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Sonrío al escribir esto. Estoy tratando (torpemente, me temo) de presentar aquel mundo del Nueva York de los años cuarenta con sus palacios del cine «con aire acondicionado» (llenos de matronas como castillos y secciones para niños sembradas de papel de envolver), sus toldos de rayas en los edificios de apartamentos durante el verano, sus tarifas en monedas del autobús, sus cambios para el teléfono, sus tiendas de caramelos y refrescos, su mármol de imitación en los mostradores (donde se vendían los más deliciosos sandwiches de beicon, lechuga y tomate; y los helados).

Desaparecido todo. Desaparecido para siempre. Pero lo mismo que una serie de adoquines a los que da el sol o el sabor de la magdalena mojada en el té devolvió a Proust a su juventud, a veces me detengo en una esquina de una calle de Nueva York y regreso a los años cuarenta. Y gracias al olor. Las bocas de las estaciones de metro todavía, ocasionalmente, emiten un olor a azúcar de algodón/chicle, mezclado con sudor y palomitas de maíz, con meados y (su predecesora) cerveza, y al respirar profundamente regreso a los seis años de edad, mientras espero el metro, contemplando un bosque de rodillas. En la infancia uno considera que nunca crecerá. Y que el mundo siempre será incomprensible. Primero una tiene boca, luego tiene nombre, luego es miembro de una familia, luego empieza a hacerse difíciles preguntas sobre lo mejor y lo peor, lo que supone el comienzo de la conciencia de clase. Los seres humanos son unos animales jerárquicos por naturaleza. La democracia no es su religión original.

Estaba en mis primeros años del instituto cuando mi mundo se amplió más allá de la calle 77 y el West Side. Como mis padres y yo estábamos aterrorizados por la violencia del instituto de la zona, fui a una institución privada, un sitio deliciosamente cómico donde los estudiantes de pago por lo general eran judíos de Park Avenue y los estudiantes becados por lo general blancos, anglosajones y protestantes de Washington Heights cuyos padres eran profesores, clérigos, misioneros.

Los profesores eran distinguidos, y blancos, anglosajones y protestantes, y tenían apellidos que sonaban adecuadamente norteamericanos como los de la tele. La institución había sido fundada por dos temibles damas de Nueva Inglaterra que se llamaban Miss Birch y Miss Wathen, que probablemente eran amantes, pero en aquellos días las llamábamos solteronas. Una de ellas se parecía a Gertrude Stein, la otra a Alice B. Toklas. Tenían una pronunciación que para mí estaba llena de clase. Sabía que era la de los blancos, anglosajones y protestantes.

En el instituto de Birch y Wathen la mayoría de los chicos judíos eran más ricos que yo. Vivían en apartamentos del East Side con valiosas obras de arte, y algunos de ellos tenían apellidos alemanes. Iban al Temple Emanuel y recibían clases de baile y de urbanidad (¡qué palabra tan antigua!) en el Viola Wolf. Mi sentido de la clase social volvía a estar desajustado. Con mis abuelos rusos y mi casa bohemia del West Side, tampoco encajaba con aquellos chicos. Y los chicos becados se mantenían aparte. Yo los creía presumidos, aunque ahora me doy cuenta de que debían de estar mortalmente asustados. Los alumnos de pago tenían más dinero para gastar, y algunos venían al instituto en Cadillac, Lincoln y Rolls con chófer. Debían de parecerles intimidantes a los chicos que acudían en metro. Aquello a mí me intimidaba.

Formábamos grupos aparte. Los chicos de Park Avenue se juntaban con sus iguales. Los becarios hacían lo mismo.

Yo flotaba entre los dos grupos, sin saber nunca a cuál pertenecía; unas veces robaba cosas en Saks con los niños ricos (cuanto más ricos eran los chicos, me enteré, más robaban en los grandes almacenes), otras subía hasta Columbia con los becarios (cuyos padres eran profesores).

Yo no era de ningún sitio. Avergonzada de que mi padre fuera un hombre de negocios, deseaba que fuese profesor. Si una no podía tener un apellido que terminara en cock, o un apartamento en la Quinta avenida o en Park, por lo menos debía tener un doctor en filosofía en casa.

Cuando empezó la preparación para ingresar en la universidad, me uní a otro nuevo mundo, un mundo que estaba racialmente mezclado y lleno de niños del gueto. (Entonces lo llamábamos Harlem.) Elegidos por su talento para dibujar o cantar o tocar un instrumento, estos chicos formaban el grupo más variado que me he encontrado nunca. Su clase era el talento. Y como todas las personas inseguras, te lo echaban en cara.

Fue entonces cuando empecé a encontrar a mi auténtica clase. Allí la competencia no era por el dinero o el color o el sitio donde se vivía, sino por lo bien que se dibujaba o tocaba. En el Instituto de Música y Arte al que iba se crearon nuevas jerarquías, jerarquías de virtuosismo. ¿Exponían tu cuadro en la muestra que se celebraba dos veces al año? ¿Te seleccionaban para tocar en la orquesta, o en la WQXR (la emisora de radio de The New York Times)? Por entonces todos nos dimos cuenta de que no pertenecíamos a la Norteamérica que aparecía en la tele, y estábamos orgullosos de ello. Ser independientes era una divisa de mérito. No teníamos equipos, ni animadoras, y el uniforme más adecuado para ir a clase era el beatnik: medias negras, sandalias hechas a mano y pintura de labios negra para las chicas; jerséis de cuello alto negros, vaqueros negros y cazadoras de cuero negro para los chicos. Un pelo despeinado era obligatorio para los dos sexos. Experimentábamos con marihuana. Andábamos por el Village esperando que nos confundieran con existencialistas. Llevábamos encima libros de Kafka, Genet, Sartre, Alien Ginsberg. Mirábamos con expresión de idos nuestro capuccino en Rienzi's o el Peacock. Queríamos seducir a los músicos de jazz negros, pero nos daba miedo. Por fin habíamos encontrado nuestra clase social.

