace le pisaban los talones. Bertram, que había aparcado delante de la pickup, se sumó al grupo. Nadie parecía contento.
– Esperábamos que se hubieran tomado unas vacaciones imprevistas -dijo Siegfried con sarcasmo-, pero hemos descubierto que han desobedecido a sabiendas la orden de no entrar en la isla Francesca. En consecuencia, los tres permanecerán bajo custodia en esta misma casa-añadió, señalando la casa de Kevin por encima del hombro.
Kevin estaba a punto de explicar lo sucedido, cuando Melanie dio un paso al frente y lo apartó. Estaba agotada y furiosa.
– No pienso quedarme aquí, y es mi última palabra -espetó-. De hecho, dimito. Me iré de la Zona en cuanto haga las gestiones necesarias.
Siegfried frunció el labio superior, exagerando su sonrisa burlona. Dio un rápido paso al frente y abofeteó a Melanie con tanta fuerza que la arrojó al suelo. Candace se arrodilló para ayudar a su amiga.
– ¡No la toque! -gritó Siegfried mientras extendía el brazo como si fuera a golpear también a Candace.
La enfermera no le hizo caso y ayudó a Melanie a sentarse.
El ojo izquierdo de la joven empezaba a hincharse y una gota de sangre se deslizaba sobre su mejilla.
Kevin dio un respingo y apartó la vista, esperando oír otro golpe. Admiraba el valor de Candace y le habría gustado tenerlo para sí, pero Siegfried le infundía terror, y no se atrevía a moverse.
Al no oír el golpe previsto, Kevin volvió a mirar al grupo Candace había ayudado a Melanie a incorporarse y la sujetaba para mantenerla en pie.
– Pronto se marchará de la Zona -dijo Siegfried a Melanie con tono burlón-, pero será en compañía de las autoridades ecuatoguineanas. Pruebe a usar su insolencia con ellos.
Kevin tragó saliva. Nada lo asustaba tanto como la posibilidad de que los entregaran a los ecuatoguineanos.
– Soy ciudadana de Estados Unidos -balbuceó Melanie.
– Pero está en Guinea Ecuatorial -respondió Siegfried Y ha transgredido las leyes locales. -Dio un paso atrás y añadió-: He confiscado sus pasaportes, que entregaré a las autoridades ecuatoguineanas junto con sus personas. Entretanto, permanecerán en esta casa. Y les advierto que estos soldados y este oficial tienen órdenes de disparar apenas se asomen fuera de la casa. ¿Está claro?
– Necesito ropa-protestó Melanie.
– Ya he mandado traer algo de ropa para ambas. Está en las habitaciones de huéspedes -dijo Siegfried-. Créanme, hemos pensado en todo. -Se volvió hacia Cameron-: Ocúpese de que los vigilen.
– Desde luego, señor.
Saludó tocando el ala del sombrero y se volvió hacia Kevin y las mujeres.
– Muy bien, ya han oído al jefe -gruñó-. Suban a la primera planta, y les ruego que no causen problemas.
Kevin echó a andar, pero se desvió unos pasos de su camino para hablar con Bertram.
– No sólo usan fuego. Fabrican herramientas y hablan entre sí.
Continuó andando. No había notado ninguna reacción en Bertram, aparte de un ligero movimiento en sus cejas perpetuamente arqueadas. Sin embargo, Kevin sabía que el veterinario lo había oído.
Mientras subía con paso tambaleante al primer piso, vio que Cameron daba instrucciones a los soldados y al oficial para que vigilasen la escalera.
Al llegar al vestíbulo, los tres amigos se miraron. Melanie todavía sollozaba entrecortadamente.
– No son precisamente buenas noticias -dijo Kevin con un resuello.
– No pueden hacernos esto -gimió Melanie.
– Pues está claro que lo intentarán -repuso Kevin-. Y sin los pasaportes, tendríamos dificultades para salir del país incluso si pudiéramos escapar de aquí.
Melanie se llevó las manos a las mejillas y apretó con fuerza.
– Tengo que controlarme -dijo.
– Yo vuelvo a sentirme aturdida -reconoció Candace-.
Hemos pasado de una forma de cautiverio a otra.
Kevin suspiró.
– Por lo menos no nos han metido en el calabozo.
Salió a la terraza y vio que todos los coches se marchaban, excepto el de Cameron. Alzó la vista al cielo y notó que estaba oscureciendo. Ya brillaban las primeras estrellas.
Regresó a la casa y fue directamente al teléfono. Levantó el auricular y oyó lo que esperaba: nada.
– ¿Tiene tono? -preguntó Melanie a su espalda.
Kevin colgó el auricular y negó con la cabeza.
– Me temo que no.
– Lo suponía -dijo ella.
– Vamos a ducharnos -sugirió Candace.
– Excelente idea -dijo Melanie con fingido optimismo.
Después de que acordaran volver a reunirse en media hora, Kevin cruzó el comedor y abrió la puerta de la cocina.
Estaba tan sucio, que no se atrevía a entrar. Olió un aroma de pollo asado.
Esmeralda se había puesto de pie de un salto al oír la puerta.
– Hola, Esmeralda -saludó Kevin.
– Bienvenido, señor -dijo Esmeralda.
– No ha salido a recibirnos como de costumbre -señaló Kevin.
– Temía que el gerente siguiera allí -dijo la mujer-. El y el jefe de seguridad vinieron antes, dijeron que usted regresaría pronto y que no le permitirían abandonar la casa.
– Sí; eso me han dicho -respondió Kevin.
– Le he preparado la cena -dijo Esmeralda-. ¿Tiene ham bre?
– Mucha-respondió Kevin-, pero tenemos dos invitadas.
– Lo sé. Me lo dijo el gerente.
– ¿Podremos comer dentro de media hora?
– Desde luego.
Kevin respondió con una inclinación de cabeza. Era una suerte poder contar con Esmeralda. Se volvió para marcharse, pero la mujer lo llamó. Kevin se detuvo, sujetando la puerta.