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Una vez en la escalera, Melanie descendió tan rápidamente como permitía la escasa luz. Oía a Candace y a Kevin a su espalda. Al pie de la escalera, aflojó el paso para buscar a tientas la puerta del sótano. La abrió en buena hora, pues en ese preciso instante se entornó la puerta del primer rellano y se oyeron pasos en los peldaños de metal.

El sótano estaba completamente a oscuras, salvo por un contorno rectangular de luz en la distancia. Cogidos en una piña echaron a andar hacia la luz. Sólo cuando llegaron allí, Kevin y Candace se percataron de que se trataba de una puerta de incendios, iluminada por la luz que se filtraba por las rendijas. Melanie la abrió con la tarjeta magnética en cuanto localizó la cerradura.

Al otro lado de la puerta había un pasillo brillantemente iluminado que les permitió correr a toda velocidad. Melanie se detuvo abruptamente en el centro del pasillo y abrió una puerta señalada con un rótulo que rezaba Anatomía Patológica.

– Entrad -ordenó Melanie, y los dos la siguieron sin rechistar.

Estaban en la antesala de dos anfiteatros anatómicos. Había un par de fregaderos, varios escritorios y una gran puerta metálica que conducía al cuarto refrigerado.

– ¿Por qué hemos entrado aquí? -preguntó Kevin con voz cargada de pánico-. Estamos atrapados.

– No exactamente -respondió Melanie con la respiración entrecortada-. Por aquí.

Les hizo señas para que la siguieran hasta un rincón de la estancia, donde, para sorpresa de Kevin, había un ascensor.

Melanie pulsó el botón de llamada, que produjo un chirrido inmediato del mecanismo. Al mismo tiempo, el indicador luminoso se encendió en la tercera planta.

– Venga -dijo Melanie, como si su súplica pudiera acelerar el descenso.

Puesto que el ascensor era en realidad un montacargas, bajaba con penosa lentitud. Apenas había llegado a la segunda planta cuando oyeron la puerta del pasillo y una imprecación ahogada.

Los tres cambiaron una mirada de horror.

– Llegarán en unos segundos -dijo Kevin-. ¿Hay alguna otra salida?

Melanie negó con la cabeza.

– Sólo el ascensor.

– Tendremos que escondernos en algún sitio -dijo Kevin.

– ¿Qué os parece el frigorífico? -propuso Candace.

Sin tiempo para discutir, los tres corrieron hacia la nevera.

Kevin abrió la puerta, y un vapor fresco salió del interior, acumulándose al nivel del suelo.

Candace entró en primer lugar, seguida por Melanie y Kevin. Este cerró la puerta metálica, que produjo un fuerte chasquido. La estancia, de unos seis metros cuadrados, tenía estantes de acero inoxidable desde el suelo hasta el techo, a ambos lados y en el centro. En los estantes había cadáveres de varios primates. El más impresionante era el de un gorila macho, situado en la estantería central. La nevera estaba iluminada por unas bombillas protegidas por estructuras metálicas y acopladas al techo a intervalos regulares encima de los pasillos.

Instintivamente, los tres corrieron hacia la parte posterior de la estantería central y se agacharon. En la fría temperatura, la respiración agitada de los tres amigos formaba fugaces nubecillas de vapor. El olor a amoníaco no era agradable, pero resultaba soportable. Rodeados por las paredes de material aislante, Kevin y las chicas no oían ningún sonido del exterior, ni siquiera el chirrido del ascensor. Al menos hasta que oyeron el ruido inconfundible de la puerta del frigorífico.

Cuando se abrió la puerta, el corazón de Kevin dio un vuelco. Preparado para ver la cara despectiva de Siegfried, levantó ligeramente la cabeza para espiar por encima del cuerpo del gorila muerto. Para su sorpresa, no era Siegfried, sino dos hombres con uniformes de cirugía que cargaban el cuerpo de un chimpancé. Sin decir una palabra, los hombres dejaron el cadáver en un estante de la derecha, muy cerca de la entrada y se marcharon.

En cuanto la puerta volvió a cerrarse, Kevin miró a Melanie y suspiró.

– Creo que éste ha sido el peor día de mi vida -dijo.

– Todavía no ha terminado -repuso ella-. Aún hemos de salir de aquí. Pero al menos tenemos lo que vinimos a buscar. -Abrió la mano y les enseñó la llave. La luz destelló sobre la superficie cromada.

Kevin miró su propia mano. Inadvertidamente había llevado consigo el mapa topográfico.

Bertram encendió la luz del pasillo mientras salía de la zona de escaleras. Había subido a la segunda planta y entrado en el pabellón de pediatría para preguntar al personal si habían visto a alguien corriendo. Le respondieron que no.

Entró en su consulta y encendió la luz. Siegfried apareció en la puerta que conducía al despacho.

– ¿Y?

– No sé si ha entrado alguien -dijo Bertram. Advirtió que la papelera metálica no estaba en su sitio, junto a la mesa.

– ¿Ha visto a alguien?

– No -respondió negando con la cabeza-. Es probable que el personal de limpieza dejara la luz encendida.

– Bueno, eso justifica mi preocupación por las llaves -señaló Siegfried.

Bertram hizo un gesto afirmativo. Empujó con el pie la papelera metálica para devolverla a su posición normal. Luego apagó la luz de la sala de revisión y siguió a Siegfried al despacho. Abrió el primer cajón del archivador y sacó la carpeta de la isla Francesca. Soltó las bandas elásticas y examinó el contenido.

– ¿Qué pasa? -preguntó Siegfried al ver que titubeaba.

Bertram era un maniático del orden y no recordaba haber dejado los papeles en ese estado caótico. Temía lo peor, por eso sintió un enorme alivio al ver el sobre del puente Stevenson y el bulto de las llaves en su interior.

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