– Si -respondió Lou-. ¿Qué pasa?
– No tengo la menor idea. Acaba de entrar aquí echando humo por las orejas. A menos que te llame de inmediato, te veremos allí.
– De acuerdo. Os espero.
Jack colgó y corrió al pasillo. Laurie ya regresaba de su despacho, forcejeando para ponerse el abrigo. Miró brevemente a Jack y se dirigió a toda prisa al ascensor. Jack tuvo que correr para alcanzarla.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó con miedo. Temía alterarla más de lo que ya estaba.
– Estoy prácticamente segura de cómo desapareció el cadáver de Franconi -dijo Laurie con furia-. Y hay dos cosas muy claras: primero, la funeraria Spoletto está implicada en el secuestro, y segundo, éste se llevó a cabo con la colaboración de uno de nuestros empleados. Y si quieres que te sea franca, no sé cuál de las dos cosas me da más rabia.
– ¡Joder, mira qué tráfico! -dijo Franco Ponti a Angelo Facciolo-. Me alegro de que tengamos que entrar en Manhattan en lugar de salir.
Franco y Angelo viajaban en el Cadillac negro del primero y cruzaban el puente de Queens en dirección oeste. Eran las cinco y media, el punto culminante de la hora punta. Los dos hombres iban vestidos como si fueran a una cena de gala.
– ¿En qué orden hacemos el trabajo? -preguntó Franco.
Angelo se encogió de hombros.
– Puede que primero la chica -dijo mientras contraía la cara en un esbozo de sonrisa.
– Estás impaciente, ¿eh?
Angelo levantó las cejas hasta donde le permitieron sus músculos faciales.
– Hace cinco años que sueño con encontrarme con esa zorra por motivos profesionales. Ya casi había perdido la esperanza.
– Espero no tener que recordarte que cumplimos órdenes -dijo Franco-. Y que hay que seguirlas al pie de la letra.
– Cerino nunca era tan explícito -replicó Angelo-. Nos decía que hiciéramos un trabajo y no se preocupaba de cómo lo hacíamos.
– Por eso Cerino está en chirona y Vinnie dirige el cotarro.
– Te propongo una cosa. ¿Por qué no pasamos primero con el coche frente a la casa de Jack Stapleton? Yo ya he estado en el apartamento de Laurie Montgomery, así que sé dónde nos metemos. Pero la otra dirección me sorprende. Uno no espera que un médico viva en el lado oeste de la calle 106.
– Buena idea -admitió Franco.
Cuando llegaron a Manhattan, Franco continuó hacia el oeste por la calle Cincuenta y nueve. Bordeó el extremo sur de Central Park y giró hacia el norte por Central Park West.
Angelo recordó el incidente en la American Fresh Fruit Company, el infortunado día en que Laurie había provocado una explosión. Angelo ya tenía cicatrices de acné y de viruela, pero habían sido las quemaduras de aquella explosión las que lo habían convertido en un "monstruo".
Franco le hizo una pregunta, pero Angelo, absorto en sus furiosos pensamientos, no lo oyó y tuvo que pedirle que la repitiera.
– Apuesto a que te mueres de ganas de vengarte de la tal Laurie Montgomery -dijo Franco-. A mí me pasaría lo mismo si estuviera en tus zapatos.
Angelo dejó escapar una risita sarcástica. Inconscientemente, palpó el reconfortante bulto de la automática Walther TPH que llevaba en la pistolera del hombro izquierdo.
Franco giró a la izquierda y salió a la calle Ciento seis. Pasaron junto a un parque lleno de gente, sobre todo alrededor del campo de baloncesto.
– Tiene que estar a la izquierda-dijo Franco.
Angelo consultó el papel con las señas de Jack.
– Es aquí mismo -dijo-. Ese edificio del techo raro.
Franco disminuyó la velocidad y aparcó en doble fila en la acera contraria a la de Jack. El conductor de atrás hizo sonar el claxon. Franco le hizo señas de que lo adelantara y, cuando el coche lo hizo, se oyó una maldición.
– ¿Has oído a ese tipo? -preguntó Franco cabeceando-.
En esta ciudad la gente no tiene educación.
– ¿Cómo es que un médico vive aquí? -preguntó Angelo, que observaba el edificio de Jack a través del parabrisas.
Franco cabeceó otra vez.
– No tiene ni pies ni cabeza. Parece una cloaca.
– Amendola dijo que vivía en un sitio extraño -dijo Angelo-. Por lo visto, el tipo va cada día en bicicleta hasta el depósito, que queda en la Primera Avenida y la Treinta y siete.
– ¡No me jodas!
– Eso dijo Amendola-aseguró Angelo.
Franco echó un vistazo alrededor.
– El barrio entero es una cloaca-dijo-. Puede que ese tipo esté metido en drogas. -Angelo abrió la portezuela y bajó-.
¿Adónde vas?
– Quiero asegurarme de que vive aquí. Amendola dijo que es un apartamento interior de la cuarta planta. Vuelvo enseguida.
Angelo rodeó el coche y esperó una pausa en el tránsito. Cruzó la calle y subió por la escalinata del edificio de Jack.
Con serenidad, abrió la puerta exterior y echó un vistazo a los buzones. Muchos estaban rotos y ninguna de las cerraduras funcionaba.
Rápidamente, Angelo revisó la correspondencia. En cuanto encontró un catálogo dirigido a Jack Stapleton, volvió a guardar todos los sobres en su sitio. Acto seguido, empujó la puerta interior, que se abrió con facilidad.
