Melanie apagó el motor y miró hacia la entrada del Hospital Veterinario. Tamborileó con los dedos sobre la palanca de cambios.
– ¿Y? -dijo Kevin-. Ya hemos llegado. ¿Cuál es el plan?
– Estoy pensando. No sé si es mejor que esperéis aquí o que vengáis conmigo.
– Este sitio es enorme -intervino Candace, que se había inclinado y contemplaba el edificio que se extendía desde la calle hasta perderse en la vegetación de la selva-. En ninguno de mis viajes a Cogo he visitado el Centro de Animales. No imaginaba que fuera tan grande. ¿Esto es el hospital?
– Sí -repuso Melanie-. Toda esta ala.
– Me gustaría verlo -dijo Candace-. Nunca he estado en un hospital veterinario, y mucho menos en uno tan palaciego.
– Es de lo más moderno que existe -repuso Melanie-. Deberías ver los quirófanos.
– ¡Dios santo! -suspiró Kevin poniendo los ojos en blanco-. Me han secuestrado un par de locas. Acabamos de vivir la experiencia m s horrorosa de nuestra vida y vosotras queréis hacer una visita turística.
– No será una visita turística -corrigió Melanie mientras bajaba del coche-. Me vendrá bien su ayuda. Tú puedes esperar aquí si lo prefieres, Kevin.
– Estupendo -dijo Kevin, pero apenas vio que las mujeres se dirigían a la entrada, también él bajó del coche. Llegó a la conclusión de que la tensión de la espera sería peor que la de la aventura-. ¡Un momento! -gritó y corrió para alcanzar a las mujeres.
– No quiero oír una sola queja -advirtió Melanie.
– Tranquila -respondió Kevin, sintiéndose como un niño regañado por su madre.
– No preveo problemas -dijo Melanie-. El despacho de Bertram está en la zona de la administración, que a estas horas debe de estar desierta. Pero para asegurarnos de no despertar sospechas, antes que nada os llevaré a los vestuarios.
Quiero que os pongáis el uniforme del Centro de Animales.
¿De acuerdo? No es una hora normal para hacer visitas.
– Buena idea -respondió Candace.
– De acuerdo -dijo Bertram al teléfono, mirando la esfera luminosa del reloj de la mesita de noche. Eran las doce y cuarto-. Estaré en su despacho dentro de cinco minutos.
Bertram bajó de la cama y apartó la mosquitera.
– -¿Algún problema? -preguntó Trish, encaramándose sobre un codo.
– Sólo un pequeño inconveniente. Volveré dentro de media hora.
Bertram cerró la puerta del vestidor antes de encender la luz. Se vistió rápidamente. Aunque delante de su esposa había intentado restar importancia a la situación, estaba inquieto. No sabía qué pasaba, pero sin duda era un problema gordo. Siegfried nunca lo había despertado en plena noche para pedirle que fuera a su oficina.
Fuera había casi tanta claridad como si fuera de día, con una luna llena por el este. El cielo estaba cubierto de cúmulos de nubes de color púrpura y plata. El aire denso y húmedo estaba absolutamente inmóvil. Los ruidos de la selva eran una constante cacofonía de zumbidos y gorjeos interrumpidos por breves y esporádicos chillidos. Bertram estaba tan acostumbrado a esos sonidos, que ni siquiera reparó en ellos.
Aunque el ayuntamiento quedaba a unos cien metros de su casa, Bertram cogió el coche. Sabía que así llegaría antes, y su curiosidad crecía minuto a minuto. Mientras aparcaba, vio que los soldados, habitualmente letárgicos, parecían agitados. Daban vueltas alrededor del puesto de guardia con los rifles apretados entre las manos. Los miró con nerviosismo mientras apagaba las luces del coche y se apeaba.
Cuando se aproximó al edificio, vio una luz parpadeante a través de las rendijas de los postigos del despacho de Siegfried, situado en la segunda plaza. Subió por las escaleras, cruzó la oscura zona de recepción que normalmente ocupaba Aurielo, y entró en el despacho de Siegfried. Este estaba sentado con los pies encima del escritorio. En la mano del brazo sano agitaba suavemente una copa de brandy. Cameron McIvers estaba sentado en una silla de paja, con una copa similar. La única fuente de iluminación era la vela del cráneo que servía de candelero.
La trémula luz arrojaba sombras oscuras y hacía que la colección de animales desecados parecieran vivos.
– Gracias por venir a una hora tan inoportuna lo saludó Siegfried con su característico acento alemán-. ¿Le apetece una copa de brandy?
– ¿La necesitaré? -preguntó Bertram mientras acercaba una silla de paja al escritorio.
Siegfried rió.
– Nunca viene mal.
Cameron fue al mueble bar y le sirvió el coñac. Era un escocés corpulento, con barba espesa, nariz bulbosa y roja y una notable afición a las bebidas alcohólicas de cualquier clase, aunque, lógicamente, el whisky escocés era su favorita.
Le entregó la copa a Bertram y volvió a su asiento.
– Por lo general sólo me llaman a media noche por una urgencia con un animal -dijo Bertram. Bebió un sorbo de brandy y respiró hondo-. Pero esta noche tengo la impresión de que se trata de algo muy distinto.
– Así es. Primero tengo que felicitarlo. Su advertencia de esta tarde sobre Kevin Marshall resultó fundada y oportuna.
Le pedí a Cameron que lo vigilara y esta misma noche él, Melanie Becket y una enfermera del equipo de cirugía llegaron a la zona de estacionamiento de la isla Francesca.
– ¡Maldita sea! ¿Cruzaron a la isla?
