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– ¿No deberíamos ocuparnos de lo que hemos venido a hacer?-murmuró Kevin.

Melanie se llevó un dedo a los labios.

En la habitación había cuatro jaulas grandes, aunque sólo una estaba ocupada. Una gorila hembra dormía sobre un lecho de paja. La escasa iluminación procedía de una lámpara empotrada en el techo. Candace se cogió a los barrotes de la jaula y se inclinó ligeramente para ver mejor. Nunca había estado tan cerca de un gorila. Si hubiera querido, habría podido tocar al enorme animal.

Con sorprendente rapidez, la hembra gorila se despertó y se acercó a los barrotes. Un instante después golpeaba los puños contra el suelo, como si fuera un tambor, y chillaba.

– Tranquila -dijo Melanie-. La gorila dio otro salto, cogió un puñado de heces frescas y lo arrojó hacia la pared del fondo-. Lo siento muchísimo -dijo a Candace. La tez nórdica de la enfermera estaba más pálida de lo habitual. ¿Te encuentras bien?

– Eso creo -respondió ella mirándose la parte delantera del uniforme.

– Me temo que sufre tensión premenstrual -observó Melanie-. No te ha dado con la caca, ¿verdad?

– Me parece que no -respondió Candace. Se pasó una mano por el pelo y luego la examinó.

– Vamos a buscar las llaves -sugirió Kevin-. Estamos tentando a la suerte.

Cruzaron la unidad de fertilización y empujaron un segundo par de puertas oscilantes hasta entrar en una amplia sala dividida en cubículos. Cada cubículo tenía varias jaulas, la mayoría de ellas ocupadas por primates jóvenes de distintas especies.

– Este es el pabellón pediátrico -murmuró Melanie-.

Comportaos con naturalidad.

Había cuatro empleados trabajando. Todos vestían equipo de cirugía y llevaban estetoscopios colgados alrededor del cuello. Se mostraron cordiales, pero estaban ocupados y distraídos y el trío cruzó la sala sin recibir más que un par de sonrisas o inclinaciones de cabeza.

Tras atravesar otra puerta doble y recorrer un corto pasillo, llegaron junto a una pesada puerta de incendios. Melanie tuvo que usar su tarjeta magnética para abrirla.

– Ya hemos llegado -murmuró, mientras cerraba con sigilo la puerta. Después de la conmoción que acababan de presenciar, la oscuridad y el silencio parecían absolutos-. La escalera está al fondo del pasillo, a la izquierda. Seguidme.

Anduvieron a tientas en la oscuridad. Candace apoyó una mano en el hombro de Melanie y Kevin cogió la de Candace.

– Vamos -los animó Melanie.

Avanzaba lentamente hacia el fondo del pasillo, tocando la pared con una mano. Los demás se dejaron guiar. Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y, cuando llegaron a la puerta que conducía a la escalera, vieron la tenue luz de la luna que se filtraba a través de las rendijas. La escalera estaba comparativamente más iluminada. El resplandor de la luna entraba por las grandes ventanas de los rellanos y bañaba los peldaños.

Les resultó mucho más sencillo guiarse por el pasillo de la primera planta, ya que las puertas principales tenían hojas de cristal. Melanie los condujo hasta la puerta del despacho de Bertram.

– Ahora viene la prueba de fuego -dijo Kevin mientras Melanie probaba la tarjeta en la cerradura.

De inmediato se oyó un chasquido reconfortante y la puerta se abrió.

– Todo en orden dijo Melanie con tono triunfal.

Los tres entraron en la estancia y volvieron a internarse una vez más en una oscuridad casi absoluta. La única luz era el tenue resplandor que se filtraba por la puerta abierta.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Kevin-. No encontraremos nada en la oscuridad.

– Es verdad -admitió Melanie.

Palpó la pared buscando el interruptor. En cuanto lo localizó, lo pulsó. Por un instante, los tres parpadearon deslumbrados.

– ¡Guau! -dijo Melanie-. Qué luz más potente.

– Espero que no despierte a los guardias marroquíes -señaló Kevin.

– No lo digas ni en broma -dijo Melanie. Se dirigió al despacho interior y también encendió la luz. Los otros la siguieron-. Deberíamos organizarnos. Yo revisaré el escritorio.

Candace, ocúpate del archivador. Kevin, espera en el despacho exterior y vigila el pasillo. Si aparece alguien, da la voz de alarma.

– Buena idea -dijo Kevin y salió.

Al llegar al área de servicio, Siegfried giró a la izquierda y pisó el acelerador de su Toyota nuevo, dirigiéndose al Centro de Animales. El vehículo había sido modificado para adaptarlo a su discapacidad, de modo que pudiera maniobrar los cambios con la mano izquierda.

– ¿Sabe Cameron por qué nos preocupa tanto la seguridad de la isla Francesca? -preguntó Bertram.

– No; claro que no -respondió Siegfried.

– ¿No ha hecho ninguna pregunta?

– No; no es de esa clase de hombres. Se limita a cumplir las órdenes sin cuestionarlas.

– ¿Por qué no se lo contamos y le ofrecemos un pequeño porcentaje? -sugirió Bertram-. Podría resultarnos muy útil.

– No pienso reducir mi porcentaje -aseguró Siegfried-.

No se atreva a sugerirlo. Además, Cameron ya es útil. Hace todo lo que le ordeno.

– Lo que más me preocupa del incidente con Kevin Marshall es que debe de haberse confiado a las mujeres. Lo último que necesitamos es que piensen que los bonobos de la isla están haciendo fuego. Si se corre la voz, pronto tendremos fanáticos defensores de los derechos de los animales hasta debajo de las piedras. GenSys abandonará el proyecto antes de que cante un gallo.