Al entrar en el vestíbulo, Angelo percibió un desagradable olor a humedad. Miró la basura en la escalera, la pintura desconchada y las bombillas rotas de una araña de luces otrora elegante. Oyó gritos amortiguados de una pelea doméstica, procedentes de la segunda planta. Angelo sonrió.
Sería fácil ocuparse de Jack Stapleton, pues su edificio parecía un antro de drogatas.
Al regresar al portal, Angelo caminó hacia un lado para determinar cuál era el pasadizo subterráneo que pertenecía al edificio de Jack. Cada casa de la calle tenia un pasillo por debajo del nivel del suelo, al que se accedía por una escalinata de unos doce peldaños. Estos pasillos comunicaban con los patios traseros.
Tras descubrir cuál era el que buscaba, Angelo lo recorrió.
Estaba lleno de charcos y desperdicios que amenazaban la integridad de sus zapatos Bruno Magli.
El patio trasero era un tumulto de vallas caídas, colchones viejos, neumáticos abandonados y otras basuras. Tras alejarse unos cuantos metros del edificio, Angelo se volvió para mirar la escalera de incendios. En la cuarta planta había dos ventanas, pero no había luz en ninguna de ellas. El doctor no estaba en casa.
Angelo regresó al coche y subió.
– ¿Y?-preguntó Franco.
– Vive aquí. Aunque no lo creas, por dentro el edificio es aún peor. Oí a una pareja peleándose en la segunda planta y un televisor con el volumen a tope. No es un sitio bonito, pero para nosotros es perfecto. Será fácil.
– Es lo que quería oír. ¿Sigues pensando que deberíamos empezar por la mujer?
Angelo sonrió lo mejor que pudo.
– ¿Por qué negarme ese gusto?
Franco puso el coche en marcha. Fueron por Columbus Avenue hasta Broadway y luego torcieron hacia la Segunda Avenida. Pronto llegaron a la calle Diecinueve. Angelo no necesitó consultar la dirección; señaló el edificio de Laurie sin dudar un instante. Franco aparcó en una zona prohibida.
– ¿Crees que debemos entrar por la parte trasera? -preguntó mientras miraba el edificio.
– Si; por varias razones -dijo Angelo-. Vive en la quinta planta, pero las ventanas dan al interior. Para saber si está en casa tendremos que ir alli de todos modos. Además, tiene una vecina cotilla que vive en el apartamento que da a la calle y, como verás, tiene las luces encendidas. Esa mujer abrió la puerta para fisgonear las dos veces que fui a casa de Laurie Montgomery. Por otra parte, el apartamento de la doctora tiene una puerta que da a las escaleras de incendio, que conducen al patio de luces. Lo sé porque la otra vez la perseguimos por ahí.
– Me has convencido -concluyó Franco-. Adelante.
Ambos bajaron del coche. Angelo abrió la portezuela trasera del coche y cogió su bolsa de herramientas para abrir cerraduras y una barra de hierro igual a la que usan los bomberos para abrir puertas en caso de emergencia.
– He oído que consiguió escapar de ti y de Tony Ruggerio -comentó Franco con una risita-. Al menos por un tiempo. Debe de ser una tía especial.
– No me lo recuerdes. Claro que trabajar con Tony era como cargar continuamente un saco de arena.
Al salir al patio de luces, que era una oscura conejera de jardines descuidados, Franco y Angelo se alejaron con sigilo del edificio lo suficiente para observar las ventanas de la quinta planta. No había luz en ninguna ventana.
– Parece que llegamos a tiempo para darle la bienvenida -dijo Franco.
Angelo no respondió. Fue con la bolsa de herramientas hasta la escalera de incendios y se puso un par de guantes de piel mientras Franco preparaba la linterna.
Al principio, las manos de Angelo temblaban por la expectación de encontrarse cara a cara con Laurie Montgomery después de cinco años de rumiar su odio. Al ver que la cerradura se resistía, se esforzó por recuperar la compostura y concentrarse. Finalmente, la cerradura cedió y la puerta se abrió.
En la quinta planta, Franco no se molestó en usar las herramientas para cerraduras, pues sabía que Laurie había instalado varios cerrojos. Hizo palanca con la barra de hierro y la puerta se abrió con un chasquido. Segundos después estaban dentro.
Durante unos minutos, los dos hombres permanecieron inmóviles en la oscuridad de la despensa de Laurie, escuchando. Querían asegurarse de que ningún vecino los había oído entrar.
– ¡Dios mío! -murmuró Franco-. Algo acaba de rozarme la pierna.
– ¿Qué? -preguntó Angelo, sorprendido.
– ¡Vaya, es un maldito gato!
– Nos resultará útil. Tráelo contigo.
Lentamente, los hombres salieron de la despensa y atravesaron la cocina en dirección al salón. Allí, las luces de la ciudad entraban por las ventanas y permitían ver mejor.
– Todo en orden -dijo Angelo.
– Ahora, a esperar. Echaré un vistazo en el frigorífico para ver si hay vino o cerveza. ¿Te apetece algo?
– Una cerveza estaría bien -respondió Angelo.
En la jefatura de policía, Jack y Laurie tuvieron que pasar por el detector de metales y ponerse tarjetas de identificación antes de que los dejaran subir a la planta de Lou. Este los esperaba en la puerta del ascensor.
Lo primero que hizo fue coger a Laurie por los hombros, mirarla a los ojos y preguntarle qué había pasado.
– Ya está mejor -dijo Jack dando una palmada en la espalda a Lou-. Es la misma Laurie de siempre, serena y racional.
– ¿De veras? -preguntó Lou sin dejar de mirar a Laurie.
Bajo el atento escrutinio del detective, Laurie no pudo evitar sonreír.