– No -respondió Siegfried-. Se limitaron a jugar un rato con la balsa de alimentos. También se detuvieron en el camino para hablar con Alphonse Kimba.
– Esto me saca de mis casillas -dijo Bertram-. No quiero que nadie se acerque a la isla ni que hable con el pigmeo.
– Yo tampoco.
– ¿Dónde están ahora?
– Los dejamos volver a casa, pero no antes de meterles el miedo en el cuerpo. No creo que vuelvan a hacerlo, al menos por un tiempo.
– Esto es lo último que necesitaba -protestó Bertram-.
Detesto tener que preocuparme por estas cosas; como si no tuviera bastante motivo de preocupación con la división de los bonobos en dos grupos.
– Esto es peor que la división de los animales en dos gru pos -aseguró Siegfried.
– Ambas cosas son malas. Las dos podrían interferir en el programa o incluso echarlo a perder por completo. Creo que deberíamos reconsiderar mi idea de enjaular a los bonobos y trasladarlos desde la isla al Centro de Animales.
Tengo las jaulas allí mismo. No sería difícil, y simplificaría mucho la recogida de ejemplares.
Desde que Bertram había reparado en la división de los animales en dos grupos sociales, había pensado que era conveniente reunirlos y mantenerlos en jaulas separadas en un sitio donde pudieran observarlos. Pero Siegfried no se lo había permitido. Bertram había considerado la posibilidad de pasar por encima de él y dirigirse a su jefe, en Cambridge, Massachusetts. Sin embargo, había desistido. Con ello habría alertado a la jerarquía de GenSys de que había problemas potenciales en el proyecto de los bonobos.
– Me niego a volver a discutir ese asunto -dijo Siegfried-.
No abandonaremos la idea de mantener a los bonobos aislados en la isla. Cuando se puso en marcha, todos convinimos en que era lo mejor y yo no he cambiado de opinión. Pero después de este incidente con Kevin Marshall me preocupa el puente.
– ¿Por qué? -preguntó Bertram-. Tiene llave.
– ¿Y dónde están las llaves? -dijo Siegfried.
– En mi despacho -respondió Bertram.
– Creo que deberíamos guardarlas aquí, en la caja de seguridad. La mayoría de sus empleados tienen acceso a su despacho, incluida Melanie Becket.
– Quizá tenga razón -admitió Bertram.
– Me alegra que esté de acuerdo -dijo Siegfried-. Quiero que vaya a buscarlas. ¿Cuántas copias hay?
– No lo recuerdo con exactitud. Cuatro o cinco.
– Las quiero aquí.
– Bien -dijo Bertram con cortesía-. No hay problema.
– Estupendo. -Bajó las piernas del escritorio y se puso en pie-. Vamos. Lo acompañaré.
– ¿Quiere ir ahora? -preguntó Bertram, atónito.
– No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy. ¿No es uno de los refranes favoritos de los americanos? Dormiré mejor esta noche sabiendo que las llaves están en la caja de seguridad.
– ¿Quieren que los acompañe? -preguntó Cameron.
– No es necesario -dijo Siegfried-. Bertram y yo podemos arreglarnos solos.
Kevin se miró en el espejo de luna situado al final de los bancos del vestuario de hombres. La talla pequeña del mono le iba estrecha y la mediana era demasiado grande. Tuvo que remangarse y doblar las perneras de los pantalones.
– ¿Qué coño haces ahí dentro? -preguntó Melanie empujando la puerta del pasillo.
– Ya salgo. -Cerró la taquílla donde había dejado su ropa y salió rápidamente al pasillo.
– Y resulta que luego somos las mujeres las que tenemos fama de tardar en vestirnos -protestó Melanie.
– No me decidía por la talla -replicó el.
– ¿Ha entrado alguien mientras te cambiabas? -preguntó Melanie.
– No, nadie.
– Estupendo. Tampoco ha entrado nadie en el vestuario de mujeres -dijo Melanie. Les indicó que la siguieran con una seña y comenzó a subir por las escaleras-. Para llegar a la zona de administración tenemos que cruzar el Hospital Veterinario. Será mejor evitar la planta principal, donde están la sala de urgencias y la unidad de cuidados intensivos. Ahí siempre hay mucho trajín, así que subamos a la segunda planta y pasemos por la unidad de fertilización. Si alguien me pregunta qué hago aquí a estas horas, puedo decir que he venido a ver a un paciente.
– Estupendo -dijo Candace.
Subieron a la segunda planta. Mientras recorrían el pasillo central se cruzaron con el primer empleado del centro. Si al hombre le llamó la atención la presencia de Kevin y Candace en el hospital, no lo demostró. Pasó junto a ellos y saludó con una inclinación de cabeza.
– No ha habido problema -murmuró Candace.
– El uniforme ayuda -respondió Melanie.
Giraron hacia la izquierda, atravesaron una puerta doble y entraron en un pasillo estrecho, muy iluminado y flanqueado por una serie de puertas. Melanie entreabrió una de ellas y asomó la cabeza. Luego la cerró silenciosamente.
– Es una de mis pacientes. Una gorila de los llanos que está prácticamente lista para la recolección de óvulos. Con tantas hormonas, pueden ponerse nerviosas, pero ésta duerme plácidamente.
– ¿Puedo verla? -preguntó Candace.
– Supongo que sí -respondió Melanie-. Pero no hagas ruido ni ningún movimiento brusco.
Candace hizo un gesto de asentimiento. Melanie abrió la puerta y entró, seguida por Candace. Kevin se quedó en el umbral.