– ¿Qué cree que debemos hacer? Yo podría hacer desaparecer a los tres.

Bertram miró a Siegfried y se estremeció levemente. Sabía que no bromeaba.

– No, sería peor -dijo. Fijó la vista en el parabrisas-. Organizarían una campaña de investigación. Como le he dicho, creo que deberíamos ir a buscar a los bonobos, enjaularlos y trasladarlos aquí. Es obvio que no harán fuego en el Centro de Animales.

– ¡No, maldita sea! Los animales se quedan en la isla. Si los traemos aquí, no podremos mantener el secreto. Aunque no hagan fuego, sabemos que son condenadamente listos por los problemas que crearon durante la operación de recogida.

Y puede que empiecen a hacer cosas raras. En tal caso, darán que hablar entre las personas que los cuiden, y estaremos peor que ahora.

Bertram suspiró y se mesó el cabello blanco con nerviosismo. Aunque no le gustara, debía admitir que Siegfried tenía razón. Aun así, seguía pensando que era conveniente trasladar a los animales al centro, sobre todo para separarlos.

– Mañana hablaré con Raymond Lyons -dijo Siegfried-. Lo llamé antes, pero no lo encontré. Supuse que puesto que Kevin Marshall ya había hablado con él era recomendable pedirle su opinión. Después de todo, este proyecto es obra suya, y al igual que nosotros, no querrá tener problemas.

– Es cierto.

– Dígame una cosa: Si es verdad que los animales prenden fuego, ¿cómo cree que lo consiguieron? ¿O todavía piensa que fueron los rayos?

– No estoy seguro. Es posible que fueran rayos, pero no hay que olvidar que los bonobos se las apañaron para robar herramientas sogas y demás objetos cuando los operarios construyeron el mecanismo del puente del lado de la isla.

Nadie había pensado siquiera en la posibilidad de un robo. todo estaba seguro dentro de las cajas de herramientas. también podrían haber cogido cerillas. Claro que no entiendo cómo aprendieron a usarlas.

– Acaba de darme una idea -dijo Siegfried-. ¿Por qué no les decimos a Kevin y a las mujeres que la semana pasada enviamos una cuadrilla de obreros a la isla para hacer algún trabajo, por ejemplo para desmontar terreno y abrir caminos.

Podemos decirles que descubrimos que ellos son los responsables de los fuegos.

– Es una idea excelente -convino Bertram-, perfectamente verosímil. Al fin y al cabo, en algún momento consideramos la posibilidad de construir un puente sobre el río Deviso.

– ¿Por qué no se nos ocurrió antes? -preguntó Siegfried-.

Era lo más obvio. -Los faros del todoterreno iluminaron el primer edificio del Centro de Animales-. ¿Dónde quiere que aparque?

– En la entrada principal. Puede esperarme en el coche. Tardaré un minuto.

Siegfried levantó el pie del acelerador y comenzó a frenar.

– ¡Mierda! -exclamó Bertram.

– ¿Qué pasa?

– Hay luz en mi despacho.

– Esto promete -dijo Candace mientras extraía una carpeta del primer cajón del archivador. La carpeta era de color azul oscuro y estaba cerrada con bandas elásticas. En el extremo superior derecho se leía: Isla Francesca.

Melanie cerró el cajón del escritorio y se acercó a Candace. Kevin entró en el despacho interior. Candace retiró las bandas elásticas, abrió la carpeta y desparramó el contenido sobre una mesa. Había diagramas de equipos electrónicos, gráficos de ordenador y numerosos mapas. También había un abultado sobre marrón con la inscripción Puente Stevenson.

– Caliente, caliente… -dijo Candace. Introdujo la mano en el sobre y sacó un llavero con cinco llaves idénticas.

– Voila -dijo Melanie. Cogió el llavero y desenganchó una de las llaves.

Kevin examinó los mapas y separó uno topográfico.

Cuando comenzaba a desplegarlo, notó una luz parpadeante con el rabillo del ojo. Miró hacia la ventana y vio el reflejo de los faros de un coche sobre las tablillas de las persianas venecianas. Se acercó a la ventana y miró hacia fuera.

– ¡Caray! -dijo-. Es el coche de Siegfried.

– ¡Rápido! -exclamó Melanie-. Guardemos todo en el archivador.

Melanie y Candace amontonaron ra.pidamente el material de la carpeta, la pusieron en el archivador y cerraron el cajón. Casi de inmediato, oyeron el ruido de la puerta principal al abrirse.

– Por aquí -murmuró Melanie con nerviosismo.

Señaló una puerta situada detrás del escritorio de Bertram y los tres salieron a toda prisa. Cuando Kevin la cerró, oyó que se abría la puerta del despacho exterior. Estaban en la consulta de Bertram, cubierta de azulejos blancos y con una mesa de acero inoxidable en el centro. Al igual que en el despacho interior de Bertram, las ventanas tenían cortinas venecianas, que dejaban entrar suficiente luz para que pudieran correr hasta la puerta del pasillo. Por desgracia, en el camino Kevin chocó con una papelera de acero inoxidable que estaba junto a la mesa. El cubo golpeó contra la pata de la mesa y resonó como un gong en un parque de atracciones. Melanie empujó la puerta del pasillo y corrió hacia la escalera. Candace la siguió. Mientras Kevin corría tras ellas, oyó que se abría la puerta del despacho de Bertram. Ignoraba si había alcanzado a verlo o no.

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