Muchos de nosotros alcanzamos la cima. Entre mis compañeros de esa época hay cantantes de pop, productores de televisión, directores de cine, actores, pintores, novelistas. Muchos son nombres conocidos. Unos cuantos ganan decenas de millones de dólares al año. La mayoría fuimos a la universidad, pero en definitiva no fue una licenciatura o un doctorado lo que definió nuestra posición social. Era si estábamos de moda o no, si subíamos como balas en las listas de éxitos, en las de libros más vendidos, o si nos traducían a veinticinco idiomas. Hasta los profesores envidiaban esta posición: el dinero y el reconocimiento equilibran todas las clases sociales en Norteamérica. De ahí la obsesión por la fama. Incluso en Europa uno puede entrar en los «mejores» círculos, aunque las normas para las clases sociales sean completamente distintas.

Habiendo pasado parte de mi tiempo con europeos, siempre me asombró hasta qué punto en Europa un apellido aristocrático todavía disimula una multitud de pecados. En Inglaterra, en Alemania, un lord o una lady, un Grafo Grafin, un von o zu, todavía tienen peso. Los amigos con más clase que tengo en Italia pueden ser contesse, marchesi o principi, pero son demasiado modernos para proclamarlo. Prefieren ser famosos por un disco de éxito o un gran libro. Pero van a los sitios adecuados -St Moritz, por ejemplo-, y el ser socio de los clubs mejores se debe todavía al origen familiar, no a los logros individuales. Vete al Corviglia Club y di que eres Ice-T o Madonna. Cariño, no conseguirás entrar, mientras lo hace cualquier Niarchos o von Ribbentrop.

Muchos de mis amigos europeos todavía habitan un mundo donde el apellido y el dinero de toda la vida pueden resultar un buen impulso para lograr algo. Hay muchas cosas que hacer aparte de trabajar. Si tienes que estar en Florencia en junio, en París en julio, en la Toscana en agosto, en Venecia en septiembre, en Sologne en octubre, en Nueva York en noviembre, en St Bart en diciembre y enero, en St Moritz en febrero, en Nueva York en marzo, en Grecia en abril, en Praga en mayo, ¿cómo demonios puedes tener (por no hablar de conservar) un empleo? Y el ejercicio físico. Y los bailes. Y los balnearios. ¡Y la temporada sin beber! Como preguntó una vez un marido de Barbara Hutton: «¿De dónde saco tiempo para trabajar?»

La clase de verdad significa no tener que hablar nunca de eso. (Del trabajo, quiero decir.)

Los norteamericanos carecen intrínsecamente de clases sociales, de modo que los judíos casi se adaptan. De lo único de lo que hablamos es de nuestro trabajo. Lo único que queremos es hacer que sean tan conocidos nuestros nombres que ni siquiera necesitemos apellido. Creemos tan fervientemente en el cambio como los europeos creen en el statu quo. Creemos que con dinero nos compraremos el cielo (un cielo definido por músculos en forma, nada de flaccidez en la barbilla, interés en los intereses, y un nombre que intimide a los maitres en los restaurantes). Una vez conseguido eso, podemos ponernos a salvar el mundo: donar algo de dinero para la investigación del sida, la lluvia ácida, un candidato político. ¡A lo mejor hasta nosotros mismos nos presentamos para el cargo! (Lo atestigua Mr. Perot.) En una sociedad donde el reconocimiento de una figura del pop lo significa todo, los famosos son más iguales que todos los demás. Pero el estatuto de famoso es endiabladamente difícil de mantener (igual que un cuerpo que se hace viejo). Necesita gran cantidad de entrenadores, especialistas en relaciones públicas, editores, agentes de imagen. Además uno tiene que sacar un nuevo producto, y posiblemente hasta originar un nuevo escándalo. (Lo atestigua Woody Allen.) Puede que el motivo por el que los famosos se casan con tanta frecuencia sea para que sus nombres aparezcan en las noticias. Y puede -tanto si lo pretenden como si no- que provoquen los escándalos para promocionar sus películas. (Lo atestigua de nuevo Woody Allen, nacido Alien Konigsberg.)

Ah…, volvemos a la cuestión de los judíos y los nombres. ¿Podemos conservar nuestros nombres? Siempre y cuando consigamos que sean famosos. En caso contrario también nos los cambiamos. Puede que tengamos, como dice el teórico político Benjamín Barber, «una aristocracia de todos», pero no todos pueden ser famosos a la vez. Así el impulso a ascender de clase se hace tan inquietante y crónico en Norteamérica como los regímenes alimenticios. No importa lo famoso que sea uno, siempre está en peligro de dejar de serlo.

Se parece mucho a la mortalidad, ¿no? Que no se pregunte por qué carpe diem es nuestro lema. Es lo que hace a Norteamérica un país tan inquieto, y a sus famosos más famosos tan inseguros.

Ay amigos, no me importaría haber nacido siendo socia del Corviglia Club. Pero sospecho que nunca habría escrito ni un libro